Sábado, 19 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Sandra Russo
En la madrugada del jueves, la que ocupó Zucotti Park, en Nueva York, fue la policía. En respuesta a una demanda del alcalde Bloomberg, fue la policía la que puso el cuerpo para que no lo pusieran los otros, los manifestantes, después de un día de detenciones y refriegas, precintos en las muñecas de jóvenes y tirones de pelo para subirlos a los patrulleros. A pesar de que se trata de un tipo de represión televisable –no como la represión que durante décadas exportó para el Patio Trasero la Escuela de las Américas, y justo cuando una precandidata republicana reivindicó públicamente “el submarino” como práctica de interrogatorio con detenidos extranjeros–, no fue televisada. Las coberturas a esta altura son inevitables, pero son livianas, cosméticas, con cámaras que se ubican detrás de la policía. Está quedando al descubierto que la mentada neutralidad de la gran prensa norteamericana y mundial es otro bluff. Los videos de la represión de Zucotti Park pueden verse colgados en YouTube por los propios indignados norteamericanos.
Al cumplirse dos meses de manifestaciones, con cien ciudades movilizadas en sus respectivas plazas, los ocupantes de Wall Street lograron esa victoria simbólica sobre el sistema que interpelan: la del jueves fue una concreta avanzada de los cuerpos por sobre los números. Esa irrupción de la policía neoyorquina en la plaza fue un acting impotente que les robó la mecánica a los manifestantes, los que a su vez se mofaban: “Esperaremos a que la policía nos diga cuáles son sus demandas”, decían. Entraron a la plaza porque no la podían desalojar, porque sacaban a uno y entraban tres: era una fuerza de seguridad protegiendo no con sus armas sino con sus cuerpos un espacio público.
Los indignados no querían, como tantas veces se ha visto en nuestra región, usurparlo para hacer allí las viviendas precarias de todos los terrenos del mundo usurpados por los pobres. Los ocupantes de Wall Street sólo quieren hablar. Hacen allí sus asambleas, como en el resto de las miles de plazas del mundo. “El 15-M: una pregunta, no una respuesta”, se tituló la nota que esta semana firmó el español Juan Carlos Monedero en su blog. El título en sí mismo era una respuesta al cuestionamiento que desde el sistema les hacen a los indignados del mundo: ¿qué es lo que quieren?, ¿qué piden?, ¿por quién van a votar?
De modo que la policía neoyorquina, el jueves, irrumpió por la fuerza en la plaza para impedir que hablen. ¿Cómo es esto? ¿Qué significa eso? En principio, que la democracia en la que viven es el extremo opuesto de la democracia participativa posible. Uno podrá haberlo advertido hace mucho, mirando la escena desde lejos, pero hay bisagras históricas que sólo se aceitan cuando las ideas se funden con los cuerpos. Una democracia participativa, después de todo, es una forma de gobierno en la que los ciudadanos tienen el papel más activo y responsable posible, y en la que tienen mayores posibilidades de refrendar o redirigir un rumbo gubernamental. Ese sistema supone una dialéctica permanente entre el poder político y la ciudadanía, y no sólo la que lo ha votado. El sistema al que los indignados interpelan es ése en el que la única voz, el ánimo y la sensibilidad a la que se atiende son los del mercado, esa feroz abstracción que hace recaer la riqueza en el uno por ciento de la población. Por eso siempre hubo que poner el cuerpo. En cada cambio de ciclo, en cada nueva etapa histórica. Para el derrumbe o la construcción. Los cuerpos de los ciudadanos respaldan la manera de pensar de esos ciudadanos. Por eso hay cosas que hay que criticar o defender con el cuerpo, y parte del cuerpo es la palabra, pero otra parte es el volumen, lo que vemos diariamente en esas ágoras posmodernas desde las que los jóvenes gritan que “le dicen democracia y no lo es, no lo es”.
Porque las plazas –igual que las oficinas, igual que los talleres, igual que las fábricas y que los hogares– se llenan con cuerpos, no con números. Y el sistema al que interpelan esos millones de manifestantes en el mundo ha reemplazado las vísceras, los humores y los fluidos de los cuerpos por memorandums, índices y porcentajes. Un enorme aparato de abstracción condena a los cuerpos, que son los que sufren. Los cuerpos y sus respectivas almas, que son las que pierden la esperanza.
