Miércoles, 6 de abril de 2011 | Hoy
Por Mario Goloboff *
La imaginación de la clase política argentina, bueno sería reconocerlo, está un tanto limitada. Usinas y laboratorios de algunos sectores partidarios, de algunos medios, de muchos intereses, a falta de un adecuado representante para la ocasión electoral (y también debido al hecho irreversible de que se les van cayendo una a una las probetas), se han dado a la vana tarea de proyectar el hombre ideal. Cosa que ya vienen haciendo diversas y desoladas cosmogonías, heréticas o agnósticas, desde que el mundo es.
Etienne Bonnot de Condillac, filósofo de la Ilustración, que a pesar de su sacerdocio católico fue uno de los adalides del materialismo francés del siglo XVIII y, males aún mayores, del sensualismo, concibió en el Traité des sensations, de 1754, una estatua de mármol conformada y dispuesta como el cuerpo humano, pero claro está que vacía de percepciones, sensaciones y pensamientos. Comenzó por otorgarle un primer sentido, el olfato, acaso por su simplicidad. Y tan simplemente, hizo que el primer olor (quizás de jazmín o de clavel) fuese el único. Con dicho aroma, que era único y todo, hizo entrar en la conciencia incipiente de la estatua la atención; con su perduración, una vez desaparecido el estímulo, la memoria; con la diferencia entre el estímulo y su recuerdo, la comparación; con el establecimiento de parecidos y diferencias, el juicio; con la primacía del gusto por el recuerdo, la imaginación...
Después, Condillac, cansado quizá de tanta percepción material, introdujo en la estatua las facultades de la voluntad: el amor y el odio, la esperanza y el miedo. De la comparación, también, entre las experiencias pasadas y las presentes, y del placer o del dolor que las acompañan, nacía el deseo. Y fue el deseo el que pareció orientar el uso de sus potencias, el que estimuló la memoria y la imaginación, el que desató las pasiones, porque estas son nada más que energías y sensaciones que se transforman. Nociones abstractas como la del número o identitarias como la del yo, y otros sentidos como la audición, el gusto y la visión, le fueron conferidas luego al hombre de piedra. El tacto, finalmente, le permitió la noción del espacio, donde debería sin duda moverse, trasladarse o quedarse esperando quizá las órdenes de su demiurgo.
Ignoro, creo que con el propio Etienne Bonnot de Condillac, cuál fue el destino de la humanizada, puramente abstracta y compleja estatua y, sobre todo, qué signo tuvo tan hipotético destino. El que conocemos terrible, en cambio, fue el de un golem anterior, bastante más material y concreto que el del francés, ya que éste era apenas una pura imaginería para probar sus tesis contra la teoría de las ideas innatas de René Descartes.
Como una derivación acaso no querida por sus fundadores de los poderes ocultos de la kabbaláh (cábala: “tradición” o “recepción”), y de la especulación acerca de los nombres misteriosos de la Divinidad, se encuentran las antiguas recetas para crear el golem (“sustancia embrionaria o incompleta”, Salmos: 139-16) mediante la combinación de letras y de prácticas mágicas. Lo singular es que, a diferencia de otros filósofos y especuladores, hubo aquí quienes pasaron a la acción.
Cuenta la historia o la leyenda (también dos películas de Paul Wegener, la última de 1930, y recordadamente la fantástica novela de 1916, Der Golem, del teósofo vienés Gustav Meyrink, corresponsal de Franz Kafka y de Thomas Mann, asesinado por los nazis en 1932) que un rabino del ghetto de Praga, Judah Loew Ben Bezalel (Judá León, seguramente, para el pueblo), en el siglo XVI, y para que le ayudara en ciertas tareas de la sinagoga, llevó a la práctica la idea de hacer una estatua de arcilla roja (como la que hizo el Creador con el “rojizo” Adán) y creó un homunculus al que pudo dar vida, cual Dios, ya que le incrustó en la frente el Nombre Secreto. El problema fue que en algún momento de su corta existencia la Criatura enloqueció y comenzó a sembrar el terror en la ciudad. Judá León tuvo que destruirla antes de que cometiera otros desastres y hasta asesinatos. Para incapacitarla (lujoso procedimiento cabalístico) no hizo más que quitarle una letra a la palabra “emet(h)”, que quiere decir “vida” y convertirla, sin esa letra, en “met”, es decir, “muerte”.
Mucho tiempo antes, la rama de la literatura fantástica conocida hoy como mitología inventó especies animales que constituyen los célebres bestiarios. También, en no pocos casos, variantes humanas. Las muchachas de la suave plata y el furioso oro, de las que habla William Blake; aves de metal que habrían criado a Ares, dios de la guerra; el último sobreviviente de una raza de bronce, Talos, el gigante, guardián de la isla de Creta, de quien escribe Apolonio de Rodas en el vasto poema épico la Argonáutica; Pygmalion, en fin, que había soñado esta trama con una mujer, mejor dicho con una bella estatua femenina, e imploró a los dioses le infundieran vida. Cuenta Ovidio (Las Metamorfosis, Libro X), quien está entre los primeros y los mejores que lo cuentan, que Pygmalion decidió esculpir “en marfil blanco como la nieve” un cuerpo de mujer y acabó enamorándose de su obra. Ante el desesperado pedido y las súplicas que formuló a los dioses para que su esposa fuera semejante a la doncella de marfil, Venus, condolida, le concedió el deseo, y cuando volvió a su casa encontró a la joven viva. Fue así como la estatua (Galatea: “blanca como la leche”) se convirtió en humana. Derivaciones harto conocidas de esta historia fueron, entre otras, Pigmalión (1913), de George Bernard Shaw, y la película My fair lady (1964), que protagonizaron con incontable éxito Audrey Hepburn y Red Harrison.
Así, durante toda la historia humana, el hombre ha soñado y querido construir hombres y, por qué no, mujeres. Acaso, como Dios, con objetivos bien precisos. La empresa es ardua y sus resultados prácticos, por lo general, decepcionantes. Quizás en estos nuevos tiempos de desarrollos científicos y tecnológicos logre ser bastante más factible. Aunque, en el caso argentino, habría que agregar a la fabricación no solo el habla sino todo un programa verbal, palabras pertinentes, y ello complica bien las cosas. Construir, hoy, un discurso, puede ser más difícil que construir un hombre.
No parece innecesario agregar que un golem es, en el folklore medieval y la mitología judía, un ser animado, fabricado a partir de materia inanimada. Y que en hebreo moderno la acepción de “golem” es, desconsoladamente, “tonto” e incluso “estúpido”. El nombre parece derivar de la palabra “gelem”, que significa “materia en bruto”.
* Escritor, docente universitario.
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