Martes, 9 de abril de 2013 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO En la infancia, el tiempo se alarga y ensancha. Relatividad, milagro. Prueba de ello es que la Semana Santa dura mucho más para los niños que para los adultos. Así que el Infante ya cenó, ya fue imputado y crucificado, ya resucitó, y ya se fue para –todo parece indicarlo– no volver. Pero para el pequeño hijo de Rodríguez el feriado continúa. Y, ya que estamos en la revisitación de épocas perdidos en las que uno nunca sabe ni sabrá del todo bien qué sucedió, la idea es que parte de este último domingo pase por ir a ver Los Croods. La saga de una familia en problemas, amenazada, perseguida, que se queda sin casa y no sabe muy bien dónde ir ni qué comer por el camino. Por las dudas: no parecen ser españoles y transcurre en la prehistoria. Pero nunca se sabe: porque el pasado se parece cada vez más al presente. Y el luminoso futuro que anuncian los oráculos nunca llega, siempre queda más adelante. Irrelatividad, truco.
DOS Así que padre e hijo salen rumbo al cine. Y –habiendo consumido cantidades casi alucinógenas de azúcar gomosa a la espera de que se haga la oscuridad y empiece la luz de la película– Rodríguez otra vez vuelve a preguntarse qué viene primero, qué pasó después: ¿los neanderthales o los cromagnones? No importa mucho; porque el clan Crood es dibujo animado computarizado –tecnología de punta de la DreamWorks al servicio de primitivas puntas de lanzas y flechas– son modelo único y universal. Le quedan bien a todos. Algo así como la puesta al día de Los Picapiedras, pero con muchos menos recursos, sin trabajo y aterrorizados. El jefe de familia se llama Grug y viene con la voz de Nicolas Cage, ese actor alguna vez de renombre que se volvió loco (a Rodríguez le encanta el modo en que Andy Samberg lo parodia en Saturday Night Live) y empezó a protagonizar, a los gritos y susurros, films cada vez más absurdos. Liam Neeson –reciente contagiado– va tras sus pasos. Tom Cruise ya va a en camino. Y, si se descuida, también Tom Hanks. Y Grug tiene una inquieta y volátil hija adolescente que responde al nombre de Eep. Chica de la que el hijo de Rodríguez se enamora en el acto. Va a soñar con ella esa misma noche; los pixels de Eep son para su generación lo que las carnes y huesos y trajecitos de pieles de Raquel “Loana” Welch y Barbara “Lana” Bach fueron para otros chicos en los albores siempre cavernícolas y bunga-bunga de su sexualidad. Y Eep calza la voz ronca y laurenbacalliana de Emma Stone, quien se está quedando con todos los papeles diseñados para la descarrilada Lindsay Lohan y aparece en la última Spider-Man leyendo Matadero 5, de Kurt Vonnegut, bien por ella. El resto de la familia no es muy importante salvo la abuela/suegra Gran (Cloris Leachman), anciana muy longeva de cuarenta y cinco años A. C. que no cubre aquí el rol de la sabiduría ancestral sino que parece entrar y salir a voluntad de la cueva oscura no de Altamira sino de Alzheimer. Es, sí, el personaje más gracioso. Y está Kid (Ryan Reynolds), que simboliza la inteligencia y la audacia de lo que vendrá, etc. Y Kid viste mejor ropa, casi de diseño, y le fabrica a Eep sus primeros zapatos en lo que tal vez sea el mejor gag de la función. Y ése es el quid de Kid y la cuestión: el padre Grug es un ya anticuado neanderthalensis conservador y atemorizado por todo, al que no se le ocurre ninguna idea; mientras el casi inmediato novio sapiens Kid es el porvenir rebosante de posibilidades, que no para de pensar y de pensar. Y adivinen con quién quiere irse Eep. Y es entonces cuando Rodríguez descubre que está a punto de ponerse a llorar. Como ya lloró no a mares sino a océanos al final de Toy Story 3. Y en el centro de El origen de los guardianes. Y al principio de Up. Y Rodríguez se pregunta si ésa es la idea, el plan: dibujantes y computadoras en bunkers clasificados confabulándose no para hacer reír a los niños sino –clave secreta del éxito– para hacer llorar a los padres. Y, sensibilizados, dejarlos bien a punto para que, a la salida, se gasten el sueldo en merchandising sin ofrecer resistencia. En cualquier caso, para la próxima, no piensa correr riesgos: Iron Man 3. Pero, ahora, Rodríguez llora un llanto que suena muy pero muy parecido a un yabba-dabba-doo.
TRES Porque –aunque esté muy lejos de esas obras maestras que son la trilogía Toy Story o la hasta ahora insuperable Monsters, Inc. y a ver qué tal la prequel– Los Croods se las arregla para tratar ligeramente un tema muy profundo: el cambio de guardia, el fin de la niñez y, por lo tanto, el adiós no a la paternidad, pero sí a la modalidad de papi más intensa y refleja y primitivamente intensa. Y, cerca del final, hay un momento tremendo y definitivo: luego de despedirse (Rodríguez llora seguro de que los otros padres están haciendo, ahí cerca, más o menos lo mismo) y de haber salvado a los suyos arrojándolos, gracias a su fuerza bruta, al otro lado de un abismo insalvable, Grug se sacrifica. Y se queda solo, en una cueva oscura, pintando en sus paredes, a la débil luz de una antorcha, los trazos simples, pero tan sentidos de su familia, dentro de un círculo, con él mirándolos desde afuera y ya listo para dormir allí una siesta de millones de años hasta que lo descubran y lo desentierren y lo expongan en un museo. Entonces Rodríguez deja caer la cabeza entre sus manos. De haber terminado ahí Los Croods, los espectadores habrían salido del cine bastante desconcertados, de acuerdo, pero sería una desoladora obra maestra. Por supuesto, quedan unos diez minutos en los que todo se arregla y se endereza y Grug tiene una idea complejísima ganándose el asombrado respeto de Kid y la admiración de Eep, y todos corren felices por una playa paradisíaca. Y no: ni rastros del monolito de 2001: una odisea espacial.
CUATRO Rodríguez y su hijo regresan a casa descendiendo a las profundidades de la tierra y a través de túneles subterráneos: en metro. Bajan a toda velocidad por las escaleras y alcanzan el andén justo cuando está por arrancar el tren. Y, tomados de la mano, corren y saltan, juntos, como si saltasen una grieta tan ancha y honda como períodos geológicos e históricos. Y entran en el vagón mientras a sus espaldas se cierran las puertas con el chasquido sin retorno de mandíbulas de dinosaurio. Y el tren ruge y acelera. Y Rodríguez y su hijo, sin aliento pero triunfales, se ríen. Y Rodríguez –a quien le duelen todos los huesos y los pulmones y se pregunta si ésta no habrá sido la última vez en que su cuerpo de casi medio siglo le permite protagonizar semejante hazaña– no suelta la mano de su hijo. Va a tenerla bien agarrada, fuerte, lo más que pueda. Todo lo que su hijo se lo permita, hasta que empiece a sentir vergüenza o incomodidad. Ojalá que falte mucho, desea Rodríguez. Toda una era por venir, de ser posible, por favor. Millones y millones de luminosos años luz. Y recordarlos siempre así, como ahora: riéndose los dos. Y que así los recuerden a ellos. Desde el más lejano de los mañanas. Cuando también ellos sean prehistóricos para alguien; pero recién mucho después de, como ahora, haber sido tan inmortales para sí mismos.
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