Martes, 9 de abril de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Mario Wainfeld
Los argentinos tienen motivos válidos para odiarla. El hundimiento del General Belgrano fue un crimen de guerra, decidido por la líder de un imperio habituado a cometerlos. Una imagen que se repite en estos días la muestra desafiando a una periodista británica, como ella, preguntándole por la violación de la zona de exclusión. La primera ministra Margaret Thatcher replica en un inglés claro, casi silabeado. Habla de modo pausado que, cuenta la crónica, había aprendido tomando unas clases con el gran actor Laurence Olivier. No responde, saltea la pregunta, alega: “Ponía en riesgo a las naves británicas”. Traduzcámosla, apenas: si hay riesgo para el imperio, no hay que considerar la ley.
Fue primera ministra del imperio en decadencia, la primera mujer en llegar a ese cargo. El sistema parlamentario inglés, que arropa mucho al bipartidismo, viabiliza mandatos largos en momentos de estabilidad. “La Dama de Hierro” gobernó once años, entre 1979 y 1990. Su partido, el conservador, la desplazó para que su compañero John Major conservara Downing Street un buen tiempo más. Luego advino otro prolongado gobierno, el del laborista Tony Blair, que perduraría diez años, sin igualar el record de Thatcher.
Hablemos de vidas paralelas. El presidente norteamericano Ronald Reagan entró a la Casa Blanca en enero de 1981 y estuvo ocho años, dos períodos. Es el máximo que permite su Constitución, menos permisiva que el régimen inglés. Se retiró triunfador a principios de 1989. En noviembre de ese año se cayó el Muro de Berlín. Implosionó, se derruyó: ahora se sabe, en ese tiempo acaso no fuera tan claro. En el fin del mundo, como dice el papa Francisco, Carlos Menem llegó a la Casa Rosada en 1989: se mantuvo hasta 1999, reforma constitucional mediante.
Reagan y Thatcher encabezaron lo que dio en llamarse “revolución conservadora”, un aparente oxímoron. “Revol-con” la cifró, con humor y justeza, el brillante intelectual y ensayista argentino Arturo Armada. Eso hicieron esos dos políticos que podían parecer menores, pero que impusieron un paradigma que hizo escuela en el mundo.
Encontraron un momento propicio, supieron capitalizarlo. No fueron neoliberales. Se valieron del poder del Estado todo lo que pudieron. Invirtieron su signo, eso sí. Los treinta años gloriosos de la posguerra, los Estados benefactores de Occidente, las socialdemocracias, la amenaza comunista, estaban en decadencia.
Quizá sea exagerado decir que el neoconservadorismo fue pasión de multitudes, pero es riguroso apuntar que tuvo apoyo popular en muchas latitudes, incluyendo a nuestro Sur.
Las cronologías de los hechos políticos, que se sintetizan en las líneas precedentes, pueden ser precisas. Los procesos sociales, económicos y políticos resultan más chúcaros para encasillar, para ser fechados. Thatcher, como Reagan, captó el espíritu de una etapa en la que el individualismo competía con ventaja contra la solidaridad que generaron la posguerra europea, los modelos alternativos al capitalismo o los intentos serios de mitigar sus desigualdades.
Eficiencia, desregulación, flexibilización, firmeza o brutalidad frente a los desbordes sindicales o a todo tipo de rebeldía. Esas fueron herramientas que se aplicaron con matices en diversas comarcas. La etapa neo-con fue otra cosa. Permeó las conciencias, generó un imaginario que se hizo (bastante) colectivo, encontró las flaquezas de sus adversarios, hizo época.
No se habla de “una” política económica, se habla de política. No se alude a un paradigma económico sino a una ideología, una visión del mundo. No se trata de cambios en la propiedad de las empresas del Estado sino de una mentalidad que penetró muchas conciencias, que las permeó, que supo arar sobre un terreno ya sembrado.
Por aquel entonces, el sociólogo francés Alain Touraine escribió que las clases dominantes producen más modelos de comportamiento que bienes. Un modo sencillo de reescribir las grandes lecciones de Antonio Gramsci sobre hegemonía. El sálvese quien pueda (y yo puedo) era el mensaje, que hizo escuela.
Se discutió, claro, las resistencias fueron fenomenales. Se las abatió con impiedad, con el poder estatal, con violencia si era menester. También con aprobaciones ciudadanas. Rambo competía en el cine con Apocalipsis Now!, era una gran polémica... adivinen quién era más popular en Estados Unidos, y no sólo ahí.
No hay triunfo político como el que consiguió, más allá de las décadas de oro de Thatcher y Reagan, sin una victoria cultural. Las batallas culturales existen, antaño y ahora.
En aquel entonces, Mariano Grondona publicaba un libro titulado Bajo el imperio de las ideas morales. En un tramo exaltaba cómo una asamblea popular de una pequeña ciudad de Estados Unidos resistía a que se instalara un asilo de ancianos en su distrito. El Estado lo pagaba en su totalidad. Los vecinos no lo quisieron y lo vetaron, los gobernantes les hicieron la venia. Mariano leía esa ruindad, un summum de insolidaridad como un triunfo del individuo contra el Estado, el imperio de una peculiar “idea moral”. Captaba bien la esencia, entendía lo que había en juego. “El mercado”, eventualmente, está formado por seres humanos de carne y hueso. El poder económico es, con frecuencia, indigente desde el ángulo moral.
En la Argentina, el peronismo tradujo la revolución conservadora al criollo. Era, si se admite otra paradoja aparente, un trance impensable y al unísono el único factible. La enorme (ora perversa, ora benéfica) capacidad de adaptación del justicialismo hizo posible el atroz milagro. Menem llegó cuando Reagan y Thatcher ahuecaban el ala, mientras su siembra crecía. El franchising local del neo-con fue peronista, extremo. Devastó un amplio Estado de bienestar con fiereza incomparable, no igualada en casi ninguno de los países hermanos y vecinos.
La dictadura que saludó con euforia la primera victoria de Thatcher, le dio una insólita cobertura televisiva en su momento. Y, comentan los que saben, le dio una manito con la invasión a Malvinas porque la estrella electoral de la primera ministra flaqueaba, en la inminencia de una nueva compulsa en 1983. La estimación es opinable, en cambio es irrefutable que Thatcher, como Reagan, contó con amplio consenso electoral dentro de sus fronteras. Y hegemonía cultural mucho más allá de ellas.
El menemismo también logró aprobación mayoritaria en las urnas, con dos diferencias sensibles. La primera es que su jefe no era un conservador de estirpe, como Reagan y Thatcher, sino un nacional-popular. La segunda es que violó el contrato electoral, que contenía muy otras promesas... y fue revalidado.
La aprobación ciudadana... he ahí un dato cruel que complejiza un cruel legado.
La aflicción que atravesaron luego sus cuerpos y su muerte no deben alegrar a nadie. Son padecimientos de las personas, que suscitan la condigna piedad. Lo que sí es festejable es que, por lo menos en nuestro Sur, la era de su primacía cesó, otros paradigmas están en auge. Con aciertos, errores y carencias, pero con un sesgo ideológico diferente y más promisorio.
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