Lunes, 2 de abril de 2012 | Hoy
EL PAíS › LA HISTORIA DEL EX SOLDADO PABLO DE BENEDETTI
Cuando lo llevaron a Malvinas tenía 19 años y casi no había recibido instrucción militar. Sufrió “castigos” en pozos de agua helada y estuvo cerca de un año sin caminar. Nunca pudo recuperarse.
Por Laura Vales
La línea de trincheras no estaba lejos del pueblo. Al llegar a las islas, habían dividido a la compañía en secciones y grupos. A Pablo De Benedetti lo llevaron junto a otros treinta conscriptos por el camino que pasa detrás del hospital de Malvinas, y ahí los hicieron cavar. El argot militar llama “pozos de zorro” a esas zanjas de 1,60 de profundidad por dos metros de ancho, sobre las que se pone un techo disimulado por tierra y pasto para que cuando pasen los aviones no los descubran. En esos pozos iba a dormir durante casi toda la guerra. Estaban a menos de un kilómetro de los containers llenos de comida, pero esto no hacía gran diferencia con estar en cualquier otro lugar de las islas, porque lo que les mandaban no alcanzaba nunca. No les daban de comer bien, no comían todos los días. Y el resultado era el único posible: tenían hambre.
Pablo había cumplido 19 años, y hasta el día que entró a Campo de Mayo para hacer el servicio militar, dos meses y medio antes de la guerra, había vivido en Olivos. Nunca le había faltado nada: los De Benedetti eran dueños de una farmacia, abierta por el abuelo y heredada por el padre, y gracias a ella la familia tenía una situación acomodada. Pasó la infancia en una casa de dos plantas, con cinco hermanos. Era el más chico de los varones, y el único al que le tocó hacer la conscripción.
Un día, ya en las islas, junto con un compañero, robó un pedazo de carne de un cordero que había visto matar y faenar a los oficiales. Se la comieron cruda. Esa fue la primera vez que el sargento, un tipo bajito y de bigotes de apellido Romero, le ordenó como castigo meterse en uno de los pozos de zorro que con la lluvia se había llenado de agua helada. Dos meses más tarde, por efecto de los sucesivos congelamientos, a Pablo lo sacarían de Malvinas sin poder caminar. Por el resto de su vida tendría que tomar, diariamente, medicación para las piernas.
La Escuela de Ingenieros de Campo de Mayo es el destacamento donde hizo su carrera militar Leopoldo Fortunato Galtieri. En febrero de 1982, en el lugar ya se preparaban para la guerra. Los militares les hablaban a los colimbas todo el tiempo de la posibilidad de ir a defender a la patria. Incluso antes de Malvinas les hacían la cabeza con Chile. Una vez concretado el desembarco en las islas, la intensidad de ese lavado de cerebro pasó al máximo. “Ustedes tienen que pensar que van a defender a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos”, les decían. También que si ellos no iban, la guerra podía llegar a Buenos Aires y matar a sus familiares.
Después todo pasó muy rápido: el miércoles anterior al Jueves Santo los mandaron a sus casas a las siete de la tarde y les dijeron que al otro día a las seis de la mañana tenían que presentarse de nuevo en el cuartel, que fueran a avisar a sus familias que se iban a la guerra. El se tomó un colectivo a su casa. Cuando sus padres lo vieron llegar, creyeron que le habían dado el fin de semana largo libre para pasar en familia las Pascuas. No podían entender cuando les dijo que iba a Malvinas.
El padre repetía que no podía ser, que él recién había entrado a hacer la conscripción. “No tenés instrucción militar, no sabés nada, ¿cómo vas a ir a la guerra?”, preguntaba. Llamó a un pariente lejano que se había retirado 30 años atrás. Finalmente, junto con la madre, llamaron a los hermanos para darles la noticia. Esa noche se quedaron todos despiertos, y a la mañana siguiente lo acompañaron a Campo de Mayo. Pablo los volvió a ver el sábado. El domingo ya no le permitieron visitas, pero a través de los alambrados del cuartel vio que estaban todos los padres tratando de saludarlos porque ya se iban.
