EL MUNDO › DOS HECHOS DEFINIERON LA VIDA POLíTICA DE MARGARET THATCHER: LA GUERRA DE MALVINAS Y UN RADICAL PROGRAMA DE PRIVATIZACIóN ECONóMICA

Murió la mano de hierro del ultracapitalismo

La Dama de Hierro que gobernó el Reino Unido entre 1979 y 1990 aplicó durísimos recortes y desarticuló el movimiento obrero.

 Por Marcelo Justo

Desde Londres

En el plano internacional era la “Dama de Hierro”. Entre los británicos se añadía otro apodo más emblemático: “Ladrona del vaso de leche”. Dos hechos definieron su vida política: la guerra de Malvinas y el radical programa de privatización económica. Ambos marcan la particular contribución del general Leopoldo Fortunato Galtieri a la historia universal del siglo XX: sin Malvinas, Thatcher no se habría convertido en la heroína de la economía de mercado que comenzó a expandirse por todo el planeta desde mediados de los ’80. La ex primera ministra británica murió ayer, a los 87 años, a causa de un derrame cerebral.

Nacida Margaret Roberts el 13 de octubre de 1925 en Grantham (norte de Inglaterra), hija de un verdulero y pastor laico metodista, de quien diría en su autobiografía que había aprendido “todo lo que sabía de política”, Thatcher llegó al Parlamento en 1959 y a los primeros escalones del gobierno, dos años más tarde. El gran espaldarazo político lo obtuvo de la mano del conservador Edward Heath, quien le agradeció su apoyo en su elección como líder partidario, nombrándola ministra de Educación en 1970 con la misión de reducir el gasto estatal. Convencida de que la presencia del Estado en la economía y la vida individual era una de las grandes maldiciones del Reino Unido, Thatcher agradeció la oportunidad que le dio Heath y eliminó el vaso de leche para los niños de entre 7 y 11 años, episodio que le valió el apodo de “Ladrona”. “Aprendí una lección muy importante –diría en su autobiografía–. Me había ocasionado el máximo nivel de odio colectivo con el mínimo nivel de beneficio político.”

El gobierno de Edward Heath cayó en 1974 arrastrado por una crisis petrolera internacional y –hecho que la “Dama de Hierro” jamás olvidaría– la huelga de mineros y la semana laboral de tres días a causa de los cortes en el suministro eléctrico. En 1975 fue a la oficina de su mentor político, el mismo Heath, para informarle que intentaría disputarle el liderazgo del Partido Conservador. “Nunca ganarás. Buenos días”, fue la respuesta de Heath. Convertida en líder de la oposición, un diario soviético la calificó de “Dama de Hierro” luego de un virulento discurso contra la política de derechos humanos de la Unión Soviética, ayudándola como nadie a forjar con ese apodo su imagen pública. La crisis económica del gobierno laborista de James Callaghan y el famoso “Invierno del descontento”, con huelgas de recolectores de basura y enterradores que dejaron una imagen de parálisis absoluta de un país en la que ni los muertos podían descansar en paz, allanaron su victoria en las elecciones de 1979. Su primer encuentro con la prensa se recuerda por una cita que hizo de San Francisco de Asís y un inusual tono pacificador: “Donde haya desacuerdo, espero que traigamos armonía. Donde haya error, espero que aportemos verdad. Y donde haya desesperación, espero que demos esperanza”. San Francisco de Asís no volvió a figurar en sus discursos.

Con un durísimo programa de austeridad, con cortes del gasto público y aumentos impositivos, la economía se hundió en una recesión y, para diciembre de 1980, sólo el 23 por ciento de los británicos la apoyaba, el nivel más bajo desde que existían sondeos para un primer ministro. Los violentos disturbios sociales en las principales ciudades británicas en 1981 y un desempleo que superó las tres millones de personas –el triple del que había con el gobierno laborista– golpearon aún más la escasa popularidad de su gobierno. Todo siguió así hasta que apareció la Junta Militar argentina. La guerra de Malvinas le permitió reafirmar como nunca antes su imagen de “Dama de Hierro”, por más que documentos desclasificados el año pasado mostraran que durante el conflicto su posición fue más fluctuante de lo que dio a conocer con la victoria militar. Esta victoria le allanó el camino para el triunfo electoral en 1983 con una mayoría absoluta que le permitió avanzar con un radical programa de privatización y desregulación financiera que cambiarían el Reino Unido de la posguerra.

La fuerte presencia estatal en la economía fue drásticamente reducida (venta de la automotriz Jaguar, de la telefónica British Telecom, de British Aerospace, de British Gas, etc.) y prácticamente aniquilada con la segunda ola de privatizaciones que siguió a la victoria electoral de 1987 (acero, petróleo, la British Airways, la Rolls-Royce, agua y electricidad). Apenas el Servicio Nacional de Salud y el sistema ferroviario se salvaron de la poda que incluyó al poderoso sector de viviendas municipales construido en la posguerra. A esta revolución neoliberal se añadió la desregulación del sector financiero con las nuevas reglas que rigieron a la Bolsa de Londres en 1986, el célebre Big Bang que muchos analistas sitúan como el origen de la turbulencia financiera mundial que azota al mundo desde 2007-2008. Al mismo tiempo, su imagen de dama implacable se consolidó con el atentado que sufrió a manos del IRA en 1984 y con su victoria sobre la huelga de mineros que terminó de desarticular el poderoso movimiento obrero británico de la posguerra. Esa imagen, tan importante en su carrera política, terminó convirtiéndose en la trampa que precipitaría su caída.

Enamorada de su propia intransigencia principista, asumiendo aires de reina con el electorado y su propio gabinete, Thatcher impulsó un impuesto a los servicios municipales que se basaba en el número de individuos que vivía en una casa y no en el valor de la vivienda. En marzo de 1990, una manifestación de cientos de miles de personas en el centro de Londres abrió el telón a la primera escena del último acto. A pesar de que sólo el 12 por ciento de los británicos apoyaba la medida, Thatcher apeló a ese escudo público que había forjado durante los años más exitosos de su carrera. “Ustedes cambien, esta dama jamás lo hará”, había dicho una vez, y se negó a dar marcha atrás. Fue un error garrafal. La gota que colmó el vaso fueron sus eternas peleas con Europa y el desdén público con que trató a su entonces viceprimer ministro Geoffrey Howe –uno de los cerebros económicos del thatcherismo–, forzando su renuncia.

En noviembre de 2011, un ex ministro, Michael Heseltine, forzó una votación sobre el liderazgo del Partido Conservador y, aunque Thatcher ganó la primera ronda, sus propios ministros y asesores le dejaron en claro que perdería en la segunda. “Fue la típica traición con una sonrisa en los labios”, le diría Thatcher a la BBC. Desconsolada, la “Dama de Hierro” renunció a su cargo. Una foto de la época la muestra con los ojos llorosos, mirando desde la ventana de su limusina la puerta de 10 Downing Street, residencia oficial que acababa de dejar después de 11 años en el poder. Era una imagen inusual, feroz, que muchos británicos celebraron en los pubs. Nada había conmovido a la “Dama de Hierro” en todos esos años. Nada salvo ese sueño, ahora roto, de eterno poder.

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