Lunes, 29 de junio de 2009 | Hoy
Por Juan Sasturain
Ayer a las tres de la tarde metí la mano en el cajón de la mesita de luz y saqué –del sobre que lo protege– mi documento de identidad. Es la Libreta de Enrolamiento que me dieron a los dieciocho años, en 1963. Me la afanaron al poco tiempo pero igual, en el duplicado, tengo apenas algo más de veinte, pelo negro prolijo y bigotes. Cuarenta años después –“ya no soy más / aquel muchacho oscuro”– nada queda en común con el de la foto sino el nombre y apellido, la huella digital que supongo –San Vucetich me proteja– me sigue siendo fiel. Del resto, ni hablar. Y sin embargo, no cambiaría mi baqueteada Libreta marroncita y maltratada por un DNI verde y flamante. Prefiero bancarme cada tanto la cargada, la mirada socarrona o el chiste fácil, a abandonarla por un modelo nuevo.
No tenía muy claro el porqué de mi obstinación pero ayer –al ir a votar al Colegio Nacional de Buenos Aires, donde me toca desde hace años– supe qué era lo que me hacía aferrarme a semejante despojo: es que ahí está registrada –y en ninguna otra parte mejor que ahí– la lista de mis elecciones de los últimos cuarenta y pico de años en la Argentina. Tengo llenados 26 casilleros con fecha, firma y sellito... Son muy pocos, en realidad, una vergüenza nacional; pero ésa es mi penosa biografía electoral si cabe decirlo así.
Y sería peor el promedio de años/elecciones si tuviera aún la libreta original-original del ’63. En aquel documento perdido quedó anclado el testimonio de mi único voto durante toda la década del sesenta: el 14 de marzo de 1965, elecciones legislativas durante el gobierno de Illia. Iba a cumplir veinte años y voté por primera vez. No sabía que no volvería a hacerlo –Onganía, Lanusse & Co de por medio– hasta siete años después... Así, el primer voto que tengo registrado en mi libreta actual y sobreviviente es el del 11 de marzo del ’73: el triunfo del Frejuli, “con Cámpora y Solano ganamos por afano”. Tenía 27 años y había votado sólo una vez.
En realidad, la idea de la Libreta en tanto texto en el que se pueden leer, descifrar, como en un papiro o una radiografía, los avatares de una vida personal y/o de un país en términos políticos, me la dio a las tres y media el encuentro –en el mismísimo lugar de votación– con alguien que quiero y admiro como a poca gente: Rogelio “El Pájaro” García Lupo. Más abrigado que de costumbre y tan perspicaz como siempre, Pajarito esperaba que terminara de votar su mujer. El ya lo había hecho en otro lado –“nunca cambié mi domicilio”, dijo feliz– y coincidimos en registrar el extraño fenómeno de la demora electoral femenina: las colas de las mesas de mujeres son siempre más lentas que las de los hombres... He escrito alguna vez sobre eso, haciendo un paralelo no necesariamente escatológico con el fenómeno de las colas del baño, en un artículo titulado “Se vota de parado”. Nada machista el planteo, terminábamos suponiendo –a la luz de los resultados– que no estaba nada mal tomarse su tiempo, sentarse (como suelen y deben las mujeres) a pensar y decidir sin apuro.
Pero iba a otra cosa: la Libreta del Pájaro, más precisamente. Como yo y mucho mejor que yo, García Lupo conserva su Libreta de Enrolamiento original y con ella vota. “Ya no me queda lugar para los sellos” me aseguró con orgullo. Le pregunté por su primera vez y me confirmó –como suponía– las presidenciales de 1951: Perón-Quijano contra Balbín-Frondizi. “Tendría que hacerte alguna vez una nota”, le dije. “Con la libreta abierta, iríamos pasando de elección en elección y me contarías en cada caso qué votaste, cómo fue...” Quedamos en eso. Pienso hacerlo. El Pájaro es uno de los testigos más inteligentes y sensibles del último medio siglo largo de política argentina y latinoamericana. Y no sólo por esa trajinada libreta, claro.
A las nueve y media de la noche, frente a la tele, palpitando resultados, verifiqué el cuarto puesto cómodo de mi candidato, le sumé el porcentaje a Pino y me quedé –de algún modo– conforme. Podría haber sido peor. En cuanto a la provincia de Buenos Aires, me dio un poco de asco que arrimara el bochín un tipo que cuando supo de la impugnación de la candidatura del torturador Patti se puso contento. Pero no porque se hacía justicia sino porque esos votos –lo sabía, lo sentía, lo deseaba–, esos votos iban a ir para él... Qué hijo de puta. Una vez más: permiso para vomitar.
A las diez, comiendo empanadas, mirando la tele, me acordé de la Libreta abandonada y firmada en el bolsillo interior de la campera, me limpié los dedos de grasa y fui a verificar cuántos casilleros libres me quedaban todavía, cuánto se supone que voy a poder votar y anotar. Seis, nada más y nada menos que seis.
Entonces me vine a escribir, sin saber muy bien qué, sobre las sensaciones del día. Si doy vuelta las páginas de la Libreta y miro hacia atrás, a contrapelo de la historia, el recorrido, el caminito de casilleros desde el ’73 como si fuera un juego de la oca, el resultado es un poquito triste: hay muchos retrocesos, saltos más o menos al vacío, pérdidas de jugadas, pocos puntos de avance. Tengo que hacer alguna vez la nota con el Pájaro, pienso. Pero podría hacerla solo también, con esta libreta mía.
Esta noche no voy a dormir bien.
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