A Malvinas los mandaron a hacer campos minados. Ninguno de los soldados de su grupo sabía nada de minas: sólo les habían dado, tres días antes de subirlos al avión, una clase informativa de 20 minutos. Tuvieron que aprender a hacer campos minados en el terreno.
Mucho después, se daría cuenta de que había tenido un primer pantallazo de lo que vendría cuando llegó a las islas. Desde el aeropuerto habían ido caminando al pueblo, para pasar la primera noche en unos galpones. En el camino, cuando atravesaron Puerto Stanley, ahora rebautizado Argentino, los hijos de los kelpers, nenes chiquitos, se asomaban por las ventanas o salían a los jardines de sus casas. Un militar les ordenó que les apuntaran con sus armas, para que se metieran dentro. Eran chicos de cuatro o cinco años, pero si alguno de ellos no apuntaba, el militar les apuntaba a ellos.
Después fue que los mandaron atrás del hospital de Malvinas. Había una calle de tierra, y más allá una bajada donde hicieron los pozos de zorro. Ahí dormían y durante el día los llevaban a hacer campos minados a la costa. Los pozos, con la lluvia, se iban llenado de agua.
En las islas, las noches son cerradas. Hay mucha tormenta, mucha lluvia. Una de esas noches oscuras, con una lluvia que no dejaba ver a medio metro, le tocó hacer guardia. Sabía que cerca había otro compañero, aunque no veía dónde estaba. Le gritó varias veces, pero no escuchó otra cosa que el ruido de unas ráfagas de viento tremendas. A la mañana siguiente apareció el sargento. “Los estuve buscando anoche y no los encontré”, recriminó. Como no los había encontrado, los acusó de haber hecho abandono de guardia. De nuevo al pozo.
No solamente tenían problemas de comida sino también de agua potable. A veces, cuando no tenían, tomaban agua de los charcos. Por los campamentos circulaba de boca en boca, entre los soldados, otro tipo de información. Se sabía que había oficiales y suboficiales que dormían en casas, porque habían ocupado las de los kelpers. Un capitán se instaló en una con un cocinero. A la casa entraban a dormir también un teniente primero y un suboficial mayor.
De sus superiores, el más violento era el sargento Romero. Una vez le puso un Fal en la cabeza y se lo gatilló en falso. Otros castigos eran los típicos del repertorio sádico militar, salto de rana carrera march al lado del campo minado, subir al monte y volverlo a bajar. Pero lo peor para él era el agua congelada de los pozos. El sargento lo dejaba 15 minutos, a veces media hora, con los pies metidos en el agua y después no le permitía secarse.
El verdugueo se contagiaba hacia abajo. Otro día, en un momento de descanso, Pablo vio a 100 metros un camioncito que estaba dando agua a los soldados. Fue a buscar para llenar la cantimplora. Cuando volvió, lo acusaron de abandonar la guardia. Esa vez el que lo metió en el pozo con agua no fue el sargento sino un cabo primero, Monjes.
En mayo ya lo metían en el pozo por cualquier cosa. No había razones puntuales: era por todo esto y además por mirar mal, o por contestar. Y hubo un momento en que a él ya le importó todo tres carajos. “Tiene un arma pero yo también tengo un arma, si agarra el arma yo agarro también la mía y lo mato”, pensaba de noche, mientras intentaba inútilmente dormir un rato.
Empezó a tener congelamientos en los pies y las manos. Lo primero que sucede con la exposición a temperaturas bajo cero de manera prolongada es que se hinchan las piernas y los pies. La piel se pone tirante y el hueso de los tobillos desaparece como recubierto por una capa de gomaespuma. La piel hinchada se le lastimaba. Le dolían los pies, le costaba caminar y al mismo tiempo era como si no tuviera sensibilidad. Dejaba de sentir los dedos.
