CONTRATAPA

Homo Silencio

 Por Rodrigo Fresán

Desde Barcelona

UNO El silencio no es salud, pero sí puede ser buena medicina. De ahí que Rodríguez no se imponga voto de silencio, pero sí se lo exija –al menos por una semana– a eso que los gobernantes ineptos y opositores torpes consideran culpable de todos los problemas de este mundo: La Realidad. Así, con mayúsculas. Pero ahora, por un rato, enmudecida. De ahí que –en las próximas líneas y luego de esta apresurada enumeración por el sólo placer de invocar primero y acallar después– no se pronuncie la palabra crisis, no se aluda a la cadera del Rey o a la pelvis de Chávez, no se mencione el suicidio de la enfermera o el twittercidio del Papa, no se discuta en catalán o en castellano sobre la salida de Monti y el eterno ritornello de Il Cavaliere Oscuro, no se examinen las intenciones de las administraciones públicas de callar a los ciudadanos porque no se consigue nada protestando y todo eso. Así que nada. Cero. Silencio. Ese silencio que dice más que mil palabras y que una imagen. Ese silencio –un silencio más cercano al de las bibliotecas que al de los hospitales– que es aún más silencioso y, sí, genial, cuando tiene voz propia.

DOS “Cada disco debería ser comparado con el silencio. El silencio es perfecto. Así que hay que tener mucho cuidado antes de añadirle algo”, dijo no hace mucho Paul Buchanan, escocés de Glasgow. Y Buchanan –responsable con sus propias ideas– ha conseguido, en un disco llamado Mid Air, acercar lo más que se puede la canción al silencio. Y Mid Air –a quien el modesto Buchanan no se atreve a llamar record sino recordette–salió el pasado mayo; pero ha vuelto a ser relanzado hace un par de semanas en edición especial, con varios bonus, etc. Y Mid Air viene acompañado de dos hitos del pasado de Buchanan. Y de Rodríguez. Dos discos –remasterizados y potenciados– de los dorados años ’80. Dos clásicos juveniles. De Rodríguez y de Buchanan. A Walk Across the Rooftops (1984) y Hats (1989), firmados por Buchanan y Paul Joseph Moore y Robert Bell como The Blue Nile. Nombre que los tres escogieron porque querían ser reconocidos por algo que “fuese más grande y mejor que nosotros, algo más allá de nuestra experiencia personal”. Música y letras descaradamente románticas que no se parecían a nada hasta entonces y que desde entonces no se parecen a nada. Definiciones posibles: “música para las 4 A.M.”, “ambient folk”, “pop-soul electrónico”, “funk reflexivo”, “tecno/industrial-sentimental”, “música para que bailen solos en el living de su casa aquellos a los que no les gusta mucho bailar” o “el sonido de estar enamorado” o “el sonido de no estar enamorado” o “El sonido de ese momento exacto en el que uno estaba enamorado pero deja de estarlo o viceversa” o “música para escuchar de camino a la casa de la chica que amas y que, quién sabe, esté a punto de decirte que ya no te ama o que te ama más que nunca y que, por lo tanto, hay que hacer algo al respecto”. Rodríguez se acuerda que esos dos discos, esos dos cassettes, no salían de su walkman y que, calzándose la mordaza de los auriculares, escuchaba esas canciones –postales de una ciudad imponiéndose sobres su ciudad, pocas bandas más urbanas que The Blue Nile– como despachos desde un frente de batalla en el que valía la pena luchar y hasta caer. Una batalla íntima y secreta y distante de la épica muscular y gritona de Bruce Springsteen y U2, que era lo que escuchaban los amigos que le disgustaban y las amigas a las que les gustaría haberles gustado. Nunca encontró ninguna a la que le gustase The Blue Nile como a él y, supone, eso explica tantas cosas. Su esposa, por ejemplo, era fan de Simply Red y mejor dejarlo ahí. Así que Rodríguez continuó escuchando The Blue Nile –Peace at Last (1996) y High (2004)– a solas. Y en silencio. Y en algún momento leyó que The Blue Nile –lentos, obsesivos, fóbicos, siempre fuera del sistema– habían grabado su primer perfecto álbum como música de prueba para una línea de equipos de sonido por encargo del fabricante y que la banda acabó separándose casi sin darse cuenta, dejaron de llamarse por teléfono para ensayar y girar, sin dramatismos pero con la tristeza de saber que en el silencio, también, está la posibilidad de ser tan elocuente, de decir tantas cosas indecibles.

TRES Así que ahora, Mid Air es el primer disco a solas de Paul Buchanan, 56 años, tesoro nacional, músico de culto. Grabado rápido y sin pensarlo demasiado –perfectamente imperfecto– porque “las canciones son como los autobuses: llegan todas al mismo tiempo”. Voz elegante y frágil y piano y algún destello electrónico y poco más. Aires de Cohen y de Waits, dirán algunos; pero en realidad sus 14 tracks/haikus en 36.11 minutos funcionan como una suerte de aproximación vocal a las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, tarareadas por Philip Larkin y cruzadas con esos discos maduros de Frank Sinatra. Ya saben: In the Wee Small Hours, Only the Lonely... Y a Rodríguez se le pasó la salida de Mid Air. Hasta que una noche, en su TV el show de Jools Holland, vio y escuchó esto: http://www.you tube.com/watch?v=0HGSFQo63r0 Y para cuando terminó de escucharlo y verlo, Rodríguez descubrió que no podía hablar, que no tenía palabras, que se había quedado, reverencial, en el más profundo silencio, aplaudiendo con una mano.

CUATRO En la portada de Mid Air hay un traje de hombre vacío y flotante y, casi transparente, el vestido volador y también vacío de una mujer. Dentro, Buchanan canta sobre la chica del trapecio que cayó y se lastimó las rodillas, sobre el astronauta en órbita soñando con un día de verano mientras se despide con la mano, sobre los autos estacionados en el jardín y las luces de las oficinas apagándose una a una, sobre conducir hasta mitad de camino del mar, sobre estar borracho cuando se baila con la novia de la boda, sobre la llegada del verano “como si fuese un millonario”, sobre la patria verdadera y privada de los hijos, sobre leer una revista de cine, sobre la rareza del día martes, sobre la soledad como única compañía cierta, sobre la risa de Dios “que quiere amarte pero no sabe cómo”, sobre las ganas de vivir para siempre “y verte bailando en el aire”, y sobre los puentes que uno quemó y, aún así, sobre la imposibilidad de olvidar a aquella persona que nos hizo pensar en encender el primer fósforo. Y, a su manera, con elegancia y sutileza, canta sobre el final de The Blue Nile y de su música que, como la vida misma, era un río que fluye y que seguirá fluyendo para Rodríguez. Mid Air es ahora, el cielo sobre el agua de todo aquello.

Afuera –en La Realidad– todos hablan sobre el inminente fin del mundo o el comienzo de un nuevo ciclo anunciado por mayas. Sobre un bang o un whimper. Da igual. Puro estruendo, en cualquier caso. Rodríguez va a seguir escuchando, una y otra vez, los sonidos del silencio de Mid Air.

No es cierto que la música calme a las bestias sueltas o que nos pueda devolver a los niños asesinados por un ser lleno de ruido y furia; pero sí que consuela a los visitantes enjaulados en ese zoológico feroz llamado La Realidad.

Descansen en paz, descansemos en silencio.

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