Miércoles, 19 de febrero de 2014 | Hoy
Por Vicente Battista
Desde pequeños nos enseñaron que el perro es el mejor amigo del hombre, aunque no está en condiciones de elegir a sus amigos, ya que les da lo mismo que lo acaricie Hitler o Lenin; sólo se atiene a recibir los arrumacos y a devolverlos con la obediencia y el cariño del caso. Son fieles hasta el hartazgo, siguen a sus amos, cuidan la casa, prodigan cariño y obedecen órdenes, se muestran orgullosos de ser animales domésticos. Los gatos, por el contrario, conservan con hidalguía su condición de salvajes; desde el tiempo de los faraones y tal vez antes, fingen que los han domesticado, desde entonces hasta hoy aparentan ser una mascota para que les brindemos techo y comida. Se limitan a pasear por la casa, pero ni por asomo se les ocurre defenderla, admiten alguna caricia, pero sólo cuando ellos tienen ganas.
En Egipto eran considerados criaturas sagradas, cuando morían se los momificaba y sus dueños se afeitaban las cejas en señal de duelo. Las tribus hebreas que abandonaron la tierra del faraón Thutmosis III en busca de la tierra prometida, no compartían esa reverencia; en el Antiguo Testamento se los menciona en dos oportunidades y en ambos casos de modo negativo. Noé los admitió en su Arca; sin embargo, al desembarcar no cambiaron sus costumbres. Acaso por eso tampoco aparecen a lo largo del Nuevo Testamento. Su peor momento se registró a comienzos del primer milenio: los hombres sabios de aquella época decidieron que la belleza de esos felinos, su independencia, su altanería, su elegancia en todos y cada uno de sus gestos, disimulaban a una bestia diabólica, no en vano las iconografías los mostraban acompañando a las brujas. El hombre, según los teólogos, había sido creado a imagen y semejanza de Dios, por lo que se hacía difícil aceptar a esas criaturas capaces de realizar proezas imposibles para los humanos. Los doctores del Medioevo decidieron aniquilarlos, no comprendieron que con ese disparate rompían el equilibrio ecológico. Podrá decirse que aquellos clérigos poco sabían de ecología y menos aún de equilibrio, lo cierto es que el exterminio de gatos produjo el aumento de ratas. Estas, aseguran, fueron las portadoras de la peste negra en Europa, una calamidad registrada entre los años 1347 y 1350 que puso fin a la Edad Media y mató a cerca de veinticinco millones de personas, casi el cuarenta por ciento de la población.
Como es habitual en tiempo de verano, Página/12 publica en la sección El País un reportaje a dirigentes políticos de distintas ideologías. En el recuadro “Test” se advierte una pertinaz coincidencia en la respuesta a la última pregunta: “¿Perro o gato?”. Hasta este momento, salvo un par de políticos que eligieron gato y un candidato presidencial que, fiel a su estilo, prefirió a los dos, el resto de los encuestados optó por “el mejor amigo del hombre”. Pareciera ser que aún quedan vestigios de aquel milenario estigma que perseguía a los gatos, un prejuicio que, por fortuna, no afecta a los artistas en general y a los escritores en particular. Beppo, se llamó el gato de Borges, quien a la hora de bautizarlo eligió el nombre de uno de los muchos que rodeaban a Lord Byron. T. W. Adorno se llamó el de Cortázar, Catarina era el nombre de la gata de Poe y Rien, el de la de Sartre. Imposible enumerar a los muchísimos que tuvieron Mark Twain, Raymond Chandler, Ernest Hemingway, Patricia Highsmith y Osvaldo Soriano. La lista es vastísima, los poemas que les han dedicado también; entre otros muchos, podríamos mencionar los de Baudelaire, Tolkien, Lovecraft, Bukowski, los de Neruda y los de Borges.
La respuesta de por qué los políticos optan por los perros está en ellos mismos, en los perros, digo, en la fidelidad y el respeto que éstos manifiestan hacia el jefe de la manada, hacia el que manda. Algo imposible de conseguir en los gatos, incluso el más abúlico no soportaría que le organicen la vida. Los perros representan el orden y lo racional, los gatos, en cambio, están más allá de esas circunstancias, habitan ese universo secreto que tal vez intuyó García Lorca en su “Canción Novísima de los Gatos”, en dos versos de ese poema recientemente descubierto, que se leen así: “El gato es inquietante, no es de este mundo. / Tiene el enorme prestigio de haber sido ya Dios”.
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