Una tarde consiguió que lo llevaran con el capitán médico de su compañía, que le dio medicamentos y la indicación de que no podía volver a estar con la ropa mojada. Tenía que mantenerse al lado de una fogata, con calor. Cuando volvió a las posiciones, el sargento le sacó el blister con los medicamentos. “Yo sé cómo se cura esto”, le dijo. Y lo mandó de nuevo al pozo.
El 30 de mayo terminaron de minar los campos y los sacaron de donde estaban para llevarlos de nuevo a los galpones. Fue su primer golpe de suerte, porque cuando el médico de su nuevo destino lo vio, directamente lo mandó al hospital de Malvinas. En el hospital, para sacarle los borceguíes, los enfermeros tuvieron que cortar el cuero, porque la hinchazón de los pies y las piernas era tal que no había otra forma de sacárselos. Tenía las dos manos recubiertas por una cáscara sucia, como marrón, hecha de cascaritas minúsculas de piel necrosada. En esas condiciones lo embarcaron para tratarlo en el continente. Para impedir la gangrena, le tenían que lavar las piernas con Pervinox y cepillo tres veces por día. El dolor era tal que lo agarraban entre cuatro enfermeras mientras el pateaba y puteaba. No le podían poner una sábana encima para dormir porque no aguantaba el dolor.
Pero mejoró cuando llegó a Puerto Belgrano. En el hospital seguía habiendo un clima de guerra y, alegando cuestiones de secreto militar, no lo autorizaban a llamar a su familia. Pablo pidió una silla de ruedas, dijo que iba al baño, fue directamente al office de las enfermeras y agarró un teléfono. En su casa, lo atendió la madre. Esa misma noche sus padres viajaban a Puerto Belgrano. Todavía no era seguro que pudiera conservar las piernas y, sin embargo, cuando los vio entrar a la sala, Pablo sintió que ya se había salvado.
Volver a caminar normalmente le llevó cerca de un año, aunque nunca llegó a recuperarse del todo. Los cuatro años siguientes a su regreso de Malvinas los pasó con problemas de presión alta. Sufría de dolores de cabeza muy fuertes; todo era emocional. El tratamiento psicológico no se lo dieron ni las Fuerzas Armadas ni el Estado, lo pagó él por su cuenta. Con eso fue mejorando y, de a poco, dejó de tener los episodios de presión.
En el ’83 se metió con todo en el tema de los veteranos de guerra. Iba a dar charlas en los colegios, donde contaba algunas de estas cosas, hasta que en el ’86 lo amenazaron con que iban a matar a su hijo, el primero. Los habían seguido, y el tipo que hacía las amenazas le dijo por teléfono hasta el nombre de la plaza a donde lo llevaban a jugar. “Es muy feo llegar a tu casa y encontrar que tu hijo no está más”, era el tipo de mensajes que encontraba en el contestador cuando salía.
Gobernaba Raúl Alfonsín y, aunque buscó protección en varias reuniones con funcionarios, era evidente que el gobierno no podía hacer demasiado. El aparato de los servicios de Inteligencia de la dictadura estaba intacto. Por un tiempo, decidió cuidarse. Lo mismo le había pasado al volver, en el hospital de Puerto Belgrano, donde un militar visitaba a los convalecientes para preguntarles por su experiencia en las islas. Pablo hizo verbalmente la denuncia contra el sargento y el cabo, pero pronto se dio cuenta de que quedaría en la nada. Incluso quisieron volver a mandarlo a Campo de Mayo “a terminar” el servicio militar.
Volvería a denunciar lo que vivió en la guerra después del 2007, cuando un grupo de ex soldados presentó formalmente una demanda por torturas ante la Justicia Federal. Todo es ahora parte del expediente que está a consideración de la Corte Suprema, que debe decidir, pasados treinta años, si –como argumentan las defensas de los militares– son delitos prescriptos. O si, por el contrario, se trata de crímenes de una gravedad tal que la Justicia no puede ponerles fecha alguna de vencimiento.
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