Sábado, 3 de mayo de 2014 | Hoy
Por Sandra Russo
El 17 de julio de 1937, la revista norteamericana Collier’s publicó el primer artículo de “la srta. Martha Gellhorn”, en el que ella describe a Madrid como una ciudad bombardeada en la que sin embargo sus habitantes hacían lo imposible por mantener la calma y las rutinas. Con cada bramido de un obús, la gente quedaba paralizada debajo de los portones de los edificios y las casas. Cuando el sonido se apagaba y quedaba la polvareda, cada quien seguía su camino. Gellhorn relata haber visto a dos mujeres jóvenes probándose sandalias delante de un espejo en una zapatería rodeada de humo y paredes agujereadas. Gellhorn cuenta en su crónica que en la Plaza Mayor, una de esas tardes, el bombardeo era tan feroz que el gemido de un obús no había terminado cuando estallaba el otro. De pronto vio salir del humo a una mujer anciana que llevaba de la mano a un niño. Una esquirla de obús le dio al niño de lleno en la garganta. “La anciana se queda inmóvil, sosteniendo de la mano al niño muerto, mirándolo estúpidamente, sin decir nada, y los hombres corren hacia ella para ayudarla a cargar al niño. A su izquierda, en un lateral de la plaza, hay un enorme cartel que dice ‘Salgan de Madrid’.”
Cuando llegó a España, conectada con la Brigada Abraham Lincoln y a instancias de John Dos Passos, que estaba filmando un documental, Gellhorn tenía veintiocho años y, en su haber, un fuerte trabajo de campo que había hecho junto a la fotógrafa Dorothea Lange y una decena de fotógrafos y cronistas que el gobierno de Roosevelt había enviado a las zonas de extrema pobreza dentro del territorio norteamericano, para documentar las zonas de desastre de la Gran Depresión. Gellhorn, hija de una sufragista y de un ginecólogo, había decidido dejar sin terminar el colegio secundario para irse a París con 75 dólares a probar suerte como redactora. Consiguió colaborar en Vogue, y después había regresado y había conocido de primera mano la devastación de la crisis económica sobre la población vulnerable.
Gellhorn no se dedicaba al periodismo ni había llegado a España contratada por nadie. Pero “a instancias de un amigo periodista” –que era Ernest Hemingway, de quien Gellhorn fue su tercera esposa– decidió escribir una crónica y mandarla a la revista Collier’s, que en ese entonces vendía casi tres millones de ejemplares. Fue publicada inmediatamente. Aunque en 1940 se casó con Hemingway y vivió con él en la finca Vigía de La Habana, nunca se le pasó por la cabeza abandonar las coberturas. Lo dejó a él cazando tiburones para ir a cubrir la invasión rusa en Finlandia, estuvo en el Desembarco en Normandía –donde llegó como camillera, porque el ejército norteamericano había prohibido la presencia de corresponsales mujeres–, cubrió la revolución china, fue de los primeros cronistas internacionales en llegar y ver el horror del campo de concentración de Dahau, estuvo en la creación del Estado de Israel, escribió furiosas crónicas contra la intervención militar norteamericana en Vietnam, estuvo en los juicios de Nuremberg, cubrió las guerras centroamericanas de El Salvador y Nicaragua, estuvo en el canal de Panamá cuando Estados Unidos lo invadió y su último trabajo de campo fue en Brasil, cuando tenía 88 años, cubriendo la aparición de los escuadrones de la muerte.
Hace dos años, cuando HBO puso en el aire una producción propia dirigida por Philip Kaufman –Hermingway & Gellhorn–, interpetada por Clive Owen y Nicole Kidman, el nombre de una de las corresponsales de guerra más brillantes del siglo XX volvió a sonar, pero Gellhorn hubiese detestado la idea. Hemingway había resultado un marido violento que nunca pudo aceptar que su mujer prefiriera seguir con su trabajo, y que no hubiera tomado su status de “mujer de” como consagración. Le había dedicado a ella, nada menos, que Por quién doblan las campanas. La separación fue en malos términos. Gellhorn se negó, a partir de entonces, a volver a pronunciar su nombre. Agregó alguna vez: “No quiero ser un pie de página en la vida de otro”.
