CONTRATAPA

Recordando al olvidado

Por José Pablo Feinmann

Pocos días después del asesinato de Cabezas, Eduardo Duhalde –por entonces Gobernador de la Provincia de Buenos Aires– dijo algo impecable: “Ese cadáver me lo tiraron a mí”. A ochenta metros de la casa del Gobernador, había aparecido “el cadáver”, eso que en vida respondía al nombre de José Luis Cabezas y era fotógrafo de la revista Noticias. El Gobernador apelaba a un mecanismo muy preciso de la política nacional: la misma se expresa arrojando cadáveres de un lado a otro. El “cadáver” respondía a una estrategia, pues existe en política una estrategia del cadáver y radica, sin más, en matar a alguien para atribuirle esa muerte a otro y perjudicarlo políticamente. De esta forma, una vida pasa a ser parte del ajedrez de las internas. El Gobernador se quejaba: buscaban perjudicarlo, las elecciones –como siempre– estaban a la vista y nada peor para un político que tener un cadáver en la puerta de su casa. No en vano, los “otros” políticos, o, si se quiere, sus enemigos, se lo arrojaron. En los años setenta esta estrategia era muy común y se expresaba del siguiente modo: “Tirar un fiambre sobre la mesa de negociaciones”. O “tirar un fiambre y después negociar”. Para lo cual había que tirar el fiambre adecuado, que era el “mejor” fiambre. El crimen de Cabezas –visto desde la frase del Gobernador: “me lo tiraron”– recuperaba esta práctica para los tiempos de la democracia, en los que la violencia debía encontrar contenciones institucionales y de civilización política. Al cabo, los años de la violencia, se suponía, habían quedado atrás. Las “internas” ya no se dirimían con cadáveres. El cadáver de Cabezas y la frase del Gobernador venían a desmentir esa cálida certidumbre. Democracia o no, en política las cosas se vehiculizan con cadáveres-mensaje, cadáveres-advertencia, cadáveres-piantavotos.
Otra cosa: si el cadáver formaba parte de una “interna”, el nombre de la víctima era también el apropiado. Al Gobernador, dentro del ámbito siempre divertido del menemismo, se le decía “Cabezón”. Incluso el Presidente de la República, Carlos Menem, solía incurrir a veces en un chiste sobre la característica algo descomedida de esa parte anatómica del Gobernador. “Cuando Duhalde, de jovencito, iba a una fiesta”, contaba, divertido, el Presidente, “cada vez que cabeceaba a una chica para sacarla a bailar... se levantaban tres”. Así las cosas, nada más coherente que tirarle un Cabezas al “Cabezón”.
Entre tanto, el “gran” sospechoso ya había aparecido: era el empresario postal Alfredo Yabrán, a quien el fotógrafo Cabezas habría sacado algunas fotos que lo habrían enfurecido, pues el Supremo Empresario no quería ser fotografiado. El hombre, en la era de la imagen, no quería tener imagen. En la era de la visión no quería ser visto.
Yabrán ocupa la centralidad de la escena. Comienzan a develarse sus vínculos con el Poder. Que vienen de lejos: no hubo Gobierno a cuyo amparo el Supremo Empresario no hubiera crecido. Pero –como tantas figuras turbias de la muy turbia década del noventa– el hombre había crecido sobre todo bajo el menemismo. Era poderoso. Tanto, que sabía, como nadie, definir qué es el Poder, qué es tenerlo. “Tener poder es ser impune”. Impecable frase incorporada ya al ser de la argentinidad como “serás lo que debas ser o no serás nada”, “gobernar es poblar” o, desde luego, “si dejamos de afanar dos años se arregla el país” o, cómo no, “aquí la guita no se hace trabajando”.
