CONTRATAPA
Dialéctica del director y la orquesta
Por José Pablo Feinmann
Durante la semana que se extendió del 16 al 23 de noviembre Buenos Aires vivió un acontecimiento trascendente. Ocurrió en un multitudinario Teatro Colón, colmado, desbordado por fervorosos amantes del arte del piano tal como lo desarrolla Martha Argerich y por muchos otros/otras que penetraron en esa sala tradicional con curiosidad, con bermudas y con ombligos al viento. Pocas veces fue más popular el Colón, pocas veces se escuchó en él tan buena música. Cierta vez leí a un crítico y el crítico decía aborrecer esas salas en que la gente escucha una orquesta en silencio. Buscaba exaltar el clima bullicioso y corporal de los conciertos de rock, con el que nadie puede estar en desacuerdo, sobre todo si quiere sacurdirse un poco. Pero la visión de dos mil personas (la noche del sábado 23) escuchando en absoluto silencio a “su” Filarmónica de Buenos Aires, dirigida por Charles Dutoit, tocar los Cuadros de una exposición de Mussorgsky, era la perfecta muestra de una muchedumbre capaz de seguir con absoluta compenetración a una orquesta espléndida, a una partitura genial, la de Mussorgsky, y a una orquestación no menos genial, la de Ravel. Aquí se produjo un hecho que podríamos calificar de “social” y hasta “político”.
Charles Dutoit es uno de los más formidables directores de orquesta que existe, hoy, sobre este mundo. Acompañó a Argerich en su festival y logró, con la Filarmónica de Buenos Aires, interpretaciones memorables. La fabulosa pieza orquestal con que concluyó el festival estuvo a su cargo y fue, como he dicho, la de Mussorgsky. Cuadros de una exposición ofrece todas las posibilidades a una orquesta. Dutoit y la Filarmónica las explotaron todas. El “cuadro” final de la partitura de Mussorgsky es de una grandeza indefinible, porque tal vez esa grandeza sea inexpresable salvo por sí misma, por la música. Las dos mil personas que estaban en el Colón escuchaban electrizadas. La obra concluye y la sala estalla en aplausos de entusiasmo, emoción y hasta de gratitud. El director Dutoit saluda, sale del escenario, entra, saluda otra vez y sale. Entonces ocurre el fenómeno. La orquesta queda sola, queda sin director. Y los aplausos crecen y hasta tienen la extraña sonoridad de una conquista, de la alegría de un triunfo que no se esperaba. Porque todos esperaban que Argerich fuera, como fue, genial, o que Dutoit dirigiera impecablemente, pero no esperaban que el organismo estatal, municipal, que la sacrificada orquesta del sacrificado país sonara como sonó. Se aplaudió, entonces, a la orquesta. Los músicos se pusieron de pie y recibieron la ovación agradecida del público. “El público (escribió Federico Monjeau; junto a Diego Fischerman, nuestro mejor musicólogo) es especialmente sensible a la transformación de la orquesta local en un gran instrumento de lujo, con todo lo que esto significa en el momento presente y con toda la carga adicional que presta una orquesta sinfónica como metáfora social”. Es poderoso ver a más de cien músicos tocar juntos y llegar juntos y a tiempo a todos los lugares de la partitura, aun a los más difíciles, aun a los imposibles.
