Miércoles, 23 de noviembre de 2011 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Hasta el asesinato de John Fitzgerald Kennedy en 1963, “el crimen con más espectadores de la historia”, y antes de nuestra era virtual, con su obscena exhibición de la muerte política, no hubo otro igual que el cometido a las puertas de Madrid, frente al Hospital de Clínicas: el de Buenaventura Durruti, líder de la Columna que llevaba su nombre. También (y en eso sí trae la exclusividad hasta hoy) el que más años tarda en esclarecerse: aún se discute quiénes lo mataron, hace ahora setenta y cinco años, aquel 20 de noviembre de 1936.
Que “Ramón Carcaño Caballero es en realidad Buenaventura Durruti, nacido en la ciudad de León, España, el 14 de julio de 1886, de profesión motorista”, como reza algún “documento confidencial” (policial) de la época; que era uno más de los ocho hijos de una familia humilde y proletaria; que fue a alguna escuela seguramente católica; que rápidamente se incorporó al pensamiento socialista y a la Unión de Metalúrgicos (asociada a la Unión General de Trabajadores-UGT) y, con ella, a la huelga general revolucionaria de 1917, con tanto ímpetu que la dirección lo expulsaría por transgredir sus consignas meramente reformistas; que ya en los ’20 y en Barcelona se afiliaría a la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) y desde entonces al poderoso movimiento anarquista español de la primeras décadas del siglo XX (del que después será máximo líder), son todos datos conocidos para quien se adentre un poco en los prolegómenos de la Guerra Civil Española.
Pero están también las anécdotas, reales o ficticias, que hacen al crecimiento de la leyenda. Durante sus exactos cincuenta años de existencia, inquieta, audaz y voluntariamente activa y transformadora, vivió todas las vicisitudes esperables, francamente novelísticas. Trabó amistad con Sébastien Faure, uno de los defensores de Alfred Dreyfus, iniciador de la Enciclopedia anarquista, teórico y promotor de “la síntesis” del movimiento; con Volin (en su origen Vsevolod Mikailovitch Eichenbaum), prestigioso anarco-comunista ruso, antiautoritario, escapado de la célebre y terrible Tcheka, muerto de tuberculosis en París en 1945; con Makno (Néstor Ivánovich Makhnó), líder anarquista ucraniano quien se negó a apoyar la Revolución de octubre, del cual llegó a ser íntimo amigo ya que, además de las ideas, los unía una gran afinidad temperamental.
Hacia 1926, fue detenido en París acusado de proyectar el secuestro y atentado contra las vidas del rey de España Alfonso XIII y de su dictador Miguel Primo de Rivera, los que visitarían Francia para ese 14 de julio. Como detalle curioso se recuerda que estuvo encerrado en el histórico edificio de la “Conciergerie”, ocupando la misma celda que guardó a María Antonieta cuando la revolución francesa del ’93. Allí, escribe a su hermana Rosa: “Desde mi más temprana edad ya comencé a saber qué era el sufrimiento, y no sólo el de nuestra familia, sino también el de las gentes que nos rodeaban. Podría decirse que entonces, por intuición, ya era un rebelde. Creo que fue por aquella época cuando quedó decidido mi destino”.
