Sábado, 4 de abril de 2009 | Hoy
Por Sandra Russo
Quiso la tradición oral de los bares y los livings en los que transcurren las conversaciones progresistas, que “la casa está en orden” fuera la frase de Alfonsín que le cayera a su figura pública como un poncho, como una red, como un yeso. Esa frase envolvió su imagen en estas últimas décadas. Incluso se superpuso, invisibilizándolo, a la del único presidente democrático latinoamericano en juzgar a las Juntas militares de la dictadura que lo había precedido. Quizá habría que preguntarse, ahora que su muerte hace rebobinar la historia y allí está Aldo Rico, con la cara pintada, y allí se reviven el asco y el miedo, qué esperaba esta sociedad de Alfonsín y, en general, qué espera de sus dirigentes políticos. Algo es claro y contradictorio, pero así somos: la reivindicación de Alfonsín, para quienes la sostienen, debe incluir necesariamente la reivindicación de los partidos políticos. Una contracorriente impensada en tiempos de candidatos prêt-à-porter que defienden en público sólo lo que las encuestas revelan que deben sostener. Candidatos aprogramáticos que, más que una causa, tienen un asesor de imagen.
Muchos de los que a partir de esa tarde de abril de 1987 dejaron de creer en Alfonsín estaban allí, en la Plaza. Donde hay que estar en este país cuando las cosas arden. Estuvieron allí, en esa vigilia ácida, porque un escalofrío que los años no nos han hecho olvidar ya les decía, a esos miles y miles y miles de personas, que nunca más, y que a la democracia habría que defenderla. No entregarla como tantas veces antes. Estuvieron allí porque sabían y saben que los argentinos no somos todos buenos por el hecho de haber nacido aquí. Que había, y hay hoy, sectores a los que sólo una aplastante correlación de fuerzas puede mantener bajo control, porque este país fue diseñado así, con penas que son de nosotros y vaquitas ajenas.
Esa tarde de abril de 1987 los miles y miles y miles que estaban ahí hubiesen defendido como fuese al gobierno de Alfonsín, porque era exactamente y más que nunca una autodefensa. Porque cuando no hubo democracia, hubo dinero y orden. Dinero falso, la plata dulce. Orden arrancado a los cementerios. Seguridad, por supuesto. Todos los enemigos internos estaban siendo asesinados, muchos de ellos preventivamente. Y esta parte de la historia no ha sido muy frecuentada. No es amable decir que el sector que coyunturalmente –desde hace décadas es el financiero, incluso ahora, cuando parece tan enraizado en el campo– ha detentado poder en la Argentina contó siempre con su claque, que son las doñas Rosas y las Susana Giménez, con sus respectivos maridos o socios. Gente común y gente endiosada que pide dinero y orden. Un gen argentino tanático y perverso nos acosa. Dulces madres, abuelos encantadores no dudarían en aceptar alguna tutela autoritaria a cambio de dinero y orden. Y aunque ya no se trata de las Fuerzas Armadas, replegadas tras dos décadas de democracia a sus funciones específicas, en la Argentina siempre hay un montón de gente que cuando muere Alfonsín, por ejemplo, hace lindas declaraciones a favor de la democracia, pero dejaría hacer. Como dejaron hacer y sacar al propio Alfonsín para que Menem llegara cuanto antes a restaurar el poder económico. Como dejaron hacer y sacar a un De la Rúa que huyó después de un incendio social y más de treinta muertos.
Y digo por qué creo que Alfonsín fue un gran hombre, un excepcional animal político de los pocos pero deslumbrantes que han tenido los radicales. Alfonsín no fue un manso, sino un hombre que dio la pelea que él consideraba justa, y Alfonsín era un radical. Para serlo, fue mucho más allá de lo que consideraba necesario su propio partido, y el eje de la conciencia política del ex presidente era el poder partidario. En nombre de ese tipo de poder cometió graves errores, pactos en Olivos, que pagó el país. Pero aquella tarde de 1987, la frase completa fue “la casa está en orden, y no hay sangre en la Argentina”.
La memoria colectiva recortó el final. Pero yo escucho sobre todo ese final. Quizá sea que se murió. La muerte no debe canonizar a nadie, pero es inevitable pasar en limpio, poner en foco. Yo escucho “... y no hay sangre en la Argentina”, porque son palabras importantes. No se puede saber qué habría pasado si las cosas hubieran sido otras, pero algo es completamente cierto: Alfonsín nunca fue un líder revolucionario, y esta sociedad jamás podría haber tenido uno. No estamos llamados a esos cambios bruscos, sino al lento fluir de un sistema que nos evita el derramamiento de sangre. Alfonsín enfrentó aquel terrible dilema de los carapintada atrincherados y la multitud en la Plaza con su confeso y nítido punto de vista radical. Optó por asegurarse la continuidad de un sistema que ahora se encarga de esos juicios. Sería justo que de ahora en adelante recordáramos, al menos, la frase completa.
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