Lunes, 15 de octubre de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
William Henry (Guillermo Enrique) Hudson nació y murió en un mes de agosto. Dos agostos (augusts) muy distintos y distantes.
En 1841 era invierno y hacía mucho frío en Los 25 ombúes, una estancia chica pegada al arroyo Las Conchitas, en lo que es hoy parte de Florencio Varela y era por entonces plena pampa argentina. No había ni alambrados. Acechaban, disfrutaban los indios, sobraban el cielo y los pájaros; gobernaba Rosas, conspiraba el trágico Lavalle y el desencantado Echeverría escribía –sin pudores ni expectativas de publicación– los exabruptos de El matadero. Y todavía faltaba para que un con pelo Sarmiento describiera eso que pasaba en términos de civilización y barbarie.
En 1922 –un poco más de ochenta años después– era verano y hacía calor en Londres, una de las esplendorosas, fatigadas capitales del mundo. El rumor de los automóviles que entraba por las ventanas abiertas de la melancólica Tower House, en el equívoco Westbourne Park, cubría el rumor de los acorralados pájaros ciudadanos. En la edición del Times no cotizaba ni importaba la remota transición de Yrigoyen a Alvear, pero sí campeaban las esgrimas de Parlamento y las tensiones de una Europa malherida de primera posguerra. Mientras Eliot publicaba The Waste Land corregida por Pound, en los estantes de la biblioteca se enfilaban libros nuevos del penúltimo Conrad, El cuarto de Jacob, de Virginia Woolf.
Entre esos dos mundos –dos espacios, dos tiempos, dos culturas absolutamente diferentes–, separados por una distancia que sólo podía acortar la zancada de un bruto tierno, salvaje imponente de casi uno noventa de estatura, se movió Hudson, el imprescindible.
Y en realidad, físicamente, se movió una sola vez: vivió treinta y tres años de corrido acá –se fue en 1874, en el Ebro: tres meses de navegación Buenos Aires-Southampton– y nunca más volvió: vivió casi cincuenta años también de corrido en Inglaterra. Está enterrado allá y pertenece, con todo el poder y la gloria, a parte de la mejor literatura inglesa de la extraordinaria cosecha del primer cuarto de siglo.
Como escritor, es rarísimo. Para clasificar, digo. Y tardío, muy tardío. Hudson, siempre –incluso en los treinta años largos que vivió en su patria (hijo de norteamericanos emigrados, clase media rural)– se expresó por escrito en inglés. En su casa había sólo libros ingleses y estudió (no demasiado) junto a sus cinco hermanos, todos argentinos como él, con maestros ingleses que iban a las estancias. Y si se acercó a la escritura fue desde la vocación de naturalista. Describir/escribir lo que veía y tenía a mano fue siempre –en las dos orillas– su vida: la naturaleza, las costumbres, los sucesos, los bichos, los pájaros sobre todo. Empezó escribiendo eso, enviando desde este confín del mundo a las publicaciones científicas de Londres noticias (con el cuero incluido...) de sus hallazgos ornitológicos, describiendo especies que no estaban en los libros que conocía. Hasta que detrás de esos informes se fue él. Nunca publicó una línea aquí, mientras vivió en el país.
Ya en Inglaterra, tardó mucho tiempo en encontrar su lugar. Recién en 1885, más de diez años después de haber hecho pie en la Isla, publica su primera novela, The Purple Land that England Lost (La tierra purpúrea que Inglaterra perdió), reducida con el tiempo a La tierra purpúrea, aventuras de un joven inglés en la Banda Oriental durante las guerras civiles, que elogiaría luego, acaso excesivamente, Borges. No le fue bien. Tampoco con otros intentos de ficción narrativa. Y es recién en 1892, con algo más de cincuenta años y tras muchas penurias, que al publicar The Naturalist in La Plata (El naturalista en el Plata) consigue el tono, el tema y la manera propia y convincente y, junto con eso –por fin– la atención, el reconocimiento y el éxito editorial y literario.
