CONTRATAPA
El que se llevó a mi padre
Por Javier Timerman *
A las dos de la mañana del 15 de abril de 1977, treinta hombres armados y vestidos de civil irrumpieron en el hogar de mi familia en el barrio de la Recoleta. Venían a llevarse a mi padre, Jacobo Timerman. Después de golpear la puerta hasta casi tirarla abajo, entraron y cumplieron con su cometido, no sin antes destruir todos los teléfonos de la casa y robar algunos objetos de la decoración.
Al mando del grupo estaba un hombre alto, como de unos treinta años de edad, que se presentó como el capitán Echenone. Este hombre le dijo a mi madre que fuera al día siguiente al Primer Cuerpo de Ejército para imponerse de los detalles de la detención. Dicho esto, partió, llevándose a mi padre y dejándonos a mi madre, a mi hermano y a mí en un estado de terror absoluto.
Al día siguiente, de acuerdo con las instrucciones del capitán Echenone, mi madre se presentó en la sede del Primer Cuerpo, en Palermo. Nadie sabía nada. Mi padre nunca había estado ahí (luego supimos que tras haber sido sometido a un simulacro de fusilamiento había sido llevado directamente a un centro clandestino de detención, en donde de inmediato se le comenzó a aplicar el sistemático tratamiento de torturas que era de rigor en estos casos). Lo que fue aún más desesperante es que nadie conocía al capitán Echenone. El hombre que había comandado el secuestro de mi padre era un fantasma: un rostro sin nombre real, sin rango oficial, sin paradero conocido.
Nunca pudimos determinar su verdadera identidad. Es probable que aún esté vivo, tal vez incluso trabajando para los servicios de seguridad del Estado. No lo sabemos; tal vez no lo sepamos nunca. Pero ahora, si la Corte Suprema ratifica la constitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, cerrará la posibilidad de saber quién era el capitán Echenone, y, eventualmente, de juzgarlo.
Pasaron casi treinta años, mis dos padres han muerto, mis hermanos y yo nos hemos convertido a su vez en padres y el ciclo de la vida, de alguna manera, ha recompuesto su curso. Pero nunca he podido olvidar el nombre que escuché a los 15 años, la noche en que se llevaron a mi padre. Miles de argentinos podrían contar historias semejantes. Miles de argentinos fueron secuestrados, torturados, violados, robados, asesinados y arrojados al silencio de tumbas NN por hombres como el capitán Echenone. Centenares de argentinos desconocen aún hoy quiénes fueron sus padres debido al aberrante despojo de identidad ejercido por quienes los entregaron en adopción ilegal a familiares o amigos de represores.
Este y otros ejemplos concretos de la represión le ponen carne y sangre y dolor a un debate jurídico que de otra manera sería tan sólo una discusión abstracta. Al ratificar la constitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, la Corte Suprema estaría consagrando la impunidad de quienes cometieron crímenes de lesa humanidad, de quienes robaron, torturaron y asesinaron. Invocando el pretexto de una supuesta pacificación nacional, la Corte le estaría enviando un mensaje siniestro a las futuras generaciones: en la Argentina, si se tienen los amigos y los aliados convenientes, hay crímenes que no se pagan.
Quienes propugnan la ratificación la constitucionalidad de esas leyes suelen invocar dos argumentos como fundamento de su posición. El primero es el de la ya mencionada pacificación o reconciliación nacional. El segundo es una extensión más o menos explícita de las premisas ideológicas del anterior y sostiene que quienes nos oponemos a esa ratificación somos en realidad continuadores –si no en los hechos, en el pensamiento– de la guerrilla de los años setenta. Ambos argumentos son una falacia.
En primer lugar, la reconciliación es necesaria cuando existen dos bandos en pugna. Claramente, esto no es lo que ocurre en la Argentina de hoy. En la Argentina ganó la democracia, y el debate crucial en este momento no es si el sistema democrático debería ser reemplazado por otro sistema, sino si nuestra democracia es capaz o no de sobreponerse a las lacras de la corrupción y de la ineficiencia política para responder adecuadamente a las necesidades de la gente.
Las leyes de Punto Final y Obediencia Debida son la rémora del chantaje que las Fuerzas Armadas le impusieron a la sociedad argentina a mediados de los años ochenta. Si en aquel momento podían haberse justificado ante la debilidad de una democracia recién nacida, esa justificación es hoy totalmente inaceptable. Una sociedad que no puede juzgar a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad bajo el amparo del Estado es una sociedad que carece de futuro, aún en el terreno económico.
Los críticos de la corrupción que inundó a la Argentina durante la década del noventa apuntan con razón a la falta de seguridad jurídica como el mayor obstáculo que nuestro país debe superar para volver a ocupar un lugar respetable en el mundo. La consagración de la impunidad de los represores del Proceso es la quintaesencia de la inseguridad jurídica, la admisión oficial de que el Estado argentino es incapaz de garantizar el respeto por los derechos humanos más elementales.
Medio siglo después de la caída del nazismo, en Alemania se sigue persiguiendo, juzgando y encarcelando a los responsables de los crímenes más aberrantes cometidos por un Estado en toda la historia de la humanidad. No hay Punto Final ni Obediencia Debida que exima de culpa a los responsables del Holocausto.
No es el pasado lo que divide a los argentinos; es la falta de justicia. Sin justicia, el pasado sigue siendo un doloroso presente.
¿Con qué autoridad moral podemos criticar al piquetero que corta una ruta o al delincuente que mata por un par de zapatillas, cuando avalamos la impunidad de los asesinos más perversos de la historia argentina?
Sólo una mente obnubilada por los fantasmas de la Guerra Fría puede confundir mis argumentos con las ideologías insurgentes de las décadas del sesenta y del setenta. La inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida es la única respuesta consistente con la defensa de los derechos humanos, que a su vez constituyen el núcleo doctrinario de las democracias modernas.
Durante el Proceso, la Argentina fue inundada por una ola de injusticias que aún nos marea con su resaca. La Corte Suprema tiene hoy en sus manos la responsabilidad de consagrar ese daño, o de enmendarlo. Pero sea cual sea la decisión de la Corte, las víctimas de la represión del Estado argentino de la década del setenta seguiremos reclamando Justicia en todos los foros internacionales a nuestro alcance hasta que la verdad salga a la luz, hasta que todos los culpables de estos crímenes de lesa humanidad sean juzgados y condenados.
Capitán Echenone, donde quiera que esté: yo lo seguiré buscando porque hago mío el ejemplo de Simon Wiesenthal.
* El autor es director ejecutivo de un banco de inversión en Nueva York y miembro del directorio de Americas Watch.