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Justo el treintaiuno

 Por Juan Sasturain

Soler solía contar, como ejemplo de desencuentro espiritual (sic), su entrada primeriza y frustrada en la narrativa, en el mundo de Juan Carlos Onetti: la lectura, a los veinte años –o acaso un poco antes– de Bienvenido, Bob. Solía decir –desde supuesta madurez ulterior, ya más grande que aquel estudiante– que el sombrío relato del uruguayo lo había dejado transitar el primer párrafo engañado con el saludito del título, para después envolverlo en oscuridades y finalmente despedirlo con una especie de demorada fuerza centrífuga que primero lo descentró y después lo fue dejando afuera de la historia y sin (querer) entender nada.

Soler solía contarlo así, con esas metáforas algo pueriles. Y el relato de esa experiencia de lectura frustrada y frustrante solía ir acompañado de la consabida referencia al tango, a las letras de la canción ciudadana más precisamente, como ejemplo de parecidos y compartidos desencuentros: hay que haber vivido para saber de qué habla el tango. “Pero en algún momento te llegan”, solía afirmar al respecto, haciendo un paquete desprolijamente atado con Onetti, Discépolo y Las cuarenta, de Gorrindo, y con ello conseguía –solía conseguir– gestos afirmativos de cultas audiencias coetáneas.

Ya supuestamente asentado en la vida y las lecturas, Soler solía disfrutar del relato de su disfrute maduro de Onetti, poniendo el énfasis sobre todo en el estilo y los climas de Los adioses, El astillero, La cara de la desgracia y El infierno tan temido (“el cuento de las fotos”). Y en esas circunstancias solía también recordar, para el asombro o asentimiento inteligente de su auditorio informado, que el oscuro narrador oriental había sabido o solido padecer –pese al reconocimiento crítico– la ceguera del jurado en varios concursos en los que le tocó segundear detrás de obras sin duda inferiores a las suyas. Y Soler solía dar los ejemplos de su relato Jacob y el otro, que perdió ante Ceremonia secreta, de Denevi, en un concurso de Time-Life de fines de los cincuenta y, sobre todo, el del insólito fallo del premio de novela de Fabril Editora que prefirió la correcta El profesor de inglés, de Masciángioli, a El astillero, apenas pocos años después.

Y ahí Soler solía empalmar sus disquisiciones sobre cegueras y ninguneos con el ejemplo de William Faulkner –previa referencia a su condición de alevoso modelo onettiano–, que hasta la aparición de The portable Faulkner, de Malcolm Cowley, que lo facilitó, lo hizo “legible y visible” al gran público y a la crítica en la inmediata segunda posguerra, sufría de ostracismo en los anaqueles yankees pese a tener una larga (y seguramente mejor) obra en los treinta. Soler, que ya publicaba sus propias cosas por entonces con regularidad, solía rematar sus reflexiones sin duda atinadas con el ejemplo de los Nobel tardíos de Hemingway y el mismo Faulkner, otorgados por novelas “alevosamente manipuladoras”. Sin duda exageraba –él, Soler, lo sabía– pero era cierto que ni El viejo y el mar ni Una fábula “le ataban los zapatos” a Un lugar limpio y bien iluminado o Mientras yo agonizo, como solía concluir. Y ni hablar de Onetti, para volver al tema: el Cervantes le llegaba treinta años después de La vida breve.

Finalmente, ayer nomás, un Soler supuestamente ducho y leído al que suelen encomendarle tareas de escriba ocasional, se encontró ante la necesidad de escribir algo para cerrar el año y pensó, como suele cada tanto, recurrir al admirado Onetti. Para eso el maestro tiene un cuento, “Justo el treintaiuno” –así, todo corrido– que bien podía servirle de arranque, sobre todo porque coincide con un tango (incorrectísimo) de Discépolo del mismo nombre. Fue y lo buscó. Recordó que se había publicado por primera vez en Marcha en el ’64, que lo tenía en los Cuentos completos, que hacía mucho que no lo releía.

Soler suele pensar de sí mismo que de algún modo imperfecto y a duras penas algo ha crecido, algo ha madurado. Suele, no obstante, en momentos de mediana lucidez, sospechar de esa certeza. Ayer, por ejemplo, descubrió –sin sorpresa verdadera– que la lectura de “Justo el treintaiuno” lo expulsaba sin piedad, lo dejaba afuera con un empujón de crudeza intolerable, justo como aquella primera vez –casi medio siglo atrás– ante Bienvenido, Bob. La diferencia es que ahora cree saber de qué se trata: que sólo se ha escondido bastante bien tras un muro de palabras, pero que sigue siendo básicamente el mismo.

Estas cosas le suelen suceder. Para fin de año, sobre todo.

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