Durante los siguientes treinta años –hasta su muerte– Hudson escribió y publicó casi sin pausa y con increíble energía una veintena de libros. Algunos pocos son de ficción, como la novela Green Mansions (Moradas verdes) –ambientada en las Guayanas que no conoció y al estilo de las historias aventureras de Rider Haggard–, o los famosos cuentos rioplatenses reunidos en El Ombú, que incluyen el que le da título, El niño diablo, Marta Riquelme e Historia de un overo. Tienen momentos excelentes, pero en general no se lo nota cómodo inventando ficciones y personajes. Aunque se ubica –para el lector inglés del momento– en la línea de los narradores que traen a cuento la experiencia exótica de vida y ambientes, como Kipling o Conrad –con quien tiene tanto en común en ese sentido– Hudson no es un novelista de raza. Pero sí es –sin contradicción– un notable, amenísimo narrador.
Y esa cualidad se pone de manifiesto en el resto de sus libros de este último y prolífico período. Se trata de originales textos híbridos en los que combina la descripción de sus observaciones puntuales de la naturaleza y del comportamiento animal (sobre todo los pájaros) en zonas rurales y urbanas, con el relato de anécdotas y sucedidos, pintura de personajes, evocación de ambientes e inesperadas reflexiones al paso.
El resultado es habitualmente extraordinario: a veces el libro es el decantado de sus andanzas a pie o en bicicleta por ciudades, campiñas, bosques y aldeas inglesas –entre otros: Birds in a Village, Birds in London, Hampshire Days, el memorable A Traveller in Little Things–; otras veces son artículos diversos en que el ambiente y el tema saltan a ambos lados del Atlántico –The Book of a Naturalist; Adventures among Birds–; y, finalmente, están aquellos textos dedicados específicamente a la tardía y luminosa evocación de los años de su infancia y juventud en la Argentina: Idle Days in Patagonia (Días de ocio en la Patagonia) de 1893, que reconstruye su viaje a la zona del valle de Río Negro y alrededores poco antes de abandonar su patria, y sobre todo el tantas veces citado y reeditado Far Away and Long Ago (Allá lejos y hace tiempo), publicado en 1918, en un rapto de luminosa evocación. Convaleciente de una dura enfermedad, el viejo Hudson recuerda, en su retiro londinense y setenta años después, los pormenores de su primera infancia, aquella vida plena que le reveló de una vez y para siempre la verdad casi mística de la comunión con la naturaleza. No hay muchos libros como éste en la literatura universal.
En la Argentina, Hudson se ha traducido casi todo y con fervor, pero ya hace tiempo y no siempre bien. Acaba de aparecer, por primera vez, una versión de Inglaterra de a pie (A foot in England, de 1909) y no hace tanto su inteligente biógrafa y difusora Alicia Jurado tradujo Ralph Herne (1888), una curiosa novela publicada en folletín ambientada en Buenos Aires durante la epidemia de fiebre amarilla. Ella, la Jurado, y el torrencial Martínez Estrada –coincidiendo poco o casi nada– le han dedicado textos imprescindibles.
La Antología de su obra que publicó Losada en 1946 venía acompañada de juicios críticos y de valoraciones –a veces superlativas– de sus escritores coetáneos (e ingleses): el amigo “Don Roberto” Cunningham Graham, Edward Garnett, John Galsworthy, el mismo Conrad (“Hudson es una fuerza de la naturaleza”) y algunos más. Lo elogió D. H. Lawrence y también se trató con el otro, el de Arabia. Cuando Jaime Rest prologó Allá lejos y hace tiempo para la edición de Fausto, le agregó un sutil texto de Virginia Woolf sobre ese extraño personaje que –al decir de Edward Thomas– “para ser un naturalista inglés comenzó por hacer una cosa excéntrica: nació en América del Sur”.
Hudson es, para nosotros, un autor insoslayable. Más allá de falaces chauvinismos –si es “nuestro” o “de ellos”: es obvio que pertenece a la literatura inglesa– su mirada y experiencias únicas y el testimonio personal riquísimo que ha dejado en textos luminosos sobre una época y ciertos ambientes de nuestra patria lo hacen de lectura imprescindible. Acaso porque les tuvo que contar/describir un mundo a otros que no sabían de qué se trataba, acaso porque literalmente estaba extrañado de un pedazo grande de su (mejor) vida, acaso por eso supo mostrar como nadie lo que tantos tuvieron delante y no atinaron a ver.
Que en eso reside, entre otras cosas, su grandeza.
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