Viernes, 7 de febrero de 2014 | Hoy
Por Juan Forn
Todos los hombres de Viena en los años ’20 se enamoraban de Helene Berg. Pero se enamoraban a la vez de su marido Alban, porque era el tipo más encantador de la ciudad. Eso le pasó al galiziano Soma Morgenstern: los conoció en el tranvía a la Opera, iban sentados juntos con la partitura abierta de la Segunda Sinfonía de Mahler; él tarareaba a voz en cuello las partes que más le gustaban y ella le tapaba la boca riendo. Por entonces, Alban Berg era uno de los tres mosqueteros de la antimúsica para Viena, junto con Antonin Webern y el maestro de ambos, Arnold Schoenberg. Toda Viena sabía que eran brillantes, pero les cerraba las puertas como si fueran leprosos. Schoenberg había hecho de eso un apostolado, para él y para sus discípulos, pero Berg era un caso aparte: le gustaban el jazz, el fútbol y la bohemia, y por ella circulaba del brazo de Helene, de quien se decía que era hija natural del emperador Francisco José. En cuanto a Soma Morgenstern, esto es lo que le escribió Theodor W. Adorno a Walter Benjamin por carta en cuanto llegó a Viena: “Si vienes, es de rigor conocer una noche, en un café, a Morgenstern, el periodista. Aunque, a diferencia de la opinión general, yo creo que nunca llegará a nada”.
Adorno, que por entonces tenía veinte años y aún se hacía llamar Teddy Wiesengrund, había llegado desde Frankfurt a la puerta de Alban Berg, pidiéndole ser su alumno (todavía soñaba con ser compositor, a pesar de su falta de talento musical) y despreciaba la amistad de Alban con Soma: quería que Berg fuese como Schoenberg. Soma era cinco años más joven que Alban y quince años mayor que Adorno. Venía de Galizia Oriental, pero hablaba y leía en ocho idiomas, presentó a los Berg a Musil y a Béla Balázs y a Gyorg Lukács, les descubrió a Kafka (Adorno: “Típico de Soma tener a Kafka por un gran autor”) y fue quien le propuso a Berg el texto de Wedekind para la ópera que sería Lulú, con las famosas palabras: “Ahí tienes tu Carmen moderna”. Soma fue para Berg el interlocutor perfecto, una especie de hermano siamés que no hacía música pero entendía como nadie lo que él quería hacer, a tal punto que una vez le dijo: “Podría decir cuáles partes de Wozzeck compusiste cuando Schoenberg estaba en Viena y cuáles cuando él no estaba en la ciudad”. Cuando Helene encerraba con llave a Alban para que se sentara a trabajar (él era famoso por su indolencia, repitió mil veces que se proponía ser “el más tardío de todos los talentos promisorios de Viena”), Berg le pedía por la ventana a Soma que lo ayudara a escapar, hasta que un día Helene le tendió la llave a Morgenstern y le dijo: “Desde que te conoce compone más que nunca”. Era cierto: toda Viena esperaba su Lulú cuando Alban Berg se murió de repente, de manera absurda.
Era diciembre de 1935. Soma se había citado con ellos en el café Museum para darles un ejemplar de la novela que había logrado publicar. Eran tiempos difíciles: Hitler ya tenía el poder en Alemania, el Frankfurter Zeitung había despedido a Morgenstern por judío, y la novela no tenía permiso para venderse a ciudadanos arios. Schoenberg ya había abandonado Viena; Soma también se iba, sólo quería darles el libro en mano a sus amigos antes de abandonar la ciudad. Berg llegó con el buen humor de siempre, pero no se podía sentar bien, ya le había anticipado por carta a Soma que un forúnculo lo tenía a maltraer, hasta que la noche anterior Helene, cansada de sus quejas, esterilizó unas tijeras y se lo abrió. “Fuimos muy valientes los dos”, dijo Berg con orgullo. A Soma le pareció una locura: la gente se moría de septicemia por hacer cosas así, había que ir a un médico urgente, pero Helene le dijo que no dramatizara. Otras veces Soma había conseguido vencer la tacañería de los Berg y llevarlos a un médico de su confianza (Alban sostenía con infantil orgullo que ésa era la prueba de la sangre real de su esposa; el emperador Francisco José era legendario por dos cosas: por amarrete y por su pavor a los médicos), pero esta vez Soma no tenía dinero y ya no le quedaban médicos amigos en Viena. Al día siguiente los diarios anunciaban: “Alban Berg internado”. Soma fue al hospital antes de tomar el tren; Berg lo recibió sonriente, acababan de hacerle una transfusión. “He recibido pura sangre vienesa. Espero no convertirme en compositor de operetas”, le dijo a su amigo. En la cama de al lado había un paciente tapado con una sábana negra. “Por suerte no molesta”, dijo Berg, sin ver que su vecino estaba muerto y que él yacía en la habitación de los moribundos. Era el 23 de diciembre. El 23 era un número cabalístico para Berg. Soma se quedó a su lado hasta que se hizo la medianoche y Berg respiró aliviado y se durmió, contento de haber sobrevivido. Nunca despertó.
Morgenstern penó de Viena a París y Lisboa, logró cruzar a América luego de mil sinsabores, casi toda su familia murió en los campos. Cuando lo supo padeció una afasia que desembocó en un bloqueo que le impedía escribir. En 1950 hizo un temido pero anhelado viaje a Viena. Sabía que Helene había sobrevivido a la guerra intocada por los nazis. No quería verla pero, poco antes de viajar, lo habían contactado de la revista Time. Schoenberg estaba por morir en California (para entonces se había convertido en el genio incomprendido más famoso de la época, y Adorno lo había seguido hasta Los Angeles), la revista quería hacer una gran nota sobre dodecafonismo. Lo que querían era la historia de la pelea entre Berg y Schoenberg, el alumno dilecto que abandonó a su maestro o fue despreciado por él. A su pesar, Soma fue a ver a Helene en Viena porque recordaba un párrafo maravilloso de una carta de Alban que resumía toda la relación con su venerado maestro, y le parecía fundamental que eso se hiciera público y evitara un gran malentendido.
Aunque Helene seguía viviendo en el mismo departamento y lo conservaba tal como había quedado a la muerte de Berg (hasta el cigarro abandonado por Alban en el cenicero cuando partió al hospital seguía en el mismo lugar), le dijo a Soma que no encontraba esa carta y luego, para su estupor, comenzó a rememorar las últimas horas de su esposo como en una obra teatral representada mil veces. Pero en la versión de Helene, no era ella quien había cometido la imprudencia de abrir el forúnculo de Alban con unas tijeras, sino el médico recomendado por Soma: “Que un profesional pudiera actuar así en la Viena de entonces...”, murmuró Helene con la mirada perdida. “Tú lo dijiste mejor que nadie, querido”, y pasó a recitar de memoria la necrológica que Soma había escrito sobre su amigo y nadie le quiso publicar: “Cuando murió tenía cincuenta años según el calendario, pero como hombre no tenía más de cuarenta y como artista era más joven todavía: aún lo tenía todo por decir. Su muerte fue un abyecto error de...”. Pero, en lugar de decir “del destino”, como había escrito Soma, Helene dijo: “... de la medicina de la época”. Y, cuando sus ojos perdidos se cruzaron con los de Soma, era la mirada suplicante de una vieja pidiendo que no le soplaran su castillo de naipes. Exactamente lo que sí aceptó hacer el pequeño y servil Teddy Wiesengrund, y así se ganó de la viuda el derecho a explicar para la posteridad la música de Alban Berg, borrando convenientemente de la escena a Soma Morgenstern.
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