Lunes, 24 de diciembre de 2012 | Hoy
CONTRATAPA › UN CUENTO DE NAVIDAD
Por Mempo Giardinelli
En el libro Nadie acabará con los libros, Umberto Eco y Jean-Claude Carrière dialogan sobre lecturas y comentan una historia de Restif de la Bretonne, novelista francés del Dieciocho que no he leído, que es parecida a una que contaba mi padre y que en 1980 estuve a punto de incluir en La revolución en bicicleta.
Esta transcurre en el Paraguay de los años ’60 del siglo pasado, cuando el general Alfredo Stroessner está en el pináculo de su fama como dictador corrupto y sanguinario, y mi viejo y su amigo Dámaso Ayala son marineros en la flota fluvial que une Buenos Aires con Asunción. Navegan juntos durante una década hasta que Dámaso, un gigante tieso y huraño, ex campeón de lucha libre, regresa al Paraguay y papá prueba suerte en Barranqueras, luego en Resistencia. Después, se visitan cada tanto y mi viejo se gana la confianza de los opositores al régimen.
Yo lo conocí una vez que vino a Resistencia con dos morenos grandotes como él y con una perrita overa, blanca y negra y de cola cortada, que podía pasar por fox-terrier. Estuvieron toda una tarde en nuestra casa y yo jugué con el animalito en el patio y la vereda, encantado porque era hiperactiva, curiosa y ladradora. Al caer la noche partieron, pero antes Dámaso alzó a la perrita y me tocó la cabeza en señal de agradecimiento. Nunca más los vi.
La imagen que de él retengo es la de un hombre enorme y simple, nada carismático y con los ojos claros, transparentes como el agua en los bancos de arena. El retrato se completa con palabras de mi padre: Dámaso tiene convicciones profundas, sencillas pero blindadas. Su oposición al dictador es una militancia consciente y más bien íntima, hoy se diría de perfil bajo, cerrada y discreta.
No sé cuánto tiempo después, quizás un año, o dos, una semana antes de Navidad papá llega a casa e informa con voz seca: “Lo agarraron a Dámaso”.
En aquellos tiempos ser detenido en el Paraguay supone las peores vejaciones. Dámaso está preso en su pueblo, Caá-Cupé, donde lo someten a brutales interrogatorios, lo torturan toda una noche, y todo un día, y otro, hasta que al cuarto o quinto y viendo que no delata a nadie, a media mañana lo sacan a la calle, engrillado en tobillos y muñecas, y lo exponen en la plaza como para que todos sepan lo que les espera a los desacatados.
Entonces y como surgida de las matas de algún jardín aledaño donde se habría escondido, aparece la perrita de Dámaso. Veloz como un campeón olímpico, va y le lame los tobillos ensangrentados mientras gime como diciéndole que ahí estuvo ella esperando y ahora va a curar sus heridas. Pero un sargento la separa con una patada brutal, y el comandante de la tropa stroessnerista decide en ese instante escarmentar al gigantón engrillado. Hace señas para que le aflojen las cadenas y sus secuaces entienden que está por aplicarle la ominosa Ley de Fuga, que consiste en simular una huida del reo para acribillarlo a balazos.
Dámaso advierte la treta y levanta a la perrita, le habla en una oreja, la besa y la arroja lejos, como para recibir él solo la inminente balacera. Pero la perrita regresa, ladrando de-sesperada, y salta a su alrededor porque comprende lo que va a suceder e intenta cubrir al amo con su pequeño cuerpo. Entonces Dámaso vuelve a alzarla y mirando al gentío del otro lado de la plaza, la ofrece como un cáliz navideño. En silencio pero con los claros ojos encendidos y llenos de sangre, como llamaradas, ruega, exige que alguien se haga cargo de su compañerita.
La respuesta que obtiene es el gélido silencio de la gente que se agolpa en las veredas. Todos miran pero nadie acepta el obsequio, ni siquiera los que conocen a Dámaso desde hace años, algunos, quizá, sus amigos. El no los mira a los ojos, para no reconocerlos, y sólo repite el vago, angustioso gesto de entregar la perrita. La sostiene entre sus manos, acongojado porque no encuentra a quién dársela, hasta que un soldado le encaja un culatazo y la perrita cae y vuelve a ladrar, enloquecida ladra y grita y llora como hacen los perros cuando se angustian. Sus ladridos son agudos y parecen condenar el silencio de la gente, cuando de pronto cruza la calle disparada porque ha reconocido a alguien. Dámaso le grita que se detenga y en eso hay como un rápido ballet en la multitud y un tipo que se da vuelta y huye. La perrita ladra ante una vieja que reza con un rosario en las manos, y luego corretea entre el público para que alguien, por piedad, salve a su amo de los uniformados. Sus ladridos llenan el mediodía y silencian incluso a las chicharras.
Como si en ese instante todo el universo fuese la pura desesperación de la perrita de Dámaso, el oficial stroessnerista en voz muy baja ordena soltar al prisionero y empujarlo a huir. Un sargento y dos soldados gritan un estúpido alerta aunque Dámaso, obviamente, no da un solo paso y apenas mira a la perrita en la vereda de enfrente, que sin dejar de ladrar corre hacia él. Dámaso dice que no, que no y hace un gesto con la mano engrillada en el aire, y en ese instante fugaz un soldado grita “¡se escapa el preso, comandante!” y ésa es la señal para que se desate la balacera sobre Dámaso Ayala, que en segundos se desploma, acribillado.
Las gentes del pueblo miran todo como quienes miran tiburones a través del vidrio de un oceanario; los soldados se acercan al cadáver con las armas aún humeantes y también llega la perrita ladrando como si quisiera espantar un ejército entero, hasta que con un gemido desgarrador se silencia y empieza a lamer el rostro de Dámaso. Gira alrededor del cuerpo, se sube al pecho herido, lame la sangre de cada bala y le chupa la boca como exigiendo una palabra, desesperada en medio del silencio estruendoso de la plaza y ese público atrozmente mudo.
Entonces el sargento ordena a la tropa que se aparte y le vuela la cabeza de un balazo, murmurando perro de mierda.
Se produce un silencio aún mayor, como si todos los sonidos del mundo hubiesen muerto sobre esa plaza y en lugar de gente hubiese allí figuras de cera o de terracota.
Hasta que la voz de una mujer, tensa y vibrante, grita con toda la furia:
–¡Asesino!
Y otra voz, desde el fondo de la masa anónima completa la acusación:
–¿Por qué mataste a esa perrita inocente? ¡Asesino!
Y otra:
–¿Qué te hizo la pobre para que la matés así?
–¡Asesino! ¡Asesino! –corean varios más.
Los soldados levantan velozmente el cadáver de Dámaso Ayala y lo llevan al cuartel. Uno duda un segundo, bajo la lluvia de gritos, y se lleva también el de la perrita mientras en la torre de la iglesia alguien tañe la campana y en una tienda del vecindario otro pone un disco de Bing Crosby cantando “Jingle Bell, Jingle Bell” en inglés.
No creo que Eco y Carrière conocieran esta historia, y se entiende: es difícil empardar el prestigio literario del relato de un bretón. Pero lo que me impresiona es cómo una lectura puede reavivar una memoria dormida. En la voz trémula de papá recuerdo ahora que hacía calor y que yo, que era niño, anduve entristecido toda esa tarde y después me fui a jugar a orillas de este mismo río que parece que trae y lleva el calor tropical como un continuo piazzolliano que primero incendia la siesta y después desata nubes de mosquitos al atardecer. Así también trabajan la memoria y el olvido en las Navidades.
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