Lunes, 6 de mayo de 2013 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
La crónica del reencuentro del veterano Etchenike con el Mojarrita Gómez a fines del verano del ’79 tras los sangrientos sucesos de Costa Bonita narrados en Arena en los zapatos tiene versiones dispares. Sobre todo, en cuanto a los resultados últimos: qué aportó y qué ocultó o no supo decir el pequeño nadador de aguas libres sobre el destino último del Dudoso Noriega, el bañero desaparecido seis años antes, penoso suceso que el detective investigó infructuosamente por entonces.
La incertidumbre, si cabe llamarla así, proviene de la ambigüedad manifiesta de la relación de Mojarrita con el Guasta, el atorrante medio hermano de Noriega que bancaba la investigación de Etchenike y que había señalado al raidista como fuente confiable e ineludible. Algo que significaba para Mojarrita, visto en perspectiva, más una amenaza que una demostración de confianza. En principio habría que recordar que los dos medio hermanos, por distintas razones y circunstancias habían pasado casi la mitad de aquellos últimos quince años en diferentes cárceles bonaerenses sabiendo muy poco uno del otro, una constante en esta historia. Así, cuando Noriega salió de Batán y volvió a la Popular y al oficio en el setenta, el rápido Guasta hacía ya un tiempo que estaba viviendo en Mar del Plata. Tenía un par de taxis que daba a trabajar y se movía poco. Por temporadas visitaba el trinquete del Club Pueyrredón para despuntar el vicio de los desafíos a la paleta por plata, pero en general hacía buena letra. O sólo hacía tiempo mientras esperaba quién sabe qué.
Una de las oportunidades que se le presentaron fue asociarse con el Mojarrita Gómez. El Guasta había conocido al diminuto nadador de casualidad años atrás, en un hotel de Chascomús, cuando se corrió por única vez la Doble Vuelta a la Laguna. Mojarrita salió segundo pero a los dos días lo descalificaron injustamente y le quisieron quitar el premio en pesos que ya se había gastado en tres generosas noches de compartido festejo. El Guasta –que estaba en la ciudad organizando un remate de lotes fantasmales en lo que sería alguna vez Mar de Cobo– se solidarizó y lo ayudó a escaparse del hotel y de las autoridades de la prueba sin pagar y disfrazado clásicamente de baúl pesado. Quedaron amigos.
Años después el Guasta lo encontró en el Club Once Unidos de la Feliz haciendo un espectáculo acuático que incluía varios números: una mina gorda que hacía saltos ornamentales y salpicaba, una foca que se suponía que reconocía los números y él, que desafiaba a quien se atreviera a superarlo en minutos de permanencia bajo el agua sin respirar, su especialidad. Cobraba una módica entrada y juntaba algo más con los desafíos: cada tipo ponía una guita para intentarlo. Ahí fue cuando el Guasta, inactivo y disponible, vio el negocio servido y le propuso asociarse organizándole las apuestas por afuera. Bajo su conducción estratégica, el Mojarrita aprendió a especular con sus pulmones y supo perder una vez para ganar siempre. En un par de fines de semana cuadruplicaron las ganancias.
Así las cosas y el negocio, un sábado cayó por Once Unidos el Dudoso, recién salido de Batán, a ver el espectáculo. Había visto el aviso del desafío y le interesó pero no para competir: conocía al Mojarrita de la playa, del mar, de alguna carrera de mar abierto. Fue a saludarlo en una pausa inspiradora pero antes se cruzó con un tipo que andaba entre la gente y que era el Guasta, no otro. Hacía más de cinco años que no se veían:
–Qué hacés... –dijo bajito.
Al otro le costó un poco reconocerlo fuera de contexto: el Dudoso ahora estaba nuevamente suelto pero más gordo, y usaba anteojos:
–Qué hacés vos...
El Mojarrita se sorprendió al descubrirlos hermanos o medio hermanos a esos dos tipos tan diferentes y esa noche se emborracharon en el buffet del club, entre anécdotas viejas y actualizaciones de las respectivas historias personales. Es probable que los dispersos vueltos a juntar hayan lagrimeado entre abrazos y declaraciones de afecto inalterable, pero después cada uno se fue a su casa.
Así, casi lógicamente, cuando a las pocas semanas el Guasta desapareció con la guita de las apuestas tras un feriado largo particularmente productivo, el Mojarrita fue a buscarlo al Dudoso a la Popular.
–Tu hermano me cagó –le dijo.
El bañero no acusó recibo ni se hizo cargo. Sólo miró hacia el mar y –tras una larga pausa– advirtió al raidista que la conducta de su hermano, desde siempre, distaba de ser ejemplar y que él, Eliseo Gómez, sólo era un caso más entre muchos de los inevitables afectados por su comportamiento. Tales fueron sus sopesadísimas palabras.
–En fin, compañero: a llorar a la iglesia –sintetizó el Dudoso con la mirada fija en el horizonte.
Mojarrita, al no tener costumbre de lamento ni iglesia cercana, prefirió asentir filosóficamente y cambiar de tema. El devenir del mar siempre daba esa infinita posibilidad.
