Lunes, 24 de diciembre de 2012 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Con el resultado puesto, tienta pensar que lo sucedido era harto probable. Y que se escaparon varias tortugas del área de Inteligencia por su impericia para preverlo. Sin embargo, eso no cambiaría que en la base de los episodios está la mano ostentosa, obvia, de quienes necesitan climas de violencia para sustituir el apoyo popular que sigue escapándoseles sin remedio.
Si se empieza por las consecuencias, va de suyo que hay bolsones no resueltos de pobreza estructural que, encendida la mecha, habrán de irradiarla. Las zonas de los saqueos coinciden con ello, aunque fue visible que, en tanto “saqueo” como sinónimo de desesperación, no estamos hablando de eso. Sí de atracos cuya característica primera es lo meramente delincuencial, organizado, a todas luces. Hasta la prensa opositora debió resignarse a admitir que el móvil no es el hambre. Circulan algunos nombres propios de lo que el sentido común identifica como responsables: punteros, dirigentes sindicales, jefes territoriales con bandas siempre prestas y algunos grupejos que corren por izquierda. Si hay claridad política al respecto, más debe haberla en cuanto a no confundirse sobre los riesgos de la etapa que se vive, y que no tiene que ver en absoluto con los sucesos de hace once años. Entonces sí era cuestión de un país hambreado y estallado por obra de una corrupción modélica, que nos dejó con la mitad de los habitantes por debajo de la línea de pobreza. Hoy no hay ninguna reproducción de ese caos, ni política ni social ni económicamente, si es que esos tres rangos fueran diferenciables. Del resto puede conjeturarse lo que se quiera, pero de eso no. Eso es así. El tema es que, justamente porque la Argentina no se relaciona en nada con la de 2001/2002, vienen quedándose afuera dos grandes bloques de poder: una parte del establishment de la economía que ya no interviene en las decisiones políticas, y una parte del sindicalismo y de los aparatos tribales, históricamente acostumbrados a las prebendas del peronismo como partido de Estado. Este peronismo, sobre todo desde la gestión de Cristina, marcha en camino opuesto a esa costumbre. Y de esto tampoco puede dudarse. Los cruces acusatorios entre el Gobierno y la cúpula de una de las CGT tampoco varían ese escenario: lo corroboran. Sí puede anotarse que las afirmaciones oficialistas constituyeron lo esperable. No así que poco después de que ese sector gremial fuera señalado, la situación tendió a normalizarse. No es un dato de imputación. Sólo una constancia objetiva.
Por lo demás, ésta es una nota de agradecimiento que, si se quiere, incluye todo lo anterior en buena medida.
En el cierre del año, unas fotos, unas imágenes, unas juntadas obscenas del agua con el aceite, un fracaso rotundo y, finalmente o antes que todo, una falta de respeto, le simplificaron al periodista un recorrido de balance puntilloso. Se trata del acto del miércoles pasado, bajo convocatoria de una comparsa que tanto puede ser calificada de indescifrable como de inmoral. Quizá sea mejor recurrir a Horacio Verbitsky, quien la rotuló como uno de los episodios más extravagantes que la política argentina produjo en años. Casi lo más impresionante, sin embargo, es que una murga de esa calidad no pudo llenar la Plaza de Mayo con la salvedad de la visión de Clarín, cuya crónica del mamarracho fue desopilante. En foto central de portada habló de un “masivo acto del sindicalismo opositor”. Y a página 3 volanteó en letras coloradas “Marcha a la Plaza”, como si hubiera sido la analogía de Mao al frente del Ejército Rojo chino en octubre de 1936. Debajo de esa grandilocuencia, el cronista escribió que el cálculo de Pablo Micheli, estimando 70 mil personas, fue desmentido por la realidad de que en la plaza podía circularse cómodamente. Por favor, un editor ahí, lo más rápido posible. Más aún cuando, a continuación, el artículo de “análisis” clarinesco citó al vacío como “demostración de fuerza que debería preocupar a Cristina Kirchner”, “gran protesta”, “triunfo de un aceitado mecanismo de organización” y otros exabruptos. La Nación, en cambio, registró fotográficamente que el papelón fue indisimulable. Una vez más: la diferencia entre un órgano de elite mitrista que, al margen de gorilismo y racismo ancestrales, no come vidrio respecto de lo que puede esperarse con un circo opositor de esta naturaleza, y un oligopolio decadente que, de ya no saber a qué aferrarse, se agarra de lo que sea. Saquemos la siguiente y elemental cuenta. Una Plaza de Mayo raleada, para vergüenza de su historia, con los parroquianos de los bares circundantes sin moverse de sus lugares, a la que reclamó concurrencia el moyanismo más una fracción de la CTA y el cleptócrata. Se plegaron la UCR, Buzzi, Pino, los chinos y el PO. Es irrelevante que pudiera faltar en la nómina algún otro grupo alienígena. Si los propios organizadores frenaron su euforia en 70 mil personas, que de por sí es una cifra módica para las expectativas que intentaron crear, podemos negociar –siendo concesivos– en algo menos de la