Sábado, 24 de octubre de 2009 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Estuve en la Feria del Libro de Frankfurt, en Alemania. La capital del libro. Centenares de editores, escritores, libreros, docentes, periodistas. Un mundo increíble. Hace tres cuartos de siglo, en ese país y en esa ciudad se quemaron libros. El fascismo brutal e ignorante. Hoy se reúne allí el mundo para hablar de una de las creaciones más dignas del ser humano: el libro. El saber. La búsqueda. La poesía. La otra faz del alma humana. Pasé horas paseando por esos pasillos con ventanas cargadas de libros, en todos los idiomas, de todos los continentes. El verdadero encuentro humano. El abrazo de las letras, de las ideas. El conocerse mejor. El maravilloso mestizaje cultural.
Me tocó hablar. A mí, que venía de un país donde se quemaron libros, donde asesinaron a escritores, a docentes, a estudiantes. Es decir, se intentó en vano destruir la vida. Mis libros fueron quemados en mi país argentino por el teniente coronel Gorleri bajo el lema “Estos libros se queman por Dios, Patria y Hogar”. El teniente coronel Gorleri hoy cobra retiro de general de brigada y nunca pagó por su cobardía.
En el programa hubo un extenso programa de intervenciones de escritores argentinos. En mi primera intervención no pude menos que hablar de Roberto Arlt, el profundo creador, el escondido poeta y filósofo de habla popular. Sí, era justo para este escenario. Sus padres venidos de Alemania. Roberto, argentino de primera generación. Describió como pocos a los argentinos, porque era un porteño perfecto, que conocía todos los rincones de la ciudad y sus ojos no quitaban su vista de la gente de las calles, de los boliches, de las estructuras burocráticas. Leí, ante el público, una de sus páginas magistrales. El fusilamiento del anarquista Severino Di Giovanni llevado a cabo por las huestes del general Uriburu, en esa cerril dictadura militar de los años ’30. Roberto Arlt concurre como periodista del diario El Mundo. Da todos los detalles de la muerte de un valiente. Pero sin ningún adjetivo calificativo. Describe los movimientos y palabras de la víctima y de sus verdugos, tal cual. Sin acusaciones ni lástimas. Para presenciar el fusilamiento, las autoridades permiten la concurrencia de la gente de bien, que llega a la cárcel esa madrugada después de haber concurrido a banquetes o bailes. Luego del fusilamiento, algún espectador se ríe. Esto da vergüenza a Roberto Arlt, quien finaliza su crónica con estas simples palabras: “Pienso que a la entrada de la Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara: ‘Está prohibido reírse. Está prohibido concurrir con zapatos de baile’”.
En esas palabras está toda la moral de esa clase. Al genio literario le bastan esas palabras para atestiguar de toda la superficialidad y sevicia del verdadero poder argentino.
Luego me invitaron a leer, en el acto final de la feria, una página histórica-literaria, cuando China –protagonista de la feria de este año– le entregaba el título a la Argentina, ya que la próxima feria estará dedicada a ella, por el Bicentenario de la Revolución de Mayo. Elegí no aquello que sublimara a grandes escritores famosos ni a políticos consagrados, sino a los seres más humillados de nuestra sociedad. Leí el episodio de las prostitutas de San Julián, la reacción de esas pobres mujeres que rechazaron a los soldados que acababan de fusilar a mil quinientos peones rurales patagónicos en el año 1921. Esas mujeres fueron los únicos seres que llamaron “asesinos” a los militares triunfantes.
Así les fue: fueron arrojadas a los calabozos y debieron partir de San Julián.