Más curioso todavía para nosotros resulta saber que estaba, con Domingo Ascaso y Gregorio Jover, sus inseparables compañeros de aventuras, de vuelta de una de ellas, llamada en la historia del anarquismo español “La excursión americana”. Que los había traído inclusive a la Argentina, de donde debieron huir en enero de aquel año ’26. En efecto, muchos meses antes habían salido de España “para recolectar fondos” en América. Se sabe que trabajaron en La Habana y que la policía, conocedora de su estancia, porque habían actuado en la agitación de campesinos azucareros, los perseguía. Todos los aprontes para la detención fallaron, pero viendo ellos que era imposible seguir burlándolos, decidieron huir a México. Cuenta después un anónimo colaborador de El Amigo del Pueblo que “para lograr su propósito con éxito alquilaron una pequeña lancha para dar un paseo, pero ya surcando la bahía solicitaron de los dos tripulantes que los llevaran a bordo de cualquiera de los barcos que aparejaban por hacerse a la mar (...) Temerosos, los lancheros los llevaron a uno de los barcos pesqueros al que abordaron, obligando al patrón del mismo a levantar anclas, llevándose también a los marineros de la lancha (...) Así navegaron varios días hasta alcanzar la costa de Yucatán, en la que desembarcaron, luego de pagar, espléndidamente, a los marineros cubanos”. Pasan por Venezuela, tal vez por Colombia, porque viajarán por el Pacífico, llegan a Valparaíso y luego a Montevideo y a Buenos Aires.
Aquí, La Prensa del 19 de enero de 1926 da cuenta de algún suceso que se les atribuye: “Cuando los habitantes de la tranquila ciudad de San Martín se hallaban entregados al almuerzo unos, y otros refugiados en sus hogares a cubierto de las inclemencias del sol y del calor, un grupo de forajidos armados de carabinas se situó en la puerta de entrada de la sucursal del Banco de la Provincia, frente a la plaza principal”. Pero, sobre todo, se les imputa un delito mayor: el asalto a la vieja Compañía de Tranvías de Buenos Aires, que incluye la muerte de un agente del orden. Por lo que, una vez fugados del país y ya en Francia, el gobierno de Alvear demanda al galo la extradición, y hasta manda un barco a Marsella para buscarlos. Las manifestaciones de solidaridad con ellos coadyuvan, inesperadamente, con la campaña por la liberación de Sacco y Vanzetti que por esos tiempos es acá creciente y muy combativa. Alvear percibe que estos tres españoles le están creando problemas suplementarios con los que no contaba y que la tirantez de la negociación con Francia debilita además su frente exterior. Finalmente, los dos gobiernos llegan a un acuerdo tácito, coinciden en echarse culpas recíprocas para que los plazos pasen y no se decida nada.
“Los errantes” (así se autodesigna el grupo) son puestos en libertad en París e inmediatamente expulsados a Bélgica, donde los soviéticos prometen recuperarlos con asilo pero no cumplen, pasan a Berlín (ahí traban relación con Rudolf Rocker, con Agustín Souchy Bauer –autor de Entre los campesinos de Aragón–, con Orobón Fernández, el traductor de Warschawjanka, conocida como “A las barricadas”, himno de la CNT y canción popular del movimiento anarquista) y de allí finalmente a España para la proclamación de la Segunda República, contra la cual, naturalmente, también se insurgen.
Pensando siempre que “la revolución es una actividad continua con altos y bajos, que conlleva factores imprevisibles, los cuales deciden realmente su suerte”, y que “cuando las condiciones requeridas para el cambio radical están latentes, un acto de audacia alcanza para propagar y abrazar la acción colectiva”, Durruti sostiene de modo irreductible que el objetivo final de toda lucha “es el cambio total en la forma de vivir de los hombres”. Durante los años que siguen pasa a ser, decididamente, el máximo dirigente del anarquismo (que, cual paradoja, llegará a gobernar regiones enteras de España), de las “columnas” antifranquistas, de la revolución en Cataluña y en el Aragón, y es al frente de la suya que sucumbe ante las balas enemigas o traidoras o cómplices.
Ya desde el exilio en Toulouse, llego a saber de todo esto por el trato con refugiados españoles, por las lecturas que me prodigan (e incluyen los valiosos trabajos de nuestro Osvaldo Bayer), y hace muchos años vengo pergeñando un largo relato sobre Durruti bajo el título de “La justicia de los errantes”. No sé si alguna vez podré terminarlo para bien. Por el momento, va cumpliéndose la profecía de Ilya Ehrenburg, el gran escritor y callado disidente ruso: “Sobre este hombre nunca podrá escribirse una novela”.
* Escritor, docente universitario.
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