La cuestión es que de ahí en más el agua los juntó cordialmente en esos tres años que serían los últimos del Dudoso. Así no resultó casual que Mojarrita estuviera también presente el helado mediodía del acto final. Con el número 27 en la gorrita blanca y la malla azul fue uno más entre las varias decenas de nadadores que escucharon de a ráfagas y de lejos las palabras del homenaje al amigo y de los pocos que lo vieron arrojarse al mar pocos segundos después del disparo de partida. Ahora, ése era el tema principal para Etchenike: los pormenores, los detalles de esa ceremonia que había terminado con la aparente disolución de Noriega en el mar.
En el estirado mediodía, estaban comiendo puchero de rabo en la trastienda de una fonda de la calle Garay, parador habitual de camioneros y taxistas. El lugar lo había elegido el Mojarrita, que consideraba a los pingüinos de loza y los manteles de papel una especie de certificado de autenticidad. Tras un comienzo dubitativo, con un par de vasos de carlón se lo veía, se lo oía contento. Comía y hablaba casi sin parar. Etchenike sólo asentía, trataba de centrarlo en lo que le interesaba mientras escuchaba a medias el comienzo del relato con la impaciente indiferencia con que se observan las transiciones de una película porno. Cómo se había suspendido la carrera, cómo nadie pensó en él en ese momento con el quilombo y desorden que había, cómo se dieron cuenta tarde y mal. Toda la tristeza.
–¿Usted participó de la búsqueda?
–Sí, pero buscamos mal. Todos miraban para allá –señaló la puerta de la fonda–. ¿Y si se había ido para allá? –y apuntó al lado de los baños–. Buscamos y esperamos en la dirección de la carrera. Y el tipo se había ido para el otro lado...
–¿Por qué está tan seguro?
–Por la medalla. La única prueba que hay. ¿El Guasta se la mostró? –el veterano asintió: por fin llegaban al tema–. Y yo esa medalla me la encontré en Santa Clara del Mar, lo que quiere decir que el Dudoso nadó para allá –y señaló para el lado de los baños.
–¿Por qué se la llevó al Guasta?
–¿Y a quién se la voy a mostrar? Si son todos unos pajeros: la policía, ni hablar; y los colegas de él, peor. Era complicarme la vida al pedo. Además este atorrante me debía la guita aquella, todavía. Pensé que le podía interesar: si me pagaba, se la daba; total qué iba a hacer con eso yo. Por lo menos recuperé una plata. Y eso habrá sido un año después de la desaparición del Dudoso. Todavía vivía Perón, chacado pero vivía, me acuerdo.
–En el ’74.
–Eso, y en esta época del año, más o menos.
–Ahora cuénteme a mí cómo fue que encontró la medalla.
Mojarrita ya iba por el queso y dulce –membrillo y Mar del Plata en trozos considerables– y se tomó largos segundos en abordar la cuestión:
–¿Tiene una birome? –Etchenike tenía.
–No es propiamente Santa Clara sino ahí nomás, cerca –y dibujaba un croquis de la costa sobre el mantel con huellas de carlón, ponía a Mar del Plata, enfilaba hacia abajo a Mar Chiquita, a Santa Clara–. Hay unas roquitas acá, una punta que sale así; es piedra arcillosa gastada por el mar, que le deja muchos pozos llenos de algas, son ollitas, recovecos donde la gente va a buscar caracoles, estrellas de mar. Hay como dos o tres cuadras de costa así... Esa tarde estábamos con la Beba juntando cangrejos con un balde de plástico y de pronto la veo, medio enterrada. Creí que era una moneda rara, pero no. Y era grande para medallita de mujer. Una cosa pesada. Tenía un poco de la cinta, toda gastada, descolorida.
–El Guasta me la mostró y la conserva todavía –dijo el veterano.
–Claro. Me la llevé pero no se leía, estaba toda llena de un musgo medio verde, medio negro, no oxidada porque es de bronce o algo así. Recién cuando la limpié al otro día vi lo que decía, el nombre de él, y me avivé.
–Qué casualidad, ¿no?
–De locos. El Guasta no me quería creer.
–Yo tampoco –Etchenike suspiró–. ¿Usted qué cree que pasó, Gómez? Si es cierto que encontró la medalla ahí, que no sé. ¿Qué conclusión saca? Que el Dudoso nadó para el norte. ¿Y eso qué significa? Qué la medalla no pudo llegar arrastrada por el mar porque es pesada... ¿Entonces llegó con él? ¿Usted cree que llegó vivo a la playa?
–Qué sé yo... Usted es el que sabe, maestro.
–No se haga el pelotudo –se ofuscó el veterano.
Mojarrita se levantó teatralmente y amagó con retirarse pero Etchenike lo devolvió a la silla con la simple imposición de su mano derecha en el huesudo hombro izquierdo del nadador. Lo sentó de prepo.
–Disculpe, Gómez. ¿Va a tomar café?
El otro negó con la cabeza, enculado.
–Tenemos que ir. Lo llevo a Santa Clara, Etchenike –dijo de pronto y como para compensar–. Le muestro el lugar. Si ahora estoy ahí nomás, en Mar Chiquita.
El veterano asintió, resopló desagotando los pulmones y llamó al mozo.
Por el informe que le envió a su cliente el Guasta en esos días, se deduce que –tal como lo dijo en la mesa– sólo le creyó a medias al Mojarrita y que pensaba que ir con él a cualquier lado era literalmente al pedo, más de lo mismo.
Al final fue a Santa Clara. Días después, solo.
Pero ésa es otra historia.
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