EL PAíS › PANORAMA POLITICO
El país de lo incierto
Por Luis Bruschtein
El 2002 capicúa no empezó el primero de enero ni terminó el 31 de diciembre sino que se inició el 19 de diciembre de 2001 y finalizó el 20 de diciembre de 2002. Fue el final de un ciclo que comenzó el 24 de marzo de 1976, la caída estrepitosa de un modelo de organización económica, social y cultural que empobreció al país y a su gente, que destruyó al Estado, corrompió a los partidos políticos e instaló el hambre y la desocupación.
Durante 2002 hubo 14 mil movilizaciones de todo tipo en todo el país, surgieron nuevos protagonistas como los piqueteros y las asambleas, nuevos paradigmas de construcción social y política, como el propuesto por la Central de los Trabajadores Argentinos (CTA) o el expresado de hecho por los desocupados de la Aníbal Verón. Y los partidos de izquierda tuvieron un protagonismo que prácticamente no habían tenido en muchas décadas.
Fue un año de transición y de incertidumbre, doce meses que difícilmente se prolonguen mucho tiempo con esas características porque no hay sociedad que soporte largos períodos sin metas ni objetivos claros y sin que se visualicen con claridad las nuevas fuentes de decisión y poder en el escenario político.
La caída de un orden que imponía un discurso único y una sola visión a la que se subordinaban las principales fuerzas políticas, el desplome de un ordenamiento económico que se basaba en el endeudamiento y despreciaba la producción, se produjo sin que existieran alternativas explícitas en el plano político, tanto de los sectores del poder económico como del campo popular, que pudieran orientar esa transición. La coalición radical-justicialista bonaerense acompañada por algunos jirones del Frepaso, que encabezó el presidente Eduardo Duhalde, trató de apoyarse en el capital concentrado de la industria exportadora y del campo, pero el intento fracasó a poco de iniciado y el Gobierno se limitó entonces a acompañar el caótico juego de presiones, lobbies y aprietes sectoriales con que se fue reacomodando la economía. Un gobierno con poca fuerza y legitimidad limitada sólo estaba en condiciones de acompañar ese proceso que conllevó una devaluación y un default obligados y la extensión masiva de los planes para desocupados que impidiera el estallido social. Incluso los principales actores económicos avanzaron con timidez hacia los nuevos espacios que se abrieron –más por desconfianza que por falta de capital– a la espera de un gobierno con más horizonte en el tiempo y mayor capacidad de decisión para imponer reglas de juego.
Con un escenario nacional y mundial cambiado, este principio del 2003 en Argentina parece la largada de un Pellegrini con los caballos inquietos en las gateras. Pero nadie sabe cuánto corre cada caballo. Los partidos y los dirigentes tradicionales se manejan con criterios de inercia, según lo que representaban hace dos años, y siguen con ansiedad los resultados de innumerables encuestas que se contradicen y se anulan unas con otras y cuyos resultados van cambiando en semanas o en días. Nadie sabe con exactitud lo que representa en estos comicios y se manejan con suposiciones, esperanzas y mucho bluff. Los radicales saben que esta puede ser la peor elección de su historia y pese a ello disputan con una ferocidad rayana en el ridículo sus candidaturas. La mayoría de los analistas suponen que el ganador será un justicialista, algo que quedaría casi fuera de discusión si consiguen imponer su proyecto de Ley de Lemas, pero todos los precandidatos declarados de esa fuerza son una incógnita, nadie sabe cuál será el verdadero potencial de Carlos Menem, de Adolfo Rodríguez Saá o Néstor Kirchner, y además juegan con cartas tapadas (Eduardo Duhalde, Felipe Solá y Carlos Reutemann), que en una intrincada contradanza florentina no terminan de decidir si se presentan.
