Lunes, 29 de junio de 2009 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Jorge Majfud *
Ayer domingo 28 de junio por la mañana, los militares de Honduras rodearon al presidente y, mientras lo apuntaban con sus armas, le preguntaron por qué no había obedecido las órdenes del general Romeo Vásquez. Como el presidente pensaba que él debía dar las órdenes a sus subordinados, éstos lo invitaron a retirarse de la Casa de Gobierno. De ahí a un auto y luego a un avión de la fuerza aérea hasta Costa Rica.
Al mismo tiempo, todos los medios de comunicación del país fueron copados y se les sugirió por la fuerza no transmitir información que no fuera controlada directamente por el proceso democrático que se estaba llevando a cabo. Apenas pudimos escuchar las declaraciones del presidente depuesto al arribar a Costa Rica unos pocos periodistas que “ilegalmente” informaron al mundo de lo que estaba pasando y unos cuantos hondureños que nos mantuvieron informados vía electrónica.
Según las Fuerzas Armadas de Honduras, todo este proceso fue en defensa de la legalidad y la Constitución. Los militares se justificaron diciendo que recibían órdenes de la Corte Suprema. A pesar de que la Constitución hondureña no prevé este mecanismo para saltearse la autoridad de un presidente legal y legítimo, era necesaria una excusa para tontos. La declaración sólo demuestra que en Honduras se llevó a cabo un golpe de Estado con todas sus letras; en nombre de la “legalidad”, militares y jueces se pasaron por encima la misma Constitución.
Si en el pasado este trabajo de gorilas era propio de los altos jefes militares, ahora vemos que la misma ilegalidad está apoyada, promovida y justificada por el Poder Judicial de un país. La complicidad del Parlamento confirma esta práctica: las leyes se respetan siempre y cuando sirvan a los intereses de los sectores más poderosos de una sociedad.
Cualquier Constitución de cualquier país decente y democrático prevé la destitución de un presidente. Pero este proceso tiene determinadas condiciones y un número específico de etapas legales que garantizan su validez. Que yo recuerde, en ninguna Constitución democrática se prevé que el presidente puede ser tomado por la fuerza militar, secuestrado y expulsado de su propio país. Menos en nombre de la legalidad. Menos por orden de un puñado de jueces. Menos con la complicidad del jefe de un Parlamento que además es el opositor político del mandatario.
Todo lo cual demuestra hasta qué profundidad la cultura golpista sobrevive aún en las clases dirigentes de Honduras. Y no sólo de Honduras, lo que de paso sirve para estar alertas ante las viejas sobras de la historia latinoamericana.
Hoy defender al presidente Zelaya no es defender sus políticas ni mucho menos a su persona. Hoy, defenderlo, aun contra las instituciones (secuestradas) de Honduras, significa defender la democracia y cualquier estado de derecho en cualquier parte del mundo basado en el respeto a las leyes y la Constitución no sólo cuando conviene. Porque en una democracia las leyes y la Constitución no se corrigen rompiéndolas, sino cambiándolas. Algo que precisamente pretendía hacer el presidente secuestrado.
Lamentablemente, debo terminar esta breve nota de profundo repudio con las últimas líneas con que terminé la nota anterior al golpe: hoy Honduras se debate ante el desafío latinoamericano de enfrentar cualquier cambio político hacia la igual-libertad, hacia su destino de independencia y dignidad, o volver a los miserables tiempos en que nuestros países eran definidos como republiquetas o repúblicas bananeras.
* Escritor uruguayo. Escuela de Humanidades de Lincoln University.
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