El periodismo había encontrado una gran consigna para luchar por el esclarecimiento del crimen: “No se olviden de Cabezas”. La consigna apelaba a la memoria militante. En un país formado en el olvido de sus tragedias y de sus muertos, en un país cuyo poema fundacional termina diciendo “Es la memoria un gran don,/ calidá muy meritoria;/ y aquéllos que en esta historia/ sospechen que les doy palo,/ sepan que olvidar lomalo/ también es tener memoria”, en este país, digo, en el nuestro, se hacía de la memoria una consigna, se señalaba que el olvido del crimen era la condición de posibilidad de su no resolución, de su impunidad. Así, la consigna se volvió obsesión: “No se olviden de Cabezas”. Se conjeturaba -lúcidamente– que en ese crimen había una honda condensación de determinaciones económico-políticas. Por decirlo con un concepto de Louis Althusser: el crimen de Cabezas era un hecho “sobredeterminado”. Ahí estaba todo: la relación de la política con los negocios mafiosos, las concesiones a los personeros oscuros y –sobre todo– el crimen, el asesinato como última ratio del Poder. Porque el Poder (en la Argentina y en el entero mundo que habitamos) primero dialoga, después reprime y finalmente mata. De esta forma, Cabezas era una víctima del Poder. Su oficio era mirar. Ser fotógrafo es mirar. Es ver y atrapar lo que se ve. Algo había atrapado la mirada de Cabezas que no debía ser visto. Un eslabón en el entramado del Poder. Un eslabón tan fuerte que podía conducir a todos los otros. Ese eslabón era Yabrán. Tirar del “hilo Yabrán” era tirar todo abajo. Así, erizados pero conscientes de sus conveniencias, el Presidente y el Gobernador se reunieron para hablar de la cuestión. Todo se empezaba a dilatar, a frenar. “Esto no le conviene a nadie”, era, secretamente, la frase.
Hay innumerables hechos delictivos que deben resolverse en la Argentina. Enumero solamente cinco porque cinco son los años que se cumplen de la muerte de Cabezas. 1) Los desaparecidos: que aparezcan las listas, las órdenes, los archivos secretos de la represión; 2) La bomba en la embajada de Israel; 3) La bomba en la AMIA; 4) El asesinato de Cabezas y (last but not least) 5) Los 26 asesinatos con que cerró su triste gobierno Fernando de la Rúa.
¿Por qué no se resuelven estos hechos? Muy sencillo: siempre que un Gobierno no resuelve un delito es porque es parte de ese delito. Condenarlo sería condenarse. Estos cinco hechos son constitutivos del Poder en la Argentina. Si el Poder no los resuelve es porque (aún) está implicado en todos. Absolutamente en todos. Es cómplice. Todavía hay “alguien” allá arriba (en esa cima siempre opaca, inaccesible a los ciudadanos) que frena el camino de la verdad. Los protagonistas de los cinco hechos señalados están en el Poder o son amigos del Poder o cómplices del Poder o tienen poderosos testaferros en el Poder. Si no, sin más, sin vueltas, esos hechos se aclararían.
El pretendido desenlace del caso Cabezas fue una burla atroz a la ciudadanía. Una de esas cosas burdas, bananeras, tristes, que ocurren tan a menudo en este país y nos hacen sentir injuriados. Que nos toman por idiotas, ni más ni menos. El Supremo Empresario se suicidó. De un modo tan conveniente se suicidó (volándose la cara de un escopetazo) que ¡quedó irreconocible! ¿Era él? ¿No era él? El más absurdo final que una novela policíaca podría presentar. No se descubre al culpable, pero el principal sospechoso se suicida. Y ni siquiera sabemos si el suicidado es él, ya que la cara no se le reconoce, nada ha quedado de ella. ¿Dónde está el Supremo Empresario? Difícil saberlo. Imposible saberlo. Porque lo único que podemos saber es que ya pasaron cinco años y de Cabezas se olvidaron al segundo o, a lo sumo, al tercero, y lo recordamos hoy porque cinco es un quinquenio y somos calendaristas por estas latitudes. Y lo otro que sabemos, que hace tanto lo sabemos, es que aquí siempre se sabe quién muere, pero nunca quién mata.

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