CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

Jóvenes argentinos enfilados

 Por Juan Sasturain

Se ha escrito mucho sobre las paradojas del Mundial de fútbol del ’78 y del festejo popular mientras la dictadura masacraba gente a cuadras del Monumental. Se ha escrito y pensado menos en la increíble esquizofrenia de aquel otoño del ’82, hace treinta años, cuando un país entero presuntamente en guerra dividía (repartía, compartía) su atención televisiva entre los avatares del combate a sangre y fuego que libraban nuestros pibes en Malvinas y la ansiedad e incertidumbre deportivas que provocaba el debut de la Selección en el Mundial de España, al que Argentina (¿cómo no iba a ir?) llegaba campeón.

Así me resulta mucho más revelador, que este augural y equívoco 2 de abril, aquel penoso momento de mediados de junio, apenas dos meses después, en que mientras la sociedad espectadora se desayunaba al fin de que estábamos perdiendo por escándalo y desastre en el frío de las islas, era evidente y necesario que teníamos que ganar por calidad y jugadores al calor de la primavera española. Así de perverso, enfermo y exitista fue aquel momento.

Me ha tocado escribir alguna vez sobre eso y pude imaginar (porque la experimenté) la atención recíproca, la tensión a uno y otro lado del mundo, y la sucesión de las noticias aplanadas por la máquina de la comunicación y sus maquinistas desalmados. Sobre todo en aquel momento clave –increíbles 13 y 14 de junio– en que la guerra se cerraba y el Mundial se abría, como si la programación de la Historia/Histeria nacional no permitiera baches. Es que fue (posible imaginarlo) así.

En la húmeda trinchera, calados hasta los huesos, los dos soldados esperan. Miran hacia adelante sin ver más que lo que ven desde hace días a cualquier hora, con luz o en la oscuridad: sombras grises, una neblina con la densidad del humo. Esperan que vengan de una vez los que van a venir –ya los han oído muy cerca– y todo esto acabe. Cada tanto los soldados giran la cabeza y miran hacia atrás, hacia sus propias líneas no muy lejanas: esperan que regrese el compañero que ha partido con una misión puntual hace quince minutos. Mientras, los dos soldados aprietan el fusil, separan la mano para compartir el penúltimo cigarrillo, disimulan el vacío en el estómago con el jarrito tembloroso de mate cocido navegado por grumos de leche indisoluble.

Al volverse, uno de los soldados ve al compañero que al fin regresa.

Al momento son otra vez tres en la trinchera helada.

–¿Y? –lo interrogan ansiosos.

–Perdimos uno a cero –dice el recién llegado.

–¿Con los belgas?

–No puede ser. ¡Qué boludos!

Ahora los tres se quedan silenciosos, no quieren saber los detalles. Miran al frente otra vez, a las sombras crecientes, aprietan el fusil.

–Esta mierda... y encima pierde la Selección –murmura uno.

–Lo único que nos faltaba –dice otro, cualquiera de los tres, todos.

Y empiezan lejos, cerca, en todas partes, las explosiones. Es el comienzo del fin.

Es increíble, pero se pueden confrontar sin esfuerzo –ahí están en los medios de entonces y en la memoria colectiva, regaladas al escarnio y la paradoja– dos fotografías que son perturbadoras por el mismo hecho de su casi exacta contemporaneidad. Ahí está la imagen de estos jóvenes argentinos enfilados, formados con uniforme patrio y a punto de cantar el Himno Nacional el 13 de junio de 1982, bajo un poderoso sol ibérico digno de plaza de toros. Y no puede ser más prometedora. Este equipo de Menotti no puede perder. Repasando las caras tostadas, casi da vértigo; a diferencia de otras veces, están todos los que deben estar según el infalible paladar popular: no falta nadie. A los campeones del ’78 que dan la base del fondo y el medio se les han sumado los juveniles héroes japoneses del ’79: este equipo ataca con Bertoni, Ramón, Diego y Kempes, todos en su mejor momento personal... La Selección, cara al sol con la esperanza nueva. Y los belgas... a quién le ganaron los belgas de Scifo y Ceulemans. Que venga el rey Balduino.

La imagen de estos otros jóvenes argentinos enfilados, formados con uniforme patrio que acaban de dejar sus armas en el suelo y se disponen a masticar el Himno Nacional el 14 de junio de 1982 bajo la luz gris y húmeda del peor invierno de sus vidas en esas islas irredentas, no puede ser más desoladora. A estos muchachos los mandaron al matadero. A diferencia de otras patrióticas veces, han ido precisamente los que no deberían estar allí, pibes casi, caras anónimas sin bigote, rapaditos, sucios, con DNI flamantes y que no han votado nunca, pero (les) sirven para defender la patria... Los colimbas argentinos, la cara tiznada, desteñida por las lágrimas frías, con el fusil británico que no les baja la cabeza. Y esos ingleses, la gorra ladeada y el pulóver de cuello alto, tan ganadores de visitantes que se sienten locales muy lejos de su puta casa.

Las escenas paralelas –la soberbia formación del equipo de Menotti previa al 0-1 ante Bélgica del debut; la penosa formación de los rendidos soldaditos después de la caída de Puerto Argentino y la capitulación del Yéneral Menéndez– estuvieron separadas por menos de 24 horas, más de veinte mil kilómetros y 40 grados de temperatura. Incluso en este paraíso del exceso, la sobreactuación y la histeria, fue demasiado. La patria esquizofrénica miraba dos canales a la vez, hacía zapping para verificar que contra toda lógica de compensación o necesario happy end consolador, todo terminaba mal: perdíamos, perdíamos otra vez y ya sin las ironías de Les Luthiers.

Aquel invierno a pleno sol, helado otoño del ’82, nos partió la cabeza. Nos hizo creer con cierta ingenuidad que nunca volveríamos a ser tan desgraciados.

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