La primera y fácil lectura de este hecho, en el plano político, sería que avala la teoría del líder imprescindible, del hombre providencial que logra aunar los esfuerzos de un país y hacerlo sonar como una gran orquesta sinfónica. Hitler, sin duda, debe haber creído que él hacía sonar a la nación alemana como Herbert von Karajan la Cabalgata de las walkyrias. Si la metáfora Dutoit-Filarmónica de Buenos Aires va a ser leída con tal simpleza, no me molestaría retirarla de inmediato. Es demasiado sencillo el símil director de orquesta-dictador. Hasta tiene su espacio en el lenguaje popular: “el que tiene la batuta” se dice para designar a quien tiene el poder, o “la manija”. Bien, no. De aquí que mipropuesta sea la de una lectura dialéctica de la relación director-orquesta sinfónica. No olvidemos algo: en el final, la que permaneció sobre el escenario, sola, recibiendo la ovación de “su” público argentino fue la Filarmónica de Buenos Aires. La orquesta necesita un director. Y cuanto más apto sea el director mejor va a sonar la orquesta. Pero no hay director sin orquesta. La orquesta le es tan sustancial al director como el director a la orquesta. A este mutuo condicionamiento llamo, pudorosamente, dialéctica. Son dos conceptos que se condicionan, que no pueden existir uno sin el otro, que a veces colisionan, se antagonizan y llegan, por fin, a una síntesis final armónica, pero una armonía en la que laten, enriqueciéndola, las viejas contradicciones, late una historia, un desarrollo, la paciencia, el dolor de lo negativo, los caminos arduos de la verdad, de la plenitud que nunca se conquista de entrada, en un solo surgimiento, sino que siempre requiere una elaboración de la que no está ausente el sufrimiento, la ruptura, el desgarro. Todo lo inmediato es incompleto.
Estas líneas (basadas en la metáfora social de los dos mil oyentes del Colón aplaudiendo a Dutoit y a la Filarmónica) se escriben, lo sé, a días del aniversario de los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre del pasado año. Conceptualmente esas jornadas establecieron, en política, la horizontalidad, las teorías del contrapoder, el asambleísmo, la democracia directa, Holloway, la multitud de Toni Negri, el rizoma deleuziano y otros elementos teórico-políticos destinados a expulsar de la política todo posible liderazgo. Debemos discutir si, luego de un año, eso ha funcionado. Será, para mí, tema de otras notas y de otros diálogos. Pareciera –adelantándome– que la horizontalidad perenne culmina en la impotencia, en la asamblea interminable, en la discusión paralizante. Un punto de vista funda una dictadura. Mil, la imposibilidad de una organización. El problema del horizontalismo radica en que, si no se resuelve, desemboca en la parálisis. Ocurre que, para resolverse, pareciera tener que negarse a sí mismo y establecer estructuras con algún nivel de verticalidad. Este es un problema que, a lo largo de un año, debemos preguntarnos si las asambleas han resuelto.
Entre tanto, la metáfora (sin duda desafiante) de la orquesta sinfónica puede dinamizar el debate, siempre y cuando, insisto, no se la reduzca al simplismo de la “batuta totalitaria”. Pero, en un apresurado esquema, la cuestión sería así: hay una partitura (un texto fundacional, constituyente) que todos acuerdan interpretar. Hay una gran orquesta dispuesta a hacerlo. Para ello ha elegido a un director que combine sus esfuerzos, que armonice sus disonancias, que busque la afinación perfecta de cada instrumento (ni un solo metal sonó inadecuado en la interpretación de Mussorgsky). El director está al frente del organismo orquestal. El director sería: 1) El Estado; 2) La clase dirigente. Dirigen pero saben que lo hacen porque han sido elegidos para hacerlo y que, en caso de hacerlo mal, la orquesta los expulsa. ¿Cómo? Se va. Imaginemos la situación: un director dirige mal, la orquesta, harta de la situación, se levanta y se va del escenario. El director queda solo. No tiene a quién dirigir. En su soledad radican su impotencia y su derrota.
Insisto en algo: útiles o no, estas líneas responden a una emoción colectiva. Dos mil personas, habitantes de un país acosado por disonancias terribles, por desacoples perpetuos, por directores e intérpretes ineptos y corruptos, se emocionaron al escuchar a un organismo municipal, burocrático, mal pago, sonando como una de las grandes orquestas del mundo bajo la convocatoria creativa y tenaz de un director genial, a quien por todos los medios, hoy, se busca conservar en el país. Algunos evocarán esa película de Fellini, Ensayo de orquesta. Vale. Otros no evocarán nada y se preguntarán qué ocurrió ahí, qué sintieron esos dos mil seres quetransformaron en un hecho social una partitura de Mussorgsky, maravillosamente interpretada.