Jueves, 23 de abril de 2009 | Hoy
Por Sandra Russo
Siguiendo la ruta de una nota anterior, “Loca por las compras”, me encontré con un recuerdo. Pero antes de escribirlo, vuelvo a una idea planteada a aquella nota: el marketing de los shoppings está dirigido especialmente a las mujeres, y se apoya en los núcleos duros de expectativas que acarreamos desde que en nuestras infancias conocimos algunos cuentos clásicos, como La Cenicienta, La Bella Durmiente o Caperucita. No sólo han servido, esos cuentos, para que los parodien pésimas películas porno. También sostienen el impulso de volver a casa con algo que no necesitábamos y tampoco nos gusta taaanto. Las mujeres buscamos siempre el objeto mágico que nos está predestinado. El marketing de los shoppings se ocupa de que creamos que ese objeto está en venta y además es muy caro.
Hace unos años estaba dando vueltas muy temprano por el Alto Palermo, haciendo tiempo. En un local de ropa y zapatos vi a una amiga de una amiga mía. No nos conocíamos mucho, pero sí lo suficiente como para que yo estuviese enterada de que esa mujer, hermosa, de unos cuarenta años, con cara lavada, iba a internarse al día siguiente para que le sacaran un tumor que tenía alojado en un riñón. Me vio y tuve que acercarme. Yo estaba muy descolocada. No sabía qué decirle. Pero ella dijo:
–Mirá, si mañana me quedo en la operación, por lo menos me habré comprado estas botas.
Me dio una del par que había elegido. Eran de charol negro, con unos tacos muy finos y muy altos. Esas botas imposibles que usan las entrevistadas de Jorge Rial. Cuando la tuve en las manos me sorprendió que el cuero fuera tan finito, tan blando. Tenía la idea de que el charol era duro. Pero éste tenía siliconas. Las botas parecían rígidas, pero eran muy suaves. Debo haber puesto cara de sorpresa.
–Ah... ¿viste? –me dijo ella, riéndose–. Probátelas –me pidió.
Yo no tenía tiempo y andaba en zapatillas. No me dio tiempo a contestar. Se sentó en una butaca blanca y se las probó ella. Esa mujer que sabía que al día siguiente iba a pasar por la experiencia límite de esa operación puso en marcha otra operación, en este caso de símbolos, que presencié. Con su saquito rojo con botones de nácar y su pollera escocesa que terminaba apenas arriba de las rodillas, ella parecía con esas botas puestas una imagen arrancada de esas revistas para vestir a la muñeca. Las botas, para decirlo claro, eran botas fetiche, botas de Gatúbela, de puta. Nunca volvimos a hablar sobre el tema. Pero el recuerdo de esa mujer comprándose esas botas la mañana anterior a un día tan clave y temido, me quedó dando vueltas. No sé qué recorrido hicieron esas botas por su vida, que siguió y sigue muy bien. Pero a mí me quedó en la cabeza esa imagen, la de la desesperación que en lugar de solamente estremecer también abre una compuerta, desbloquea. No sé qué habrá buscado esa mujer aquella mañana, pero siempre sospeché que era el objeto mágico. El objeto que estaba allí esperándola, en una espera ficticia, que es la de todos los objetos.
Lo interesante no eran las botas, claro. Era su elección. El tono del llamado que ella escuchaba. Quizá una parte de sí que había quedado obstruida. Quizá algo atisbado con el rabillo del ojo, algo del orden de la ligereza más profunda.
Nuestra relación con los objetos, sobre todo los que nos ponemos sobre el cuerpo, nos habla tanto que a veces aturde. El consumo de imagen está tan incorporado a nuestras maneras de pensarnos, que apenas se despega un poco es muy interesante ver con qué clase de adhesivo lo llevamos pegado.
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