Jueves, 23 de diciembre de 2010 | Hoy
Por Juan Forn
Si algo me hace pensar en él es el sol pleno del verano. Y sin embargo lo conocí en invierno y de noche: una noche de invierno de 1976, una noche entre semana, porque yo estaba con uniforme del colegio y ella también. Ella era un par de años más chica que yo, se llamaba Verónica y era una de las hijas del poeta Héctor Viel Temperley. Estábamos ahí, en la puerta del BarBaro, porque ella quería que yo conociera a un poeta de verdad, un tipo que había dejado a su mujer y a sus hijos, además de su cómodo trabajo y su clase social, para dedicarse a escribir poesía. Había poca gente adentro, Hetomín (así lo llamaban sus amigos, así lo llamaban sus hijos) no había llegado, pero igual preferimos esperar adentro, porque uno no se quedaba parado esperando en la calle, de noche, en esos años –era algo que se sabía aunque no se supiera ni el diez por ciento de lo que estaba pasando–. Un rato después, ella vio venir a su padre, nos presentó y, por lo menos en mi recuerdo, nos dejó a solas. Durante la hora que siguió, por primera vez en mi vida yo pude escuchar cómo pensaba un poeta de verdad. En mi recuerdo, Viel fue el primer adulto que me habló como un igual. No fue culpa de él que yo no entendiera nada, que creyera que me estaba hablando sólo de poesía cuando él repetía la palabra riesgo.
Seis años después, a seis cuadras de distancia, volví a encontrarme con él. Su nueva base de operaciones era un bar con mesas en la calle sobre Carlos Pellegrini, a metros de Santa Fe, al lado del edificio donde estaban las oficinas de la Editorial Emecé, donde yo trabajaba de cadete. A las ocho menos cuarto de la mañana, el único otro habitué de aquellas mesas en la vereda era el Coco Basile, que desembocaba ahí con sus amigotes cuando cerraban el cabaret Karim, en la otra cuadra. Viel iba por el sol: con tal de aprovechar los primeros rayos de sol, a veces llegaba adelantado y se cruzaba con el Coco y su pandilla, que odiaban el sol pero odiaban más irse a dormir.
En una de esas mesas a la calle, a fines del ’82, Viel me dio un ejemplar de Crawl que acababa de imprimirse (me lo regaló de pura chiripa, porque fui el primero con el que se cruzó cuando volvía con el paquete de la imprenta: estaba tomándose un cafecito al sol, con la pila de libros en la silla de al lado, cuando yo bajé del colectivo a cinco metros de su mesa). En otra de esas mesas esperó mientras yo robaba para él, de la biblioteca de Emecé, un ejemplar de Humanae Vitae Mia, el único de sus libros de poemas cuya edición él no había tenido que pagar de su bolsillo, el único del que no le quedaba ningún ejemplar.
Para entonces yo ya había perdido lo mejor de la inocencia que tenía al entrar en el mundo de la literatura y creía que un poeta que se pagaba la edición de sus libros no era un poeta importante. Además, en esa época Viel hablaba de Dios todo el tiempo, un dios luminoso y panteísta y demasiado cristiano para mi gusto, aunque él lo hiciera aparecer en sus monólogos interminables entre legionarios y marineros y cosacos y nadadores de aguas abiertas y domadores de caballos. La última vez que lo vi en la terraza de aquel bar fue cuatro años después: tenía la cabeza vendada como la famosa foto de Apollinaire cuando volvió de la guerra, me dijo que su madre había muerto, que él acababa de terminar un libro llamado Hospital Británico y que le habían trepanado el cerebro. Irradiaba luz, hablaba demasiado fuerte, yo creí que estaba medicado: era que se estaba muriendo, a su formidable manera.
Aunque fuese Enrique Molina el primero que tomó a Viel en serio, que lo vio literalmente como un igual (nómada, amante del mar, vitalista ciento uno por ciento), hay que reconocerle a Fogwill el inicio del culto. Es en gran medida gracias a él que hay hoy por lo menos dos generaciones de jóvenes que idolatran a Viel por Hospital Británico, ese libro agónico que según decía le dictó su madre muerta a la luz del quirófano donde un cirujano le estaba abriendo el cráneo con una sierra eléctrica (le habían dado anestesia local; estuvo consciente durante toda la operación). Hospital Británico es un libro que Viel armó casi por completo con frases de sus libros anteriores, aquellas en las cuales anticipaba lo que le iba a pasar en una sala de ese hospital en 1986, acompañado por el espíritu de su madre muerta.
Para sus fans, es un misterio cómo pasó Viel de la normalidad casi anodina de sus libros anteriores a la potencia fulgurante de Hospital Británico (“Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la Luz horas y horas. Me han sacado del mundo”.) Para mí, el verdadero salto, la triple mortal sin red, la había hecho poco antes, en Crawl. Uno de los acápites de ese libro es de León Bloy y dice: “Escucho a los cosacos y al Santo Espíritu”. Ese redoble sobrenatural de la tierra es lo que consiguió por fin escuchar Viel cuando estaba a punto de cumplir cincuenta años, y es lo que retumbó en su cabeza hasta hacérsela explotar, menos de cinco años después.
“Soy un hombre que nada”, me dijo en una época de bajón, después de Crawl y antes de Hospital Británico. Eso pensaba a veces de sí mismo: tanto dedicarse a la poesía y nada, salvo nadar, y que lo leyeran cincuenta. Para los mozos de aquel bar con mesas a la calle en Pellegrini y Santa Fe, y para el Coco Basile y su claque de putañeros after-Karim, será siempre el secreto mejor guardado de aquel refugio que ya no existe: el ocupante solitario de la mesita del sol, el sacado del mundo, el demente que parecía tener adentro el sol cuando pedía con voz de trueno su café y decía, a quien quisiera mirarlo, la frase que después inmortalizaría en Crawl: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, aunque comulgué como un ahogado”.
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