CONTRATAPA
El olor de la muerte
Por Osvaldo Bayer
Junto a un libro de Bakunin que lleva el título de Clima de barricadas y cielo de Revolución me encuentro aquí, en Alemania, con los diarios de la primera semana del 2003. Todos tienen escrita la palabra: Krieg, Guerra. El semanario Die Zeit comienza el año nada menos que con el título: “La guerra falsa”. Y las páginas se llenan con la discusión: “¿Entra Alemania en la guerra o se abstiene de acompañar a Bush?” La TAZ titula así: “Fischer: sí, sí, no, no”. Fischer es el ministro de Relaciones Exteriores alemán y representante de los verdes. Hasta ellos calculan. Calcular la guerra. O tienen miedo de perder el ómnibus o han pasado a ser los oportunistas de siempre: comienzan por la izquierda y luego son los mejores ejecutores de la “política correcta”.
La guerra, por milésima vez la guerra. Millones de jóvenes muertos “por la Patria” cuando en realidad lo han hecho para que aumenten las ganancias los fabricantes de armas o los accionistas que saben apostar. Los millones de cadáveres podridos en las trincheras de jóvenes apenas salidos a la vida; los prisioneros muertos de frío en los campos sin pan, los destrozados por la metralla, por las bombas. Y el mundo sigue obedeciendo a los sátrapas, a los dictadores, a los ridículos payasos de las Casas Blancas o Rosadas. Krieg, War, Guerra, orfandad, hambre, frío, muerte, abandono, ruinas, sangre, podredumbre, podredumbre, podredumbre.
Sí, sí, no, no. La Paz no puede tener dudas. Los pacifistas no tienen padrinos ni mafias. Los noticieros traen el embarque de marineros norteamericanos en barcos hacia las regiones árabes. Sonrientes, como si fueran a jugar un match de básquet. Van a matar o van a morir. A apretar el gatillo para matar a otro como él que verá venir la muerte. Por qué, para qué. Pero ¿cómo van a jugar con la Muerte? No lo harán por el cielo de la Revolución ni por las auroras de las barricadas, pensando en algún ideal. No, lo harán porque se lo manda algún suboficial sin seso o algún oficial que eligió el uniforme porque quería aparentar ser alguien. Lo traerán envuelto en la bandera que sirve para todo y quedará enterrado para siempre sin haber probado jamás lo femenino. Se llenarán de barro y mierda sin haber visto jamás volar a los ángeles ni tener abrazado a un niño junto a su cuerpo. Guerra. La guerra de los malditos políticos representantes de la Bolsa, de los malditos generales, de los chatos almirantes, de los brigadieres sin cabeza.
Justo en estos días de mugriento rebusque de razones para izar la bandera de las estrellas del pantano –y donde sólo ayuda un coral de Bach, el Dios de la música– se dio la investigación histórica televisiva sobre la matanza de la población armenia en la Primera Guerra Mundial en manos de los turcos. La guerra, una vez más. Allí está toda la crueldad de la que es capaz el ser humano cuando se le da la oportunidad de practicar la bestial costumbre de las guerras. A los hombres los ahorcaban o los mataban a palos, a las mujeres con los niños las hacían caminar kilómetros sin alimentos, sin agua para beber, a latigazos, les quitaban la ropa y a las mujeres las violaban. Los turcos uniformados del ejército y la gendarmería. Conocemos a esos uniformados de todos los países, que se convierten en bestias apenas se les da vía libre.
Después de que se descubrieron los documentos oficiales de los consulados alemanes en Turquía y las fotos tomadas por fotógrafos alemanes ya no quedan dudas del genocidio. Aunque Alemania era aliada de Turquía en esa guerra del ‘14 al ‘18, los consulados alemanes informaron a Berlín paso por paso del cobarde genocidio de los turcos contra los armenios. Del que nunca se habla. Por algo será.
