Miércoles, 16 de abril de 2014 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
UNO Dos, tres, cuatro, cinco son las veces que –en el trayecto de unas pocas calles– se llevaron por delante a Rodríguez porque, aparentemente, todos estaban leyendo algo extremadamente importante para el futuro de la humanidad en sus pantallas más de mano que de bolsillo. Y aquí viene el número seis: un hombre no gordo pero sí redondo, sin ángulos, pura curva no aerodinámica, sino producto de la erosión ante la quietud absoluta y el sedentarismo extremo. Está claro que N. 6 sale poco, que pasa buena parte de su vida sentado frente a una pantalla grande y que, como ahora, cuando se ve obligado a salir al espacio exterior, lo hace como hombre pegado a una pantallita auxiliar y portátil. Tan portátil como ese otro ingenio es su hijo y que, redondito, camina a su lado también apantallándose y matando zombis o empalagado de Candy Crush. Uno y otro van juntos pero separados no por años luz sino por años eléctricos. Y Rodríguez, para esquivarlos, ejecuta una piruette muy Bolshoi y, así, sonriendo al auditorio, se estampa contra una de esas marquesinas de parada de autobús donde se anuncia el estreno de la próxima revisión de uno de los tantos apocalipsis a los que el hombre se ha visto enfrentado por andar por ahí, mirando ese ombligo que ahora es el pulgar, y sin prestar la menor atención a todas las señales de atención.
DOS La película se llama Noé y está protagonizada por Russell Crowe. Otro de esos actores pertenecientes a esa rara especie de “yo iba para grande-inmenso pero me volví un poquito loco o, lo que es peor, mi agente comenzó a recomendarme que aceptara papeles de lo más extraños”. Como Nicolas Cage, como Liam Neeson, como Willem Dafoe, como Jeremy Irons, como John Malkovich. Noé –dicen– es tan solo la avanzada líquida de un sólido renacer del film bíblico. Y que se continuará con una nueva de Moisés (filmada en Almería por Ridley Scott), una de Poncio Pilatos (con Brad Pitt en el protagónico), una de Caín vampírico (con Will Smith) y la milésima segunda venida de Jr. (el de Jesucristo, dicen, es un rol que trae mala suerte y suele hacer exclamar a aquel que ha tomado su rostro en vano un “Público, ¿por qué me has abandonado?”). En cualquier caso –tal vez porque los españoles ya han tenido suficiente tsunami con la hipertaquillera Lo imposible– lo cierto es que no parece haber demasiadas ganas, con la que está cayendo, de sentarse en la oscuridad a ver la historia de un señor y su familia que construyen un arca para bogar mientras a su alrededor se ahogan todos aquellos que creyeron en los falsos dioses de la especulación inmobiliaria y la tierra no tan firme. Puestos a pagar una entrada, está claro que los locales prefieren reírse del espanto más ibérico que bíblico con Ocho apellidos vascos: nuevo milagro del cine local que –tras la estela regional-costumbrista de Bienvenidos al norte (Francia) y Bienvenidos al sur (Italia)– se carcajea de/con la quebradiza geografía nacional contando un romance imposible y desparejo entre sevillano y vasca. El éxito ha sido tal que sus responsables ya han anunciado secuela que podría llamarse (no es chiste) Nueve apellidos catalanes o Siete apellidos canarios. Y, sí, seguro que ya las respectivas autonomías se ponen a competir para ver quién se queda con el rodaje de una franchise a rivalizar con aquellas carnívoras despedidas de soltero veganas o esas parejas disfuncionales encontrándose y separándose a lo largo de años de amaneceres y atardeceres y medianoches. Sea lo que fuere y donde fuere, una cosa es segura: el año que viene, de seguir todo como está, Rodríguez se estampará, como un cisne moribundo, como un Barça devenido patito feo, contra su poster, para ver las estrellas.
TRES Y regresará a casa agarrándose la cabeza que, enseguida, le dolerá un poco más al leer, en El País, las conclusiones de un encuentro en Vancouver, el TED, sobre tecnología y entretenimiento y diseño donde se aseguró que aquellos que han sufrido un trauma severo se recuperan un 50 por ciento más rápido si juegan al Tetris. Es posible, se dice Rodríguez; pero qué pasa si la causa de ese trauma –de ese traumatismo– es que iban por la calle jugando al Tetris y cruzaron la calle sin mirar y un auto con modales grand theft se los llevó por delante. ¿Y de verdad hay que alegrarse por las profecías profesadas allí por Nicholas “Nostradamus” Negroponte en cuanto a que “en el futuro la literatura se ingerirá. Habrá pastillas de Shakespeare y cuando entren en el riego sanguíneo irán directamente al cerebro, et voilà, ya habrás leído a Shakespeare”? Entre tanta euforia futurística, Rodríguez se pregunta, claro, si las pastillas de Hamlet se consumirán más que las de 50 sombras de Grey. Y se concentra en lo que, desde una tarima lateral, auguró el respetado filósofo Dan Dennett en cuanto a que la suspensión en el aire de la invisible Internet tarde o temprano sucumbirá a la gravedad informática. Y todo se vendrá abajo y la humanidad toda, adicta y de pronto en abstinencia obligada, vagará por ahí como walking dead no en busca de cerebros ajenos sino de algo que les recuerde cómo era aquello de pensar y razonar. Más de una vez, viendo viejas series de televisión, a Rodríguez le maravillan esas postales de maridos que saben a la perfección cómo destapar una cañería o arreglar el motor de un automóvil y hasta encender un fuego sin fósforos. Dennett asegura que cuando llegue ese diluvio invisible, “viviremos oleadas de pánico mundial y nuestra única posibilidad será la de sobrevivir las primeras y decisivas 48 horas”. Y añade: “Para eso hemos de construir –si se me permite la analogía– un bote salvavidas”. Un bote grande, un arca. ¿Cómo? ¿Qué? Fácil de decir, pero difícil de hacer: “Recuperar el antiguo tejido social de organizaciones de todo tipo y pelaje que ha sido casi aniquilado por Internet”. Para Bennett lo social en carne y hueso ha sido suplantado por lo interactivo entre desconocidos. En la hiperconexión, ya nadie conoce a nadie. Difícil confiar en alguien que se presenta con un seudónimo o anónimamente cuando las cosas se compliquen. Y concluye Bennett: “Internet es maravillosa pero tenemos que pensar que nunca hemos sido tan dependientes de algo. Jamás en toda nuestra historia. Y, si lo piensas, es bastante irónico que este boom tecnológico que nos ha traído hasta aquí nos pueda llevar de vuelta, en cuestión de segundos, a la Edad de Piedra”. Et voilà...
Como suele ocurrir, un link deriva a otro, la televisión sci-fi y la literatura de anticipación ya han contado el amor y el espanto: Rodríguez vio parte de la primera temporada de esa serie sobre el Gran Apagón llamada Revolution y ahora se entera de que ya hay una novela –titulada Notes from the Internet Apocalypse y firmada por un tal Wayne Gladstone– que cuenta exactamente eso con zumbido de sátira swiftiana. De pronto, la Red hace agua y a deambular por las calles comunicándose con un máximo de 140 caracteres y obligando a los gatos a hacer cosas graciosas y... Rodríguez se dice que va a esperar a que salga en formato píldora.
Mientras tanto y hasta entonces, un par de aspirinas para ahogar esa titánica jaqueca bíblica, esas arcadas sin arca, y mantenerse a flote hasta mañana, hasta chocar con el electrocutado iceberg de carne y hueso N. 1 de las próximas más o menos siempre decisivas 24 horas.
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