CONTRATAPA
Patria
Por Sandra Russo
Desde que mi hija empezó el jardín de infantes, hace ya varios años, me llamó la atención su relación con la escarapela: le gustaba llevarla los 25 de Mayo o los 9 de Julio, le encantaba. ¿Por qué no iba a gustarle si sus maestras, que eran las que la instaban a hacerlo, festejaban sus mamarrachos, dejaban que expresara con libertad sus pensamientos, contenían sus angustias y escuchaban sus quejas? Yo me olvidaba de comprarle la escarapela: no fallaba. En cada acto escolar, ella me hacía un berrinche porque se daba cuenta de que el mío era un olvido jodido. En realidad no me olvidaba, más bien seguía ejerciendo mi rechazo abierto y declarado a los colores patrios. Nunca le hablé de patria. Nunca supe qué era.
O sí, y no me gustaba. O me daba miedo. A mí la escarapela me la habían puesto a punta de fusil en la estación de La Plata un día de 1977. Los soldados que me obligaron a prenderme la cinta celeste y blanca en la solapa lo único que hicieron, en realidad, fue confirmar algo que yo sospechaba desde mi más tierna infancia: si había una patria, era de ellos. De los soldados, de los generales. De los ricos, de los estancieros, de los ejecutivos, de las damas de beneficencia, de las directoras de colegio con bigotes, de los curas, de los obispos, de las doñas que ejercían el control de la moral en el barrio, de los sindicalistas, de los financistas, de la policía, de los punteros, de los concejales, de los que tenían palanca, de los coimeros.
Los que doblamos la curva de los cuarenta no teníamos muchos motivos para amar a la patria. Incluso dicho así todavía la frase me provoca una ligera náusea. Nacer aquí o nacer allá después de todo es un accidente. ¿Por qué prestarse a la fábula de ese “nosotros” accidental? ¿Por qué abonar con sentimientos ese accidente fronterizo que a unos les hace ser brasileños y a otros chilenos, y a otros argentinos? Abonándolo es como gente sensata, incluso buena gente, se vuelve absurdamente irracional y canta, según me indica la memoria, “el que no salta es un holandés”, o peor aún “los argentinos somos derechos y humanos”.
Cada vez que me olvidaba de comprarle a mi hija la escarapela, cada vez que ante su berrinche tenía que ir corriendo al kiosco a conseguírsela, me venía a la mente ese vil ser nacional con el que a mi generación le habían ametrallado la cabeza. Ese ser nacional también era un corral, el primero de todos: era libre cuando lo de la “laica o libre”, era antidivorcista, era antiabortista, era anticomunista, era el Gordo Porcel contando chistes verdes, eran Neustadt y Grondona editorializando la dictadura, eran los folkloristas que querían prohibir la música en inglés, eran los canas que “arreglaban”. Aquel ser nacional era frígido e impotente. Era presuntamente asexuado. Pero era perverso en el peor de los sentidos: su goce era reprimir el goce de los otros. Imágenes: primero era la Bristol y la foto con los leones de la Rambla y su discurso sobre lo lindo que es la familia unida, y después fue Punta del Este con las fiestas de los Macri, y su discurso sobre qué divertido es ser millonario. Todo era ajeno, era terriblemente ajeno. Pero era más que ajeno: era siniestro, porque agitando los valores occidentales y cristianos de aquel ser nacional fue que consecutivamente se fueron cometiendo los crímenes más impiadosos.
Hoy, pese a las metáforas a las que parece cada día más inclinado López Murphy, tengo la sensación de que ese viejo ser nacional está muerto. Creo que murió lentamente, mientras nosotros envejecíamos o por lo menos dejábamos de ser jóvenes revoltosos. Creo que comenzó a agonizar sin quenos diéramos cuenta y sin que le llegásemos a asestar ninguna cuchillada. Murió de ruin, de mentiroso. Murió de pacato, de soez. Murió atragantado con los billetes que permitió ganar oscuramente a algunos y con el hueco en el estómago que les impuso a millones.
Hoy, cuando todo está dado vuelta y la realidad sobrepasa las especulaciones de izquierda y de derecha, cuando es necesario también olvidar esas categorías para repensar la historia que se está escribiendo, tengo la sensación de que los argentinos hemos logrado salir por nuestros propios medios y dolores de aquel viejo corral. Junto a la práctica política tal como la conocimos cae, estruendoso, ese cerco mental en el que crecimos a gusto o a disgusto, esos valores agrios que inventaron para este país quienes fueron sus dueños. Si eso sucede, a lo mejor en el futuro nuestros hijos podrán hablar de patria. Y qué regalo les haremos si hasta pueden tenerla.