Con motivo de ese revival sobre su nombre, la profesora de periodismo de la Universidad de Nueva York, Susie Linfield, hizo un excelente trabajo sobre esa “marca registrada” que fue Gellhorn, una firma asociada en las escuelas de periodismo norteamericano con el compromiso y la toma de partido. “Detrás del alambre de púas y la reja, electrificada, los esqueletos se sientan al sol y se buscan los piojos”, había escrito Gellhorn desde Dahau. Dijo luego que nunca pudo superar dos cosas de las tantas desgracias que había visto en su larga vida: la derrota de los republicanos en España, y Dahau. Tomó nota sobre el horror del alemán medio que descubría hasta qué punto su indiferencia había contribuido a la masacre: “Yo escondí a un judío seis semanas, yo escondí a un judío ocho semanas, él escondió a un judío, todo cristo escondió judíos”, escribió. La profesora Linfield advierte e interpela ese tono y ese registro comprometidos –Robert Capa, fundador de la agencia Magnum, amigo íntimo de Hemingway y Gellhorn, padrino del casamiento de ambos, dejó una frase que testimonia no sólo el espíritu de esa generación de reporteros sino el tipo de conflictos que cubrieron y que ya se estaban extinguiendo: “En una guerra, tenés que amar y odiar a alguien, tenés que tener una posición o no podés tolerar lo que ocurre”.
Hoy, el escenario de conflictos bélicos ha cambiado radicalmente, como las coberturas de guerra. La de los Balcanes fue la última guerra al estilo del siglo XX. En el artículo de Linfield, John Burns, que cubrió guerras durante cuarenta años para The New York Times, dice: “Podría decir, de mi cobertura, que había un agresor principal, los serbios, y una víctima principal, los musulmanes bosnios. Cualquier intento de igualar lo que no era igual hubiera sido equivocado. Una vez que uno reporta los hechos, hay una obligación de extraer de esos hechos algún tipo de conclusión. Yo no soy un mecanógrafo”. Por su parte, Jon Lee Anderson, corresponsal de The New Yorker, parte de una frase de Gellhorn, la que dice que “lo que era nuevo y profético en la guerra de España era la vida de los civiles, que se quedaron en casa y a los que les trajeron la guerra”. Anderson indica que esa idea, la de los civiles “a los que les trajeron la guerra”, “muestra una auténtica claridad por parte de Gellhorn, porque no podría haber una mejor síntesis de la trayectoria de los conflictos armados en el siglo XX”. De guerras con bandos ideológicos, con “causas”, como escribía Gellhorn tanto en España como en China, Israel o Finlandia, el mundo le reservó a Africa en las últimas décadas el escenario barato y de vidas completamente anónimas que mantienen vivo el mercado de armas. Pero allí no se lucha por ideas. Mary Kaldor, politóloga de la London School of Economics, ha escrito que esas nuevas guerras “reemplazan la política de las ideas por la política de la identidad”. Así, en esos escenarios reservados a la violencia, las guerras son tribales, imprecisas, sin desarrollo, sin reglas. El teórico John Keane las denomina “guerras inciviles” precisamente porque a diferencia de viejos conflictos nacionales, lo primero que se niega en ellas es el status de ciudadano: en esas guerras no hay civiles, sólo hay carne de cañón. Christina Lamb, actual jefa en Washington de la oficina del Sunday Times, fue corresponsal de guerra en las últimas dos décadas. “Sé de armas –dice–, pero me lo he pasado no cubriendo batallas, sino cubriendo la vida cotidiana de los civiles, sobre todo de las mujeres.” Kim Barker, ex jefe del Chicago Tribune en Asia, agrega: “No voy al frente y cubro el bang bang. La parte más interesante para mí no es cómo muere la gente en las guerras, sino cómo vive”.
Más allá de coincidir en el “espíritu profético” de la crónica periodística de guerra de Gellhorn, los actuales corresponsales, a la luz del cambio de los conflictos armados, coinciden en que el surgimiento de guerrillas tribales sanguinarias en el Africa meridional ubica tanto a los protagonistas como a los periodistas en un estado general de confusión, que al mismo tiempo realimenta la violencia, porque no hay causas –ni Causas– sino sólo consecuencias. Elizabeth Rubin, reportera en Sierra Leona, Chechenia, Sudán e Irak, indica que “ya no se trata de alinearse con los partisanos contra los imperialistas. El paisaje de la guerra ahora es mucho más complejo”. Jeffrey Gettleman, ganador del Pulitzer por su cobertura sobre el Africa subsahariana, indica: “Ya no ves batallas ideológicas. Es una violencia indiscriminada, predatoria. Se pone un rifle de asalto entre las piernas de una mujer y se aprieta el gatillo. ¿Cuál es el valor estratégico de eso? Esos grupos no tienen interés en difundir ideas o en ganar apoyo. Ya no hacen cosas como ésas”. Anderson, finalmente, dice: “Gellhorn tomaba partido de un modo que yo no puedo. Tiene que ver con su generación. Si yo hubiera estado cubriendo España en los ’30, yo también hubiera tomado partido. Pero eso me ha sido negado. Crecí en una época más complicada”.
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