Jueves, 3 de octubre de 2013 | Hoy
Por Eva Giberti
Habría que estar muy distraídos para no advertir que “la igualdad de derechos” es una frase preciosa, tiene un precio muy alto y cuando las niñas y los niños adoptivos la escuchan se preguntan cuánto tienen que ver con ella. ¿Por qué ellos no se quedaron junto con su mamá de la panza como otros chicos? ¿Cómo era la igualdad de derechos para esa mamá del origen? Inventamos un relato para poder explicarles por qué están viviendo con otra mamá. Pero los niños y las niñas adoptivos no se conforman, quieren saber, como le sucedió a Edipo de la mano de Sófocles, quien también quiso saber más. Estos niños y niñas se preguntan: ¿Qué le pasó a esa mamá de la panza? ¿Cómo era y dónde está? La igualdad de derechos le explica: “A los 18 años vas a poder leer el expediente donde figuran todos los datos...” Aprendimos que jugar con la palabras para proteger a niños y niñas encierra contradicciones insalvables. La contradicción en/sí es sólo una manera de expresar los pensamientos, pero sus efectos suscitan paradojas que generan sufrimientos e injusticias, aunque provengan de las leyes. ¿Por qué a los 18? Si hoy votan a los 16. Y si la Convención de los Derechos del Niño afirma que siempre hay que escucharlos en directo y/o también mediante sus representantes.
No es un planteo nuevo, lo escribo hace años cuando cito las desigualdades sociales. “¡Pero Eva! No vas a contarle a los cinco años que es el hijo de una violación.” No, sobre todo porque lo más probable es que lo haya engendrado, mediante el incesto, quien debería ser su abuelo. El incesto no necesita que la ley lo nombre. Sencillamente se llama de ese modo. Se entiende perfectamente a qué me refiero y no es preciso extremar el ejemplo para tornarlo imposible. Los niños y niñas adoptivos no forman parte de los grupos que encabezan las luchas sociales capaces de confrontación. Dependen de las estructuras jerárquicas que deciden acerca de sus vidas, las leyes, los jueces y los adoptantes. Las desigualdades sociales fueron recodificadas en nuestro país, pero en otro nivel este segmento de la niñez precisa una revisión que, mientras se mantenga en manos de la Justicia, permanecerá demorada. Los niños adoptivos, de acuerdo con sus capacidades progresivas, pueden conocer su origen como derecho para emparejarse con quien no es adoptivo. Las capacidades progresivas implican el reconocimiento de un niño o de una niña de doce o catorce años para que se le informe, expediente por medio, aquello que precisa saber. No es habitual que a esa edad insistan en conocer los datos. Pero muchos de ellos sí. Lo que significa padres que autoricen, evaluando lo que se denomina “madurez” de ese púber y autorización del juez. Me pregunto: la Psicología Evolutiva que analiza el desarrollo de la niñez y los estudios acerca de la adolescencia, ¿son temas que forman parte de la currícula universitaria para los alumnos de la Facultad de Derecho? No hace falta porque “los jueces sentencian según su experiencia y saber”. Temo que en este punto, para decidir si un muchacho de catorce años puede conocer la historia de origen, sea necesaria la consulta con otros profesionales que hayan estudiado de qué se trata la adolescencia y experimentado un largo ejercicio con ella. Personalmente, dialogo con jueces que no titubean en preguntar cuando comprenden que no alcanza con lo aprendido.
En realidad, mi tema era otro, asociado con la edad para “saber”. Porque después de muchos años, la práctica profesional me sugiere despejar un espacio que permanece apenas entreabierto. Una vez que el o la adolescente tomó contacto con el expediente (tema que reclama un capítulo aparte), y los padres acompañaron con beneplácito ese deseo del hijo o de la hija, regresa a casa. Ahora el hijo conoce el nombre de la madre de origen, lugar donde fue engendrado, relación con el sujeto masculino/reproductor, existencia de otros niños denominados hermanos y de otros adultos que ingresan con el nombre de abuelos, porque son el padre y la madre de la mamá de la panza, como aprendió a nominar a aquella mujer, que ahora ya no es “aquella”. Tiene nombre, apellido e historia familiar. A partir de este momento, la convivencia de esa familia adoptante se transforma. Reconocer el deseo del hijo y asumir sus derechos es distinto que mirarlo a los ojos después de haber accedido a un conocimiento que altera los tiempos lógicos, los recuerdos, los temores de los padres adoptantes. La experiencia me enseñó que esa nueva forma de vida, compleja inicialmente, se resuelve casi siempre con una convivencia según el modelo cotidiano que transitaron juntos durante años. No obstante, los primeros tiempos de este nuevo tramo en la vida de estos adoptantes los posiciona como personas ajenas, distantes y aun temerosas de este nuevo estado del hijo. “¡A nosotros no nos pasó eso!”, me contestaron en una oportunidad. Enhorabuena porque ese “nosotros” seguramente involucraba al hijo, cuya opinión desconozco. Yo me refiero al replanteo de expectativas y fantasías que surgen en esos padres a partir de la convivencia con “la verdad”, por eso lo convoqué a Edipo de la mano de Sófocles. En la trama griega se desencadena la tragedia. No es lo que sucede con estas verdades después de conocido el expediente. Pero esos padres aprenden a ser otros. Introducen la “otredad”, se vive en familia con la historia que anteriormente solo les pertenecía a ellos, quienes a veces tampoco la conocían. Los hijos incorporan la existencia de “hermanos” que solo son personas consanguíneas, carentes de vínculo fraterno, pero con los que el adoptivo puede desear alternar más fervientemente que con la madre de origen. Encuentro que no puede improvisarse sino tramitarse mediante un trabajo técnico interdisciplinario. Porque cuando los hijos avanzan solos, por su cuenta, intentando ese contacto... los resultados pueden ser catastróficos.
Los padres, ¿cómo se sienten si los hijos piden su compañía para ese encuentro? Este territorio intermedio de la vida, interfase de los afectos, ha sido silenciado por distintos motivos. Padres e hijos están sacudidos. La aparición de “la verdad”, que no es tal sino una historia escrita en un expediente, enturbia lo que se cuenta porque deja pendiente lo que no se dice.
Todo lo silenciado entre los miembros de esa pareja, conflictos y frustraciones “olvidadas”, superadas, cobran voz cuando el adoptivo inaugura su discurso propio, comentando, preguntando. Con cada pregunta desnuda a las instituciones que merecieron la gratitud de sus padres.
En años anteriores, los futuros adoptantes inquirían con preocupación: “Cuando llegue el momento, ¿cómo decirle que lo adoptamos?”. De ese modo el poder se mantenía jerárquicamente en la parentalidad, que la ley protegía recomendando informarle al niño acerca de su “realidad biológica” (pocas veces una ley ha escrito algo tan insultante). ¿Por qué los padres adoptantes no se preparan para ese momento? Porque falta mucho tiempo... No solamente. El saber queda en manos del hijo y el ordenamiento jerárquico e institucional resulta expuesto y revisado por quien repentinamente carga con un poder. Que lo conducirá, quizás, a introducir pensamientos que, distantes de lo aprendido, empieza a reconocer como propios y que las instituciones ya no regulan.
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