mitad (por lo general, esa ecuación es la que mejor se acerca a los números auténticos de las concentraciones: se toma el guarismo de manifestantes que da la Policía, siempre el más bajo, y el de los convocantes, inevitablemente el más alto. Y se saca el promedio entre ambos). Pero resulta que a esos 30 o 35 mil asistentes, en términos de trascendencia opositora, hay que restarle el aporte de los nucleamientos de izquierda eternamente radicalizada. Son siempre unos cuantos miles, con tan baja intensidad política y representación electoral como significativa visibilidad callejera. Si, encima, el resto de la concurrencia provino con estrictez de los aparatos sindicales que organizaron, la conclusión es fatal: no sumaron a nadie. El 8N tuvo masividad. Careció de toda consigna unificadora y plan de acción, pero fue capaz de aglutinar dispersiones de clase media. En el 9D, el kirchnerismo hizo estallar la plaza y sus alrededores, junto con gran potencia numérica en varios puntos del país, gracias a presencias orgánicas pero también de muchísima gente suelta. Lo del miércoles, en cambio –y disculpas por la obviedad– fue un bochorno cuya pobreza numérica tiene la única causa del ser un efecto vergonzante. El propio discurso de Moyano, que se perdió entre apelaciones evangélicas, su madre jubilada y la ausencia de frases provocativa (excepto la de “este gobierno maldito”), fue demostración de que predica sin convencimiento de sí mismo. Cabría preguntarse, frente a lo deshilachado de su arenga, cuánto le habrá impactado ver esa plaza semivacía, sin épica, sin calor. Sin nada, salvo el resentimiento contra un gobierno que no continuó ofertándole casi todo lo que quería y al que apoyaba entusiasmado, militante, hasta hace menos de un año.
Aunque quedó dicho, tampoco sería justo centralizar la crítica en el conductor camionero e, inclusive, la rigurosidad obliga a ser más duro con los satélites que entraron a su órbita. Después de todo, Moyano es un negociador de pesada gremial que opera en el toma y daca de las representaciones sindicales. Y de última, por lo menos tiene la fidelidad de su tropa. Genera un rechazo virtualmente unánime entre los sectores medios y en el mundo mismo de la clase trabajadora, pero los pocos porotos con que cuenta se los ganó. Todo lo contrario, ¿dónde meter la menudencia de Buzzi? No hablemos ya de que no fue competente ni para arrimar algún tractor de protesta a la plaza. No hubo ni una sola columna de pequeños productores agrarios, de esos que según él simbolizan la expoliación del modelo contra el sufrimiento del campo. ¿No le daba para pagar un micro, aunque sea? ¿Una pancarta? ¿Alguien vestido de gaucho? ¿No los convocó? ¿No los tiene? Pero, seguramente, la expresión máxima de impotencia y algo más es el caso del hijo de Alfonsín. Venía de reconocer que a los argentinos les está yendo bien en lo económico, así dijo, con esa literalidad, y que mientras sea así no hay con qué darle a Cristina. En la práctica se desdijo y situó a la UCR llamando a la plaza. En el partido, según fue público, se produjo una controversia de aquéllas porque, claro, pegar el radicalismo a Moyano, y a lo que Moyano encarna, es un poquito fuerte. Empero, hicieron homenaje a la ineptitud y terminaron como en una de las escenas de La vida de Brian, la película inglesa que muestra en asamblea interminable a los seguidores de Cristo, mientras están crucificándolo. La cosa es que hay una foto majestuosa, del miércoles, publicada por Ambito Financiero. Avanzan unos tipos, desperdigados entre sí, con banderas radicales. Deben ser cincuenta. Cien, con toda la furia. En algún aspecto, es una foto dolorosa. Un partido que supo ser de masas bien que coyunturalmente, que le ganó al peronismo, que despertó alguna utopía de libertades civiles, que tuvo un líder tan contradictorio como cualquiera, pero líder al fin, con semblanza de enfrentarse a poderosos, convertido en esto. En esta miseria anatómica y de ideario.
El periodista piensa en si, acaso, no es ésta una crónica opinada que repara con exceso en la insignificancia, previsible, de un acto opositor. Más cuando le sobrevinieron los acontecimientos de jueves y viernes. Pero, asimismo, no encuentra la manera de que esa pequeñez no se agrande hasta constituir una imagen, difícil de superar, en torno de lo que hay en danza en Argentina a propósito de las fuerzas u opciones contrapuestas realmente existentes. Incluso, la estatización del predio de la Rural y los sucesos de violencia se subsumen en esa lógica. Y otro tanto acontece, por aquello de la falta de respeto, con haber elegido un 19 de diciembre para manifestarse por el mínimo no imponible y algún otro reclamo desparramado que emparienta a los manifestantes con los caceroleros, sin perjuicio de lo justificado de algunas de esas exigencias.
Así que gracias a Moyano, al hijo de Alfonsín, a Pino, a la Corriente Clasista y Combativa, al PO, a Buzzi, a Micheli, al Momo Venegas, al cleptócrata y al raquitismo que expusieron.
Facilitaron enormemente lo arduo de un balance político.
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