Miércoles, 15 de febrero de 2012 | Hoy
Por Adrián Paenza
A esta altura del siglo XXI, las estadísticas han tomado un lugar preponderante en nuestra sociedad. Desde que las computadoras personales (en sus variadísimas formas) han llegado a niveles de velocidad y precio impensables hace una década nada más, la recolección de datos (y su posterior análisis) permite descubrir patrones que uno no tenía idea que existían.
Es por eso que acceder a las herramientas que provee el estudio de las probabilidades se ha transformado en vital para el desarrollo y alfabetización de una persona, y por eso creo que deberían empezar a enseñarse en la escuela primaria. En una época alcanzaba con poder hacer razonamientos que tuvieran que ver con “una sencilla regla de tres simple” o con cálculos de proporciones. Hoy, tenemos la capacidad de decodificar el genoma humano, de estudiar y alterar las propiedades nanométricas de ciertas sustancias, de predecir las condiciones climáticas, de estimar la salinidad de los mares, podemos operar a distancia usando robots, modificar la genética de algunos cultivos, diagnosticar y tratar enfermedades con medicina nuclear, transmitir datos con velocidades próximas a la de la luz, describir lo que sucede en Marte y ver en lugares en donde el hombre jamás antes había tenido acceso. La lista podría seguir hasta hacerse virtualmente interminable.
Ahora bien: es necesario prepararse para poder extraer las conclusiones correctas y no dejarse impresionar por lo que uno cree o sospecha que tiene que pasar de acuerdo con nuestra limitada capacidad para intuir, especialmente cuando se trata de cuestiones que involucran a las probabilidades.
Hay un ejemplo maravilloso, que tiene que ver con la medicina. Léalo con total ingenuidad y fíjese qué diría usted si tuviera que elaborar un juicio sobre el planteo. Por supuesto es un ejemplo totalmente ficticio pero muy utilizado para exhibir lo que se llama La Falacia del Fiscal[1]. Voy a presentar una versión[2] de las múltiples conocidas pero ciertamente una de las más atractivas.
Supongamos que se descubriera una nueva enfermedad, fatal para el ser humano. Supongamos además que es muy raro encontrarla, pero si alguien la contrae la probabilidad de sobrevivir es virtualmente nula. Lo bueno es que hay una forma de detectarla muy rápidamente. Un grupo de biólogos y médicos desarrolló un test que tiene un grado de certeza tal que, si a una persona le da positivo, eso significa que la probabilidad de que haya un error es una en un millón. De nuevo: si al realizar el test en búsqueda de esta enfermedad el resultado fuera positivo la probabilidad de que esta persona no tuviera esa enfermedad sería de una en 1.000.000.
Ahora bien: usted llega a hacer una consulta con su médico y, frente a algunos síntomas que le reporta, él decide someterlo a la prueba para saber si entre los posibles causantes estuviera esta enfermedad. Le sacan sangre y cuando vuelve al hospital, el médico lo mira horrorizado y le dice: “Vea, el test para detectar la enfermedad de la que le hablé... ¡le acaba de dar positivo!”.
Por supuesto, el médico –que conoce que el desenlace será inevitable una vez que se confirmen estos resultados– intenta calmarlo, pero no hay nada que hacer. Usted, mientras tanto piensa: “¿Habrá alguna posibilidad de que el resultado esté equivocado? ¿No habrá algún error? ¿Cuál es la probabilidad de que yo sea justo uno de los casos llamados falsos positivos?” Ambos –el médico y usted– saben bien que esa probabilidad es bajísima: ¡una en un millón!
Y acá, le pido que acepte una pausa en el relato. Yo lo conduje para que se convenciera de que las posibilidades de que quien resulte con un test positivo se salve, son virtualmente inexistentes. Es casi imposible pedir más: un estudio que garantice un resultado cierto con un error de uno en un millón es el test “casi” perfecto.
Sin embargo, y hasta acá quería llegar, faltan algunos datos.
Cuando escribí más arriba que la enfermedad era de muy rara aparición, no especifiqué “cuán rara” era. Ahora lo voy a hacer, al incluir un hecho importante: la estimación de los científicos es que solamente una cada mil millones de personas la tiene. Es decir, que si uno piensa que en el mundo somos alrededor de 7 mil millones de habitantes, y solamente una de cada mil millones la padece, eso significa que hay solo 7 personas que están enfermos. Obviamente, esto no es un dato menor.
Fíjese que ahora, si bien el test sigue siendo tan infalible como lo era al principio, si se lo hicieran a toda la población mundial de 7 mil millones de personas, habría 7000 personas que darían positivo ¡aunque no tuvieran la enfermedad! Y esto sucede porque una de cada millón es un falso positivo. O sea, la abrumadora mayoría de las personas que dan positivo, están sanas.
En ese caso usted podría ser una de esas 7000 personas que no tienen la enfermedad, pero a quienes el test le dio positivo. Es decir, que como se estima que hay solamente 7 personas que la padecen, ¡sólo uno de cada 1000 habitantes a quienes les dio resultado positivo la tiene! O sea, ahora se redujo el caso a detectar si usted es (o no) una de esas siete personas.
Por lo tanto, que a usted le hubiera dado positivo el test, no debería incomodarlo para nada. En todo caso, usted tiene 999 posibilidades a favor de que sea un falso positivo.
Como se ve, un análisis apresurado puede hacerle creer a usted (y también a su médico) de que si bien un test parece infalible (y de hecho es virtualmente así), eso no significa que usted esté en peligro ni de morir ni de tener una enfermedad terminal.
La idea de que el test fuera incorrecto en un solo caso en un millón termina siendo un engaño. Cuando uno pone todo en perspectiva y advierte que la enfermedad sólo afecta a una de cada mil millones de personas, entonces lo que parecía conducir a un diagnóstico lapidario, termina siendo sólo un “falso positivo”.
La utilización cuidadosa de los datos y el análisis por parte de matemáticos especialistas en el estudio de probabilidades y estadísticas, sirve para prevenir interpretaciones equivocadas y desatinos que son mucho más comunes de lo que uno advierte.
Es por eso que se transforma en esencial ayudar a los médicos a no sacar conclusiones equivocadas al leer los datos y prevenirlos frente a potenciales errores de diagnóstico. Para eso, ahora más que nunca antes, hace falta el trabajo en equipo, en donde la presencia de científicos de distintas ramas contribuya a echar luz donde parece no haberla.
[1] Se llama La Falacia del Fiscal o Prosecutor’s Fallacy (en inglés) por las acusaciones y condenas de individuos reportadas en los últimos 50 años, en donde las pruebas incriminatorias parecían contundentes hasta que la aparición de matemáticos especializados en probabilidades y estadística terminaron por exhibir los errores cometidos. Gente inocente pagó con años de cárcel y personas acusadas de homicidios (múltiples en algunos casos) murieron sin haber tenido responsabilidad alguna. De la misma forma, y en sentido inverso, el sonado caso de O.J. Simpson en 1994 mostró cómo la distorsión de los datos y su manipulación para encontrar alguna forma de absolverlo, terminaron por declarar inocente a quien todo indica que fue el autor material del crimen del que se lo acusaba.
[2] El autor de la idea es Charles Seife, reconocido profesor y periodista científico norteamericano, quien contribuye periódicamente en las revistas Scientific American, The Economist, Science y New Scientist entre otras. Para él entonces el crédito que le corresponde.
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