En forma cínica, faltando a la verdad y a todo rasgo humanitario, los gobiernos turcos actuales se niegan a reconocer el genocidio de más de un millón de civiles desarmados. Es lamentable oír a periodistas ygobernantes turcos tratando de explicar la matanza como si no hubiera pasado nada, algo así como una pelea entre vecinos. Y el silencio de los intelectuales, su cobarde silencio, que ni siquiera piensan lo que tiene que haber sido el sufrimiento de esas madres cuando veían morir uno a uno a sus hijos de sed y de hambre. Sí, realmente la falta de reacción del pueblo turco ante este crimen cometido por sus antepasados habla de la falta de libertad y de humanismo que reina en esa sociedad.
Cuando uno escucha a esos políticos turcos y periodistas tomar con sorna la horrible tragedia da la impresión de oír a los militares argentinos cuando se les pregunta sobre el sistema de desaparición de personas. Armenia fue destrozada como país y comenzó la diáspora que los ha llevado a todas partes del mundo. En la Argentina hay una fuerte colonia armenia que llega a más de cien mil personas, con sus escuelas, sus iglesias, sus clubes.
La única justicia que alcanzó el pueblo armenio fue a través de un estudiante –a quien los turcos le había matado a toda la familia–, quien en Berlín esperó y mató a balazos al gobernante turco que había dado la orden de exterminar al pueblo armenio. El estudiante armenio lo hizo en nombre de la ley no escrita del derecho de matar al tirano. Y por eso los tribunales de Berlín lo absolvieron de culpa y cargo y se convirtió en un verdadero héroe de su pueblo perseguido.
Sin ninguna duda, para poder entrar en el conjunto europeo de naciones, Turquía va a tener que reconocer finalmente la matanza, devolver los territorios robados al pueblo armenio y pagar las indemnizaciones correspondientes. Si no, sería una hipocresía, sería dejar de fijar el antecedente de terminar con los genocidios de otros pueblos y con sectores de su mismo pueblo, como ha ocurrido con la Argentina. En nuestro país acaba de morir tranquilo en su cama, rodeado por sus “compañeros de arma”, el genocida y ladrón oficial de la Armada nacional capitán de fragata Francis William Whamond. Este, torturador de decenas de jóvenes mujeres, cometió el “acto patriótico” de torturar y asesinar a tres empresarios mendocinos y al mismo tiempo quedarse con sus propiedades. Un verdadero acto heroico de este oficial de la Marina de guerra argentina. Pero el Círculo Naval –que reúne a los oficiales de la Marina– lo premió en su deceso con un aviso fúnebre –como lo constató en este diario la periodista Susana Viau– donde lo trata de “estimado socio vitalicio”. Esto lo dice todo. Si una organización oficial trata así a un torturador, asesino y ladrón, qué podemos pensar que es, en sí, esa organización. Constituyen los refugios de los que quieren volver, de los que no han pedido ni siquiera disculpas por sus crímenes por la herencia vergonzosa que dejan a sus familias y a su arma. Pues bien, claro, por ese proceder y por la cobardía de nuestros políticos del Punto Final, Obediencia Debida y perdones diversos, todo lo que parezca militar será despreciado por aquellos que quieren sostener una sociedad de la honestidad y la limpieza de sentimientos. Así, con esa reacción del Círculo Naval, las velas que desplegará en los mares del mundo la fragata “Libertad” siempre presentará en sus manchadas velas los retratos de los genocidas, desde Massera hasta Francis Whamond, y la sangre de la juventud argentina asesinada por esos verdugos pagos.
Los Hijos de los asesinados jóvenes han demostrado un conducta ejemplar: Formar la guardia de la decencia en el Hospital Naval donde agoniza el máximo verdugo: el almirante Massera. Dejémosle el cargo, se lo merece. Es un almirante argentino con todas nuestras condecoraciones. No sólo un genocida sino también un vil ladrón, al quedarse con las herencias de sus víctimas.
A la guerra por miedo de quedar mal con Bush, a la cobardía de todo un pueblo, el turco, de reconocer uno de los crímenes más abyectos de la historia humana, se agrega la insensibilidad de nosotros, los argentinos,cuidando a nuestros torturadores en lechos del bien público, mientras nuestros jóvenes eran arrojados desde aviones al río. Somos la Argentina de Alfonsín, la Argentina de Menem, la Argentina de De la Rúa, la Argentina de Duhalde. Crimen y mafia, misa y uniformes, el Himno Nacional. Pero también somos la Argentina de Darío y Maximiliano.