Viernes, 11 de octubre de 2013 | Hoy
Por Juan Forn
París, 1930. Man Ray, el fotógrafo nacido Emmanuel Radnitzky en Brooklyn, tiene insomnio. La vida le sonríe, está donde quiere estar, se codea con los mejores artistas de su tiempo, todos quieren ser fotografiados por él, pero él no puede dormir. No hay somnífero que le haga efecto, no hay método que lo ayude a conciliar el sueño, hasta que un norteamericano llamado William Seabrook le murmura en el oído que se acueste con una pistola cargada junto a la almohada.
Santo remedio. Agradecidísimo, Man Ray va hasta su hotel y le ofrece retratarlo. Seabrook había llegado a París rodeado del escándalo de sus tres libros de viaje: en el primero contaba cómo se había aventurado hasta los confines del desierto en Arabia para encontrar a una tribu de adoradores de Satán; en el segundo revelaba al mundo que en Haití había una magia llamada vudú que permitía que los muertos trabajasen para los vivos (a él le debemos la palabra zombis); en el tercero encontraba una tribu caníbal en Africa que le daba de comer carne humana. Para demostrar a los surrealistas que no mentía, compró a unos estudiantes de medicina unas lonjas de cadáver de la morgue y las cocinó él mismo y se las comió delante de los surrealistas, luego de que todos ellos declinaran el convite.
Man Ray llevó a su asistente y amante Lee Miller a la sesión de fotos con Seabrook. El los recibió en su hotel, en una suite enorme. En un rincón había una mujer desnuda en el piso, con las manos esposadas a una larga cadena, pero Seabrook se dispuso a posar como si nada. Lee Miller vio sobre una mesa una inquietante gargantilla de metal y preguntó si podía probársela. Seabrook se la puso, Man Ray los fotografió. Seabrook dijo que tenía que irse. Man Ray dijo que no habían terminado. Seabrook propuso que lo esperaran, él les haría subir comida, a la chica del rincón debían trozarle la comida y dejársela en un plato en el piso, ella comería de ahí, les daba la llave de las esposas sólo por alguna emergencia como que se incendiara el hotel pero en ningún otro caso debían soltarla, la cadena era lo suficientemente larga como para que llegara hasta el balde que había en el baño.
Cuando les subieron la comida, Man Ray liberó a la chica y le ofreció sentarse con ellos. Ella les contó que Seabrook no la dejaba lavarse pero eso era todo, otro cliente le daba latigazos, venía especialmente de Alemania con una valija llena de látigos, le daba un solo azote con cada uno y ponía un billete de cien francos sobre la cómoda antes; ver crecer el montón de billetes ayudaba, y además eran látigos de fantasía, así que no lastimaban tanto. Seabrook, en cambio, se conformaba con sentarse a mirarla con un vaso de whisky en la mano, y la llevaba con la cadena hasta los pies de su cama cuando se iba a dormir. La conversación no podía ser más amena, pero Seabrook volvió antes de lo esperado y se puso como un basilisco. “¡Han arruinado ocho días de amorosa tarea!” Echando fuego por los ojos se encaró con Man Ray, le murmuró unas palabras en idioma desconocido y lo echó a empujones de la suite.
Me faltó decir que Man Ray pintaba, además de sacar fotos. Cuando se cambió el nombre y partió rumbo a París, el plan era triunfar como pintor allá, pero a todos les gustaban más sus experimentos fotográficos que sus telas. Kiki de Montparnasse dijo una vez: “No poso para fotógrafos, sólo para pintores. Un fotógrafo no puede cambiar la apariencia de las cosas. Salvo Man Ray”. Le faltó agregar: pero no como pintor, que era lo que le decía siempre que lo veía luchando frente a una tela. Sin embargo, cuando escapó de París, Man Ray no llevó consigo ni sus cámaras ni sus negativos; sólo un puñado de sus lienzos favoritos, enrollados dentro de una alfombra. Una cosa era sacar fotos en París y otra ser fotógrafo en América, y Man Ray se negaba a ser eso en su tierra: allá quería exponer su pintura. Logró llegar en barco a Nueva York, aunque debió dejar en manos caritativas su enorme tela Les Amoreux, un par de labios gigantes que flotaban en el cielo. No pasó nada con sus cuadros en Nueva York, pero le ofrecieron una muestra en Los Angeles. Aceptó ir por una semana y terminó anclado allá toda la guerra, dando clases de pintura a las esposas de los ricos de Hollywood.
En 1945, recibió un inesperado telegrama de Seabrook, que acababa de llegar de Europa y traía algo que quería entregarle en mano. Junto al telegrama venía un pasaje en tren a Nueva York. Man Ray llegó hasta la suite de Seabrook en el Waldorf-Astoria. En un rincón había una mujer encadenada, desnuda pero cargada de joyas. Seabrook la presentó como su secretaria y la desestimó como si no existiera. Estaba muy borracho y muy frenético. De un baúl cerrado con llave sacó una tela enrollada y se la tendió a Man Ray. Era Les Amoreux. Seabrook dijo que no había sido fácil entrarla pero se lo debía, porque temía haberle echado una maldición muy poderosa la última vez que se habían visto. “He descubierto que mis poderes son superiores a lo que suponía, y no son del todo gobernables. Es mi deber decírtelo.” Man Ray estaba demasiado feliz por el reencuentro con su pintura (si había algún lugar en el mundo donde podían pagar dinero por ella era en las mansiones de Hollywood), no prestó atención a las palabras de Seabrook. Meses después llegó hasta Los Angeles la noticia de que Seabrook había muerto en el hospital psiquiátrico de Bellevue. Lo tenían internado porque lo encontraron desvariando por la calle. Aunque estaba atado con tiras de cuero a su cama logró engullir un frasco entero de somníferos. Cuando nadie reclamó el cadáver fueron al domicilio que figuraba en su billetera: una casita humilde de Nueva Jersey, cuya puerta estaba sin llave, y en cuyo interior encontraron a una mujer desnuda y cargada de joyas dentro de una jaula con la reja abierta, que dijo ser la esposa de Seabrook, y mostró documentos que certificaban el vínculo.
Man Ray volvió a París en cuanto pudo; es decir, cuando pudo recuperar su vandalizada casa en Montparnasse. Para entonces, dadaístas y surrealistas ya eran piezas de museo, el centro de la pintura mundial se había trasladado a Nueva York, pero a Man Ray no le importó porque por fin le ofrecieron la muestra de pintura que creía merecerse. Durante los tres días iniciales no fue nadie, pero entonces unos jovencitos vandalizaron la muestra y dispararon una pistola contra Les Amoreux, dejándole cinco orificios de bala. La compañía de seguros ofreció restaurarla y reinaugurar cuando estuviese lista. Man Ray prefirió dejarla como estaba y que la muestra continuara así. Fue la sensación de la temporada. Los viejos surrealistas salieron de sus sepulcros en vida y acudieron en masa atraídos por el escándalo, y por supuesto felicitaron a su colega, dando por obvio que los balazos los había mandado a disparar él, siguiendo el viejo adagio surrealista: “No hay nada que no pueda solucionarse con una pistola”, las mismas palabras que el difunto William Seabrook le había murmurado en el oído a Man Ray veinte años antes.
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