Martes, 7 de abril de 2009 | Hoy
Por Leonardo Moledo
Esto que voy a contarles ocurrió realmente.
Resulta que una vez por semana viene a mi departamento un fumigador que envía el edificio. Es un hombre mayor, de más de ochenta años, pequeño, delgado y de apariencia insignificante, que llega con un aparato (una especie de tanque de mano, que contiene el veneno) y que, cuando se va, después de haber exterminado cucarachas, hormigas, arañas y cuanta alimaña (excluyendo mamíferos) pulule por allí, me saluda diciéndome: “que Dios lo bendiga”, con dos dedos levantados hacia el cielo.
Pues bien: aquel día yo estaba releyendo a Copérnico (siempre vuelvo a Copérnico, a quien estoy tentado de aplicar la bella frase de Albert Schweitzer sobre Bach: “Bach es, pues, el fin. Nada proviene de él, todo conduce a él”, y lo haría si no supiera que en caso de Copérnico es falsa); estaba releyendo a Copérnico, decía, y el cucarachero estaba en la puerta yéndose, pero ese día, justo ese día, la bendición fue más larga y quizá por la proximidad de una fiesta de guardar, extendió la bendición a mi mujer y a mis hijos.
–Gracias –le contesté–. Igualmente. ¿Usted tiene hijos?
–No –me dijo–. Yo soy hombre de la Iglesia.
–Copérnico también –le contesté, cometiendo el gran error de mi vida–, era canónigo. ¿Por qué no me explica lo que es un canónigo? ¿Usted también es canónigo?
Y les aseguro que lo que sigue ocurrió realmente.
–No –me dijo–. Soy diácono.
–¿Diácono? ¿Y qué es un diácono?
Fue lo mismo que abrir una canilla directamente conectada al cuartel de bomberos; el chorro empezó a salir con una fuerza imposible de parar: me explicó la diferencia entre los canónigos y los diáconos, entre los canónigos y los diáconos y los curas; me contó que él no podía decir misa (o sí podía), pero que sí podía confesar (o no podía), pero que los canónigos y los diáconos se odiaban, aunque se unían frente a los curas, que a su vez los odiaban a los dos, y después de cuarenta minutos de transitar las diversas jerarquías eclesiásticas, me contó que él se había quedado en diácono porque no le habían dejado seguir el seminario.
–¿Quiénes no lo dejaron? ¿Sus padres? –pregunté, extenuado.
–No, mis padres no. Mis padres me apoyaban –me contestó el cucarachero–. Los que no querían eran ellos.
–¿Quiénes son ellos? ¿Y por qué no querían?
–Porque tenían miedo.
–¿Miedo?
Y les aseguro que lo que les cuento sucedió realmente.
–Tenían miedo porque todos sabían que yo estaba destinado a ser Papa –me dijo el cucarachero.
–¿Papa?
–Sí señor –me dijo.
Confieso que me impresionó. Al fin y al cabo, yo nunca había tenido el honor de hablar con alguien que tuviera la más mínima posibilidad de alcanzar el papado, que fuera ni remotamente papábile y resulta que ahora tenía delante mío a quien no sólo estaba predestinado, sino que estaba predestinado ineluctablemente a ser Papa en la persona del modesto, y en apariencia insignificante, cucarachero de mi edificio. ¡Y el futuro Papa estaba nada menos que en mi casa! ¡Era una experiencia fantástica, inenarrable!
Naturalmente, yo pensaba (y sigo pensando) que ser cucarachero, es decir, estar acostumbrado a exterminar insectos, o lo que venga, es un perfecto entrenamiento para el papado, especialmente en épocas de Benedicto XVI.
–Todos se unieron –me siguió contando. Los obispos se aliaron con las fuerzas del Diablo, y los cardenales se reunieron con los políticos, para que yo no terminara el seminario, no me ordenara sacerdote y pudieran usurparme el lugar.
–Entonces Benedicto XVI es un usurpador –le dije, contento.
–Por supuesto.
–¿Y Juan Pablo II?
–Especialmente –me contestó el futuro Papa–, a ese lo pusieron para combatir el comunismo, no para mayor gloria de la Iglesia, y para bloquearme el camino. Se unieron todos.
Y acto seguido, me empezó a explicar con todo lujo de detalles cómo se había montado la enorme conspiración: todos los estratos de Vaticano y el Colegio Cardenalicio se habían reunido con los políticos más importantes, con los grandes financistas, en fin, con los que deciden los destinos de este mundo (aunque apoyados sin duda desde el otro) en una especie de cónclave paralelo para encontrar la manera de cerrarle el camino, y así fue como le impidieron seguir en el seminario y ordenarse sacerdote.
A esta altura, les confieso que yo empezaba a dudar y me preguntaba si el cucarachero no estaría exagerando un poco. Y es que, la verdad, me resultaba increíble semejante confabulación política, eclesiástica y teológica para conseguir algo tan simple como impedir que el cucarachero terminara el seminario y se ordenara sacerdote. Además, parado ahí, con una mano en la manija de la puerta, parecía una persona tan simple, incluso tan insignificante, con su guardapolvo azul, el minúsculo tanquecito de veneno en la mano... Sí, estaba exagerando, sin duda...
Ya era hora de que se fuera. Con las precauciones del caso, eché una mirada de reojo a mi Copérnico, otra al reloj (ya la charla llevaba más de dos horas) y un poco mareado, le di la mano y abrí la puerta yo mismo.
Y entonces vi que en el palier empezaba una inmensa escalera de mármol y obsidiana, que se elevaba directamente hasta el trono de San Pedro, con incrustaciones de oro y de diamantes, y que al costado se alineaban cien cardenales vestidos con sobrepellizas verdes y mantos azules cuajados de pedrería, y que el ambiente estaba saturado con el olor del incienso, y de maderas preciosas, como el áloe, que se quemaban en los pebeteros, y que las antorchas alumbraban el camino que culminaba en el trono de oro y de rubíes, y el aire estaba cruzado por los cánticos que se elevaban como una misa de Gabrielli o un coral de Juan Sebastián Bach. El cucarachero empuñó firmemente el tanquecito de veneno, se sacó el guardapolvo azul, tomó el báculo que le tendían los altos dignatarios de la Iglesia y empezó a ascender hacia el trono de San Pedro.
Y yo pensé: ¡Dios mío, no va a quedar un bicho vivo en este mundo!
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