Lunes, 15 de septiembre de 2014 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Esta semana pasada me tocó asistir a la Feria del Libro de Córdoba y además –dentro de ella– al primer encuentro de literatura policial y negra Córdoba Mata. Fueron cuatro días de laburo y charla con escritores y lectores amigos que terminaron con un fin de semana que incluyó visita relámpago a Mina Clavero y a los pagos del ascendente (a los altares, parece) cura Brochero. Lo pasamos bien, nos cansamos sin queja. Pero lo que quiero contar es otra cosa, un incidente menor y fortuito que motiva, por asociación, este texto.
Simple y maravillosamente: el sábado a la mañana, a mitad de camino a la sierra, en un parador con bella vista prevista, caminando rumbo al baño me encontré –insólitamente– con Blaise Cendrars. Quiero decir: divisé, colgada en la pared del fondo, una de esas hermosas fotografías clásicas del Cendrars maduro, cascado por cien soles, noblemente arrugado, de ojitos sabios e irónicos y con el cigarrillo negro pendiente de los labios distraídos. Me acerqué: a tres metros todavía era el poeta; al arrimarme un poco más, la foto pasó a ser lo que era: un hermoso paisano, un criollo veterano y curtido con pañuelo al cuello. Y el cigarrillo sin filtro no era un Gitanes, sino –seguramente– un Brasil de los más baratos y fuertes. Pero era el mismo, mismísimo tipo. No pregunté nada en el mostrador, no tenía sentido ponerle nombre propio a esa cara; me bastó con que me trajera la memoria lejana del invencible Blaise.
Tengo claro que el que me reveló por primera vez al autor de El oro como poeta y sobre todo como persona fue Henry Miller en Los libros en mi vida, ese desordenado inventario de sus pasiones de lector. El me empujó a buscarlo, como suele pasar, y después seguí solo, lo leí largamente en prosa y verso e incluso he escrito un par de veces sobre él, sobre algunos aspectos de su libérrima poesía, sobre todo.
Por ejemplo, hace diez años, al cumplirse el centenario de la inauguración del interminable Transiberiano bajo el zar de Rusia, recordamos que cuando el oscuro operario de alguna cuadrilla anónima puso de apuro los últimos rieles para alcanzar los 9198 kilómetros nunca del todo bien medidos, no sólo unió literalmente Moscú con Vladivostok (Europa con la costa del Pacífico), sino que posibilitó la comparación al paso que décadas después usaría Raymond Chandler para describir una piña de su detective de turno: “La pegó como si estuviera dando el último martillazo que enterró el último remache del Transiberiano.” Qué bárbaro. Y consideramos que, a la inversa, Agatha Christie estuvo doscientas páginas sobre rieles en Asesinato en el Orient Express –un primo rico y cajetilla del monstruo ruso–, pero todo pasa tan rápido con su estilo pullman que no queda nada.
Sin embargo, lo que importa ahora hoy y acá es que el mítico tren quedaría fijado en la historia de la literatura y de la mejor poesía del siglo pasado no (sólo) por la brillante comparación del autor de El largo adiós, sino por un texto memorable y tan desmesurado como su férreo referente: la Prosa del Transiberiano y de la pequeña Johanna de Francia, paradójico poema con que en 1913 el incontenible Blaise Cendrars entró en la literatura y la poesía del siglo XX para quedarse.
Por eso ayer, de nuevo en casa, volví sobre Cendrars y pensé que acaso no haya sido casual el falso encuentro en la sierra cordobesa que me lo trajo a la memoria. Así, revisando aquellas notas, citas y papeles descubro ahora que en estos días de septiembre se cumplen cien años justos del día en que, llevado por el fervor agradecido a la nación francesa pero sobre todo a la París de la que ya era una parte del paisaje, Blaise se alistó, como extranjero, para participar en la primera carnicería mundial que se llevaría puesto –entre otras cosas– un pedazo grande de lo mejor de toda una generación. Quiero decir: hace un siglo, Cendrars se fue a la guerra, a darle de comer a Europa, esa vieja puta desdentada que mentaría rencorosamente Pound.
