Domingo, 27 de febrero de 2011 | Hoy
Por José Pablo Feinmann
Estaban destinados a no entenderse. Filosóficamente corresponde decir que nadie está destinado a nada porque la Historia no tiene destino. Si lo tuviera, alguna fuerza inmanente, alguna teleología (fin se dice telos en griego, la teleología sería la ciencia de los fines y de las finalidades de la estructura interna de la Historia; una Historia teleológica es una Historia en la que hay hechos que necesariamente se cumplirán: como la realización de la Idea en Hegel o el triunfo del proletariado en Marx), habría tenido la misión de llegar necesariamente, de negación en negación –es decir, dialécticamente–, al 29 de mayo de 1913, al Théâtre des Champs-Elysés, en París, día en que se estrenó la obra de Igor Stravinsky La Sacre du Printemps. Más conocida (porque ya ni mi gato habla francés) como The Rite of Spring, más conocida entre nosotros (porque algunos se empeñan en resistirse al inglés, el idioma de la globalización, el idioma que protagoniza la gran aventura de aniquilar el planeta, cuyo último grito se escuchará, coherentemente, en inglés cantado por Jim Morrison: “This is the end, my friend, the end”) como La consagración de la primavera, que, para qué negarlo, suena hermoso porque el español lo es. Ese día, el del estreno de este poderoso poema sinfónico, todos los asistentes del Théâtre des Champs-Elysés tenían los nervios de punta, transpiraban, se miraban con encono. El ballet sería dirigido por el joven coreógrafo (nacido en 1890) Vatzlav Nijinsky, Pierre Monteux dirigiría la orquesta y el productor del espectáculo era Serge Diaghilev.
Entre tantas tensiones había una muy especial. En uno de los palcos, rodeado por sus alumnos, por sus aduladores, por los trepadores de siempre, por mediocres, por algunos jóvenes y jovencitas con talento, estaba, y de evidente malhumor, el dueño de la música en ese exacto momento de la Historia, el que dirigía y digitaba los conservatorios de importancia y todas las consagraciones oficiales del París musical, nada menos que Camille Saint-Saëns. Tenía setenta y ocho años. Y si bien algunos negaban que fuera un soberbio, otros decían que no, que lo era y a veces de modo hiriente. En una ejecución que dio de su Concierto Nº 5 (llamado “El egipcio”), apenas terminó de tocar (la partitura llega a su fin con un pasaje de una pirotecnia infernal que les permite a ciertos críticos de hoy de hablar de un Saint-Saëns tecno), se levantó de su butaca, saludó con un leve movimiento de cabeza y se fue. Se fue y no volvió. La gente se reventaba las manos aplaudiendo y el maître musicien les hizo entender que tenía otras cosas en su agenda, sin duda más importantes que agradecerles esos aplausos que –estaba seguro– merecía. Así era Saint-Saëns. Y su presencia en ese palco era la presencia de una época de la música dispuesta a juzgar a otra. Porque Stravinsky tenía 31 años y dos obras importantes detrás de sí: El pájaro de fuego (1910) y Petrushka (1911). Pero le faltaba la gran consagración. De modo que eran dos consagraciones las que buscaba esa noche: la de la primavera y la suya. También el joven Nijinsky se jugaba la cabeza porque por primera vez dirigía ballet. Y Diaghilev porque había puesto el dinero para que todo eso fuera posible. Entre tanto, rígido, gélido, ofreciendo la imagen del bronce que en verdad era, Saint-Saëns observaba.
El enfrentamiento está planteado. ¿Lo viejo y lo nuevo? Saint-Saëns no aceptaría ser “lo viejo”. Irritado, nos diría que la música no se divide en nueva y vieja, sino en buena y mala. Y que al joven Stravinsky no le alcanzaba con ser joven para ubicarse en eso que se suele llamar estúpidamente la vanguardia. Que yo detesto –añadiría– porque la música no es una carrera de caballos ni una batalla. Que en una batalla exista una vanguardia y una retaguardia, puedo tolerarlo. Pero en música, no, señores. De lo contrario, militarizaríamos la música, y nuestro genial Napoleón Bonaparte aventajaría con extrema facilidad a todos nosotros. Nunca me gustó la vanguardia. Nunca me gustaron los sonidos extraños en la música. Si ustedes analizan mi larga producción advertirán que en ella privan las armonías equilibradas, las estructuras complejas pero siempre transparentes. El arte de un músico es el arte de llegar a sus oyentes sin torturarlos con sonidos poco agradables. Ya que tienen la deferencia de escucharnos, no los agobiemos con armonías quebradas, heridas, ajenas a toda belleza, creadas para alimentar nuestra vanidad, nuestros aires de genios herméticos y no para satisfacer al público.
Así, Saint-Saëns fue –simultáneamente– un temperamento curioso y un conservador. Fue curioso porque abordó muchas formas, porque era excepcionalmente talentoso (lo veremos: su talento o, sin más, su genio asustaban) y porque entregó a la posteridad verdaderos hits de la música clásica. Y era conservador porque su música es demasiado cristalina, demasiado agradable, nunca cuestionadora, nunca agresiva. Pareciera que había descubierto una armonía secreta en el alma de las cosas y que a ese descubrimiento había dedicado su vida, su arte. Acaso su vida fue excesivamente exitosa, no encontró escollos para sus triunfos y los problemas de la vida los enfrentó con una decisión que tronchaba todo sufrimiento, que los tuvo. Fue un niño prodigio. Y los que describen su infancia señalan que –a los tres años– una bella armonía iluminaba su cara, pero una disonancia la ensombrecía. (Seguramente lo contrario que le habrá ocurrido a Stravinsky: o sea, desde los tres años Saint-Saëns anunciaba que no habría de gustarle La consagración.) A los cinco años ya componía piezas para piano. ¿Qué significaba esto? Que conocía bien la notación musical y que sus nociones de armonía eran avanzadas. Sería interminable enumerar todas las hazañas que su genio temprano le permitió hacer. Alguien –acaso con la intención de ocasionarle un mal momento al “monstruo”– le regaló la completa partitura orquestal del Don Giovanni de Mozart. Camille, que tenía seis años, la leyó con una facilidad electrizante y dijo que era un hermoso cuento de hadas. En mayo de 1846, en la bellísima sala Pleyel, lugar destinado a los grandes, ejecutó un concierto de Mozart y otro de Beethoven. Los críticos lo aclamaron como a un nuevo genio. Y en octubre de 1907 inauguraron una estatua suya en la ópera de Dieppe. Debe ser fuerte –según suele decirse– asistir a la tenue caída de un velo blanco que descubre la estatua de uno. Si esto fue en 1907, sucedió apenas seis años antes del estreno de La consagración. De ahí que la opinión de ese ser egregio que se hallaba dispuesto a juzgar hasta el mínimo detalle desde su privilegiado palco preocupara tanto a Stravinsky. Está por levantarse el telón.
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