El Frepaso se atomizó y sus partes acompañarán alguna de las otras fórmulas o presentarán propias y el ARI con Elisa Carrió sube y baja en las encuestas con aspiraciones a llegar al ballottage. El centroderecha con Ricardo López Murphy avanza y retrocede según las internas de la UCR yel PJ. Los partidos de izquierda esperan capitalizar el descontento y crecer en votos pero no aciertan a detener la tendencia a la dispersión y parecen en realidad enfocados a dirimir una interna que demuestre cuál es la mayor fuerza de izquierda organizada del país.
La única certeza, que era la gran cantidad de votos bronca que se esperaba, también parece diluirse tras un año de mucha incertidumbre. Es difícil saber qué pesará más, si la bronca con los partidos y los políticos o la necesidad de terminar con una incertidumbre que se convierte en frustración ante la dificultad objetiva para transformar ese movimiento de protesta en una herramienta política que la exprese con nuevas propuestas y actitudes. Pese a que sólo se trata de elegir presidente y vice, y por lo tanto las expectativas tendrían que ser aún menores que en una legislativa como la de octubre del año pasado, es probable que el voto bronca sea menor que en esa ocasión.
En realidad, la incertidumbre llega incluso a las posibles elecciones. Son pocos a esta altura los que están convencidos de que efectivamente podrán votar en abril, porque el enfrentamiento en el seno del PJ entre Duhalde y Menem determina fechas y acciones. Y el precario acuerdo alcanzado por los justicialistas para impulsar una más que polémica Ley de Lemas no tiene asegurado su convalidación. Por el Congreso primero y, si pasa, por una Justicia que siempre la consideró inconstitucional. No se sabe quién puede ganar esas elecciones ni el alcance de una u otra fuerza. En realidad, ni siquiera se sabe si habrá elecciones. Es el país de lo incierto.
La confusión evidente en el plano de la política parece contradecirse con la realidad de movilizaciones, actos y marchas masivas y casi permanentes a lo largo del año y relativiza la idea de que sólo con ellas se puede gestar una propuesta de poder popular o de izquierda. Por el contrario, lo que pone de manifiesto es la existencia de un espacio concreto que no se llena y de una expectativa que no es satisfecha por quienes deberían asumir la responsabilidad de hacerlo, tanto desde el movimiento social como desde los partidos populares y de izquierda.
La expectativa puede entonces desembocar en desilusión entre quienes reclamaron protagonismo y salieron a la calle en la rebelión del 19 y 20 de diciembre de 2001 y después de un año deben asistir como expectadores a la pelea por el título pesado entre Duhalde y Menem sin tener o reconocer una voz propia para terciar en una disputa que nuevamente decidirá sus destinos. Hasta el mismo movimiento piquetero, muy vulnerable por su dependencia de los planes Trabajar y el poco tiempo de consolidación de muchos de los agrupamientos, corre el riesgo de dispersión de sus bases si no acierta a formular una propuesta política que contenga a los distintos grupos más allá de las estrechas filas partidarias. De los dos millones de planes que se distribuyen, el movimiento piquetero organizado maneja algo más de 200 mil y es seguro que el PJ, cuando tome un poco de oxígeno, tratará de recuperar ese espacio.
Son pocos los que creen que en estas elecciones, si es que las hay, se podrían generar cambios de fondo, no porque las elecciones en sí no sirvan, sino porque no existe una fuerza capaz de concretarlos. Las elecciones pueden generar cambios si existe una organización política sólida para realizarlos. La adhesión electoral por sí sola es volátil y no genera compromiso por parte del votado ni del que vota, como se ha demostrado en otras experiencias a lo largo de los años. Sin embargo, en un país donde todo es incierto, donde la incertidumbre política es el contexto de la crisis económica y social, estas elecciones de abril, si se realizan, tendrían por lo menos el mérito de dibujar el nuevo mapa político de la Argentina, confirmarían estrategias o terminarían con ilusiones, cerrarían debates infinitos y estériles o les darían un marco de razonabilidad. Porque en el país de lo incierto todos pueden tener la razón y todos dudan de que la tengan. Y sobre todo porque la incertidumbre sin proyecto en el campo popular es la madre de los gobiernos de derecha.