Porque ese muchacho de 27 años en uniforme holgado que firmaba Cendrars no se llamaba Cendrars sino Frédéric Louis Sauser, y era tan francés como su compañero Apollinaire: es decir, no lo era. Nacido suizo en 1887, de padre obviamente relojero, se dedicó desde el principio a agotar las posibilidades de los caminos del mundo y la imaginación contrarreloj. Cendrars, en el rico cuadro de su tiempo, es el poeta en tránsito, el narrador del mundo en movimiento, la modernidad futurista de Marinetti y compañía sin las rigideces del maquinismo. La suya es la poesía que podía escribir “el hombre más libre del mundo”, según la definición de Miller.
Antes de los veinte años ya había ido y vuelto de Rusia, se le había incendiado –literalmente– una novia y en 1910 pareció cruzar el Atlántico sólo para estar con otra y poder –a la vuelta– escribir su primer libro, el extenso poema “La Pascua en Nueva York”, de 1912. Al año siguiente –amigo de Chagall, Leger y Modigliani– se juntaría con la pintora Sonia Delaunay para pergeñar el “primer libro simultáneo”, dedicado “a los músicos” y concebido formalmente para que se pudieran percibir al mismo tiempo los ritmos del color y la poesía. Primer y único ejemplo de “simultaneísmo”, celebrado por el mismo Apollinaire que por entonces publicaba Alcools, la Prosa del Transiberiano es un libro-objeto admirable, digno del tema que caprichosamente lo convocaba.
Los 445 versos irregulares impresos en diferentes y expresivas tipografías y tintas están acompañados por dibujos abstractos que marcan ritmos y colores acordes. Pero el dato no es ése. El texto no se fragmenta en páginas sucesivas, sino que se acumula sin cortes en una larga tira plegada verticalmente en forma de acordeón: dos metros de poesía. El orgullo de Cendrars era poder decir que los 150 ejemplares de la tirada, sumados (o añadidos) alcanzaban la altura de la torre Eiffel... Todo un símbolo.
La técnica poética de Cendrars, que reiteraría en Panamá y las aventuras de mis siete tíos del año siguiente, combina el relato seudobiográfico –hay elementos de su estadía en Moscú entre 1905 y 1907: “En aquel tiempo yo era un adolescente / apenas tenía dieciséis años y no recordaba mi infancia”– con la fascinación de lo lejano como posibilidad de una aventura vital que pueda conjurar una tristeza radical y volvedora. El poema propone el registro simultáneo de lo vivido y lo imaginado (esa fantástica guerra ruso-japonesa de telón de fondo) y del sentimiento, yuxtapuestos sin transición o eslabonados por el leimotiv que vuelve y vuelve en boca de la frágil Johanna: “Dime, Blaise: ¿estamos muy lejos de Montmartre?”. Por algo el poema-objeto arranca con el mapa del itinerario del Transiberiano a través de Asia y concluye con la Torre y la Rueda gigante, símbolos de la moderna París de la Belle Epoque.
Con los años, hemos leído y releído a Cendrars, volviendo una y otra vez a la edición de Fausto que reunió su poesía completa, con traducción de Víctor Goldstein, en 1975. La Prosa del Transiberiano, ahora en ediciones “normales”, se sostiene con un vigor y convicción de modernidad que sólo los esplendores del ya canónico Zona, de Apollinaire –que es del mismo año– lo acompañan en la vanguardia de la poesía francesa anterior a la Gran Guerra. La misma guerra que se llevaría pedazos de los dos poetas de la “legión extranjera”: Apollinaire, con una esquirla en la cabeza, no sobreviviría a una fiebre española; Blaise, mutilado su brazo derecho en 1915, apenas pocos meses después de este gesto de entrega amorosa que recordamos hoy, viviría para contarlo como nadie, de zurda.
El poeta sobrevivió a la catástrofe, siguió dando vueltas por el mundo, anduvo por Brasil y por acá, hizo cine, renovó las técnicas del relato de ficción con El Oro y Moravagine en los veinte y, mientras se alejaba de la poesía, con El hombre demolido, La mano cortada y los grandes relatos evocativos y fantásticos de la segunda mitad de los cuarenta dio cuenta como nadie de las grotescas miserias de la guerra.
La alegría furiosa de vivir acompañó a Cendrars, uno de los poetas más auténticos del siglo XX, hasta el final, en 1961. Y sigue ahí porque vivió como escribió hace ochenta años en Traje blanco: “Feliz como un rey / rico como un millonario / libre como un hombre”.
Hace un siglo, el joven Blaise fue a la guerra como quien se entrega solidariamente al amor, al dolor ajeno. Hace un siglo que su poesía no deja de brillar.
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