Sábado, 18 de enero de 2014 | Hoy
Por Osvaldo Bayer
Desde Bonn, Alemania
Un poeta llamado Juan, con nombre de albañil de brocha gorda, de peón de campo, de plantador de nogales. Juan, nada más que Juan. Ni Juan Domingo ni Juan Pablo. Juan. Pero el noble de la poesía. Eso sí, la poesía más profunda, con el lenguaje sencillo, con la palabra de la calle. Y la filosofía profunda de barrio que la hizo cátedra.
Podría escribir un libro sobre nuestro encuentro, pero prefiero abrir uno de tus libros porque allí está todo, todo lo que decías en nuestras extensas conversaciones: la injusticia social, lo que es poner el cuerpo para que no haya más niños con hambre, para guiñar el ojo a una mujer que nos gusta, para hablar de la filosofía de las calles y pintarla en una acuarela con todos sus colores.
Juan, el sabio. Juan, el mano abierta. Juan. El esencialmente poeta en todo. Juan, el ciudadano que pone la cara. Completo. Todo dicho en sus sabios versos. Un cantor de los barrios pobres que nos enseña qué deber debe ser la dignidad contra la futileza del arribismo. Sí, la idiotez egoísta del arribismo.
Juan Gelman, nuestro poeta de máxima sabiduría. Pero poeta. Nada más que eso. Que es todo.
Los hermosos recuerdos. Nos conocimos en la redacción de Noticias Gráficas, allá por la década del cincuenta, en el edificio de la Avenida de Mayo. Allí nos juntábamos los que hacíamos Gaceta Literaria, que dirigían Roberto Hosne y Pedro Orgambide, junto a otros escritores y poetas que recién comenzaban a escribir. Y después, en la redacción de Clarín –cuando estaba aún Roberto Noble– que trataba de imitar a Natalio Botana, el director de Crítica, con una redacción, la mitad de derecha y la mitad de izquierda. Allí, sentado, con la imaginación caminando por otro lado, estaba Raúl González Tuñón, el grande, hoy tan olvidado. Raúl González Tuñón, qué poeta, que fue tu verdadero maestro y vos reconociste eso con gran orgullo. Raúl, el poeta de los barrios, el poeta de la gente humilde, de los conventillos y del tango. Poeta de poetas. Me acuerdo de él, caminando perdido por la redacción, mirando al infinito, pensando en sueños, tratándose de explicar todo en versos.
Vos, Juan Poeta, eras un comunista a carta cabal. Soñabas con el fin del capitalismo. Cuántas veces discutimos hasta la madrugada en aquel café de Uruguay y Corrientes, que hoy, lástima, no existe más. Vos por la dictadura del proletariado; yo por la Igualdad en Libertad. Pero, por encima de las discusiones, nuestra amistad, muy fraternal, por cierto. Juan Gelman, el apellido inventado por tu padre ruso para poder entrar a la Argentina, y Juan, el nombre del pueblo. Justo para un poeta, el mayor poeta del pueblo.
Luego vendrá la época del fuego. Las dictaduras. Que culminará con el más cobarde de los sistemas de represión: la desaparición de personas. Y vos, firme en tu pensamiento: sólo con la lucha violenta contra la violencia se podrá triunfar. En vez de la vida cómoda del poeta que se encierra solo en el altillo para escribir versos, el luchador que pone el rostro en la vanguardia. ¡Si lo habremos discutido!
Hasta que llegó la época de López Rega. El miserable. Y ya nos podíamos ver muy poco. La última vez, antes del exilio, a la noche, en una mesa del café de Tribunales, ahí, bien atrás, contra la pared. La tristeza por la muerte de tantos compañeros, amigos del alma. Y fue una especie de despedida de dos que querían arreglar el país, pero con distintos métodos. Te repetí lo que yo pensaba sobre la lucha política y vos sonreístes y me dijiste: “el triunfo final será nuestro”. Y pasamos a hablar de poesía.
En el exilio nos vimos muchas veces. Estuviste en mi “Tugurio” de Berlín, en el barrio reo de Kreutzberg. Los encuentros cargados de tristezas, con el recuerdo de los que se fueron.
Una vez le dijiste a uno de mis hijos: “Admiro a tu padre que fue capaz de salvar a todos sus hijos”. La próxima vez que nos vimos te respondí: “Sí, pero vos sos un héroe del pueblo, un Hijo del Pueblo, título que los obreros de antes le daban a quienes ponían el cuerpo”.
Nuestra mejor cita era, todos los años, la Feria del Libro de Francfort. Allí nos sentíamos bien. Planes, siempre planes para el futuro. Tu rostro triste e irónico y tus palabras donde se escapaba siempre la poesía. Tu ternura cuando hablabas de los queridos amigos que ya no estaban más: Rodolfo Walsh, el Paco Urondo, Haroldo Conti... el dolor metido tan adentro que nunca se iría, que nunca se explicaría...
Mi gran alegría fue cuando dijiste “Sí” a mi proyecto de hacer un libro conjunto sobre el exilio y que se llamara así, justo: “Exilio”. Tu poesía y mi prosa dándose un abrazo. Allí, tu poesía describe tal cual lo injusto, la nostalgia, los amigos que cayeron, el dolor que queda ahí, bien adentro, para siempre.
Tu definición de exilio la escribiste, al pasar, en la primera página: “Guardamos la ropita en el ropero, pero no hemos deshecho las valijas del alma”.
Y vos no abriste nunca a esas valijas. Hubiera sido como encontrar a tus queridos muertos por los dictadores. Las cerraste para siempre y las llevaste cerradas al México del final.
Me imagino que ahora sí, las vas a abrir para encontrar lo que perdiste.
Y escribir, escribir, tu magia, tu varita de mago. Cuando puedas, pasame por debajo de la puerta tus nuevas poesías eternas.
Nos encontraremos, sin dudas, ya lo predicás vos en nuestro “Exilio”:
“Somos pedazos del viaje universal, diferentes, contrarios, las mismas olas nos arrastran. Iremos a parar a cualquier playa. Vamos a hacer un fueguito contra el frío y el hambre.
Vamos a arder bajo la misma noche.
Vamos a vernos, ver.”
Para Juan Poeta, la vida fue sólo poesía y compromiso con el ser humano. Soñador. “Poeta esencial. Pura poesía.” Tu epitafio debe decir sólo eso.
Has pasado a llamarte de Juan Gelman a Juan Poeta.
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