Es decir que no nombré, como es habitual, a las figuras distinguidas sino a aquellas que dieron la cara, sabiendo que no gozaban de ninguna protección y que la “gente honesta” de la sociedad les iba a hacer pagar su culpa de decir la verdad. Pero en la Historia siempre triunfa la ética. Tuve la satisfacción de nombrar a esas valientes mujeres en la Feria del Libro de Frankfurt. Allí jamás se laureará a los represores patagónicos; y en el caso de que se los nombre, será para que logren el desprecio definitivo de las próximas generaciones. Las pobres “pupilas” de San Julián jamás soñaron que sus nombres serían pronunciados con admiración tan luego en el centro de la cultura del mundo.
El año próximo, pues, la Argentina estará en el primer plano de la Feria del Libro más grande del orbe. Deberemos llevar allí nuestra realidad, que también es la de todos aquellos que luchan desde los lugares más lejanos y sin poder, por más dignidad.
Mi deseo es que también la Feria del Libro de Frankfurt se transforme en un encuentro de escritores que debatan sobre soluciones y sueños a realizar. Cambiar un arma por un libro. Un soldado por un poeta. Que sea una guía de búsqueda de la paz eterna entre los pueblos. Que se formen lazos tan fuertes que detengan toda agresión de los poderes formales. “La intelectualidad da la cara”: éste podría ser el lema que los encuentre y los reúna.
A mi regreso a la Argentina me encontré con una noticia: que la Comisión del Bicentenario me otorgaba una medalla junto a otras personas. Me gustó porque entre esas personas había docentes, investigadores de la ciencia, protagonistas del arte escénico, representantes del arte, de las ciencias jurídicas, es decir, de toda la gama que lucha por el progreso verdadero de una sociedad, sin haber mirado nunca el provecho propio, ni la figuración. Fue hermoso encontrarse con esa gente, conversar con ellos, ya llegados casi todos a la época del cabello blanco y el temblor en las piernas al subir las escaleras.
Claro, la sorpresa la tuvimos cuando vimos que las medallas las iba a entregar Mauricio Macri. Pero resolví aceptar la mencionada medalla porque cuando Carlos Ares, el organizador de esa Comisión del Bicentenario, leyó mi biografía, hizo hincapié en mi denuncia del fusilamiento de los peones patagónicos, hecho que nunca había sido reconocido por ninguno de los representantes de las clases responsables de ese crimen político. Al darme esa medalla Macri, de alguna manera, estaba reconociendo que yo había denunciado la absoluta verdad histórica. En cambio los radicales, que llevan sobre sus hombros la responsabilidad de aquella cruel represión durante la presidencia de Yrigoyen, siguen callando. Con el silencio no se lavan las culpas, al contrario, se agranda esa responsabilidad.
Luego del acto de recibir la distinción, en declaraciones a los medios señalé que esa medalla la dedicaba a todos los seres humanos que duermen en las calles de Buenos Aires –muchos de ellos, niños– y que últimamente son reprimidos con violencia por ese nuevo grupo pseudo policial creado por el gobierno de la denominada Ciudad Autónoma de Buenos Aires, comandada por Macri.
Justo cuando salí del Teatro Presidente Alvear, al acabar el acto, en plena calle Corrientes, había un ser tirado en el suelo, acurrucado de puro frío. Me detuve, le di unos pesos. Lo aceptó, se levantó sin agradecerme –cosa que me pareció justa– y vi cómo se lanzaba a comprar cigarrillos. Tal vez el único remedio para combatir el hambre y el frío. Pude ver en sus ojos el retrato de una sociedad injusta que encima castiga en vez de ayudar.
La ciudad tendría que estar preparada para casos así y tener casas donde la gente sin domicilio pueda pernoctar. En este sentido hay que imitar a países como Alemania, donde se da refugio todas las noches desde las 22 hasta las 7 de la mañana a gente sin medios ni techo. Y no apalearlos o pegarles puntapiés o empujones, como ha quedado registrado en diversas denuncias que se han hecho últimamente en esta ciudad.
Entonces, medallas sí; pero antes que medallas, techo para los sin techo. Es la primera de las responsabilidades de un hombre que gobierna una ciudad.
No pensar así significa crear violencia.
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