CONTRATAPA
“¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?”
Por Susana Viau
Eran las 8.15 a.m. y el día estaba diáfano sobre esa ciudad ubicada en la costa de la isla de Honshu, muy cerca de la desembocadura del Ota y el Kyo. La habían fundado 1549 años atrás y había crecido en industrias, kilómetros de rieles, hospitales, aunque la mayoría de sus edificios continuaran mostrando la antigua estructura de madera. Si hasta tenía un museo de ciencia y tecnología del que muchos de los casi 344 mil habitantes se sentían orgullosos. El destino de la ciudad, sin embargo, había comenzado a sellarse al otro lado del mundo, en el desierto de Nevada, en Alamogordo, donde el director de la Escuela de Física de Berkeley, Robert Oppenheimer, coordinaba el Proyecto Manhattan. El broche de la tragedia lo había puesto el danés Niels Bohr, quien, basándose en afirmaciones de dos científicos alemanes, informó a Washington que el Tercer Reich había logrado la fisión del uranio. Suficiente para inyectarle al proyecto dos mil millones de dólares y destacar un grupo de pilotos de elite, el 509 de Tinan, en las islas Marianas. Eran hombres entrenados en Ohio con consignas precisas: cada piloto, una bomba; llegado al objetivo, un giro de 158 grados; abrir las compuertas, arrojar la carga y alejarse para estar, 45 segundos después, a 13 kilómetros.
Paul W. Tibbets tenía 29 años y el grado de coronel. A la una y media de la mañana del 6 de agosto, tres bombarderos B29, las superfortalezas, elefantes voladores capaces de transportar grandes pesos, decolaban de Tinan atiborrados de instrumental. El de Tibbets lo hizo un rato después. Llevaba la bomba, “little boy” la habían bautizado. Para completar el cuadro freudiano, el coronel Tibbets hizo pintar un nombre en la nariz de su aparato: el de su madre, Enola Gay. De la tripulación formaban parte el segundo piloto Charles Lewis, el radarista Peter Stiborik, el ayudante Tom Ferebee, los técnicos especialistas de “little boy” Mike Jeppson y John Beser, el navegante Van Kirk, el radiotelegrafista Barry Nelson, los electricistas James Shumart y Frederick Duzembury y el ametralladorista Norman Caron. Volaron a 7500 pies durante los primeros dos mil kilómetros. A las 6.05 a.m. pasaron sobre la Iwo Jima de arenas inmortalizadas por John Wayne y empezaron el ascenso hasta los 25 mil pies. Uno de los B29 que controlaba el tiempo informó: “Cielo cubierto sobre Kokura. En Yokohama, cubierto; en Nagasaki, cubierto....Hiroshima sin nubosidad.
Tiempo muy bueno. Visibilidad excelente”. El parte era del oficial William Eatherley. El cielo de Nagasaki, sin embargo, se abriría para el B29 “Great Artist” comandado por el coronel Sweeney y portador de un segundo “little boy”, el hermano de plutonio, tres días después, el 9 de agosto de 1945: el oficial Eatherley, historia clínica A 29465, iba a pasar el resto de su vida recitando partes meteorológicos en el hospicio de Waco.
A las 8 a.m. Hiroshima comenzaba su jornada rutinaria y en el Enola Gay, a menos de 100 kilómetros, Tom Ferebee se dispuso a abrir las escotillas que protegían a “little boy”. La “Operación Centerboard” estaba a punto de cumplirse. A las 8.14 la nariz del Enola Gay se elevó y la máquina comenzó su giro de 158 grados. A las 8.15 el mayor Ferebee accionó las escotillas. Era un clásico bombardeo “sobre el hombro”, sin precisión, calculado como una parábola, con el proyectil cayendo delante. El giro ponía distancia entre el aparato y la onda expansiva, dando la cola a la luminosidad enceguecedora de la explosión. “Little boy”, 3 metros de longitud, 4 toneladas de peso, potencia de 20 mil kilotones estalló a una altitud de 1850 pies (600 metros) devastando 75 kilómetros cuadrados del centro de Hiroshima por la explosión y el calor, ese calor que hacía repetir, como una obsesión, al arquitecto japonés de Hiroshima, mon amour, la hermosa y extraña historia de Marguerite Duras que filmó Alain Resnais: “Trescientos sesenta grados centígrados sobre la Plaza de la Paz”.
Algunos atribuyen al ametralladorista Caron y otros al copiloto Lewis el “¡Dios mío! ¿Qué hemos hecho?” que se oyó en el Enola Gay cuando el fulgor dejó lugar al hongo de humo y fuego que se levantaba a 6 kilómetros dealtura. ¿Qué habían hecho? Pues apenas una acción de guerra sobre población civil: 80 mil muertos, 40 mil heridos, malformaciones impensables en los fetos. Pero éstas, explicaría el matemático, físico y teórico militar norteamericano Herman Kahn en su libro Acerca de la guerra termonuclear, publicado en Princeton 15 años después, “tienen una importancia limitada (...) Sea lo que fuere, es tan fecunda la humanidad que una pequeña disminución de su fertilidad no precisa ser tomada muy en serio, ni siquiera por los individuos afectados”. Tenía razón el amigo Kahn, la humanidad es fecunda y, además, desmemoriada. Aunque no todos logran expulsar los fantasmas. No pudo con ellos Akio Morita, el dueño de Sony, por entonces oficial de la marina, quien abrió su autobiografía (o la de su empresa) con el recuerdo horroroso y humillante de Hiroshima. A otros, simplemente, no les fue permitido entrar en aquello que Francisco de Quevedo llamaba, con belleza infinita, “la jurisdicción del olvido”. Como a la mujer menuda que hasta no hace tanto andaba por aquí, por Buenos Aires, y llevaba estampados para siempre en el cuerpo los dibujos del vestido floreado que usaba aquella mañana de verano en Hiroshima.