Los líderes del primer mundo hacen como que no ven. Hacen como que no escuchan. No tienen ninguna respuesta para dar. No saben hacia dónde ir, si no es hacia el estallido. Esa parte del mundo ha quedado a merced de líderes que no pueden dar ninguna respuesta a sus electorados, a los que traicionan. Pero de todos ellos, en una semana en la que Italia y su nuevo premier fueron al clímax del ensimismamiento de un modelo desvencijado, exhibiendo un gobierno integrado por tecnócratas y alardeando de que “los políticos no interferirán” en la tarea que ese gobierno tiene por delante, Barack Obama tuvo al menos el gesto de ese contrapunto breve, zen, refiriéndose a la crisis mundial. “El problema es político”, dijo. Y si es así, Italia va directamente a su infierno, igual que lo hará España. Más derecha para calmar a la derecha, en un capitalismo caníbal y autoinmune. Estamos muy lejos ya de los tiempos en los que las “victorias simbólicas” equivalían a premios consuelo, a victorias de outlet. Las revueltas mundiales en las plazas expresan, entre otras cosas, el fin de un ciclo cuyo origen fue el de una arrasadora victoria simbólica, que permitió a los tecnócratas de la economía gobernar el mundo sin necesidad de ser elegidos por nadie. Los símbolos no son accesorios. Son medulares. El 99 por ciento o el 15-M serán en el futuro los símbolos de estos tiempos. ¿Qué duda cabe? Estos tiempos serán recordados por el 99 por ciento y el 15-M y la Primavera Arabe (en Egipto han vuelto a salir a las calles, porque no era militarización lo que pedían). Este será el momento histórico en el que millones de seres humanos comprendieron que tienen derecho a la alegría. Como nuestro Jauretche, que escribió que “los pueblos deprimidos no vencen”, o como Rafael Correa, que advertía que “no nos roben la alegría”, de pronto el mundo hizo un click.
Ya pasamos la fase que tan bien describió Naomi Klein en La Doctrina del Shock, en la que sucesivamente, uno tras otro, iban siendo atacados por dictaduras y programas económicos devastadores pueblos exóticos que eran convencidos de su inferioridad. Aquí en 2001 surgió un cuadro depresivo específico, que era la angustia del desocupado. Por si lo hemos olvidado, la resistencia de los ’90 la encabezaron y la sostuvieron los desocupados, que luego fueron piqueteros y más tarde crearon las organizaciones sociales.
Entre otras cosas que la derecha local se empeña en no leer, esta escena argentina actual no puede ser replicada hacia el pasado para agitar malas copias, porque en esta escena hay actores sociales y sujetos políticos que en los ’70 no existían. Esta escena recoge esa experiencia de resistencia también, y la amalgama con tradiciones más antiguas. Muchos de los dirigentes jóvenes que hoy la derecha política y mediática se empeñan en denigrar como “recién llegados” comenzaron a militar entonces, cuando después del “que se vayan todos” y el eclipse del estado asambleario surgieron diversas formas de organización política, y la sociedad argentina comenzó una nueva relación con la participación y la politización. Negarles a los jóvenes militantes el derecho a lugares de decisión es negar también aquella parte de la historia, la del “que se vayan todos”: cerrarles la puerta a los jóvenes aboga por la gerontocracia.
Cita Monedero en su artículo al neurobiólogo Antonio Damasio, autor de Y el cerebro creó al hombre. Toda decisión “racional”, dice Damasio allí, es antes “emocional”, porque las pasiones residen en lo profundo de nosotros. Para contrarrestar una emoción negativa, es necesario generar “una emoción positiva muy fuerte”. No es una apelación a la irracionalidad, advierte, sino el funcionamiento de una “razón emocionada”. “Precisamente –dice Monedero– la que permite salir de las trampas de un mundo en el que, gracias al cierre intelectual de los que niegan una parte de la realidad, al tiempo que la bautizan, dicen que la protesta es terrorista; la risa, subversiva; los parados, perezosos; los estudiantes, revoltosos; y las mujeres, aligeradas. Los indignados que se disfrazan de payasos para manifestarse contra los recortes sociales llevan a que las cargas de los antidisturbios validen no solamente al capital financiero, sino también como inclementes verdugos de Gaby, Fofó y Miliki. Emocionalidad bien inteligente.”
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