Lunes, 15 de septiembre de 2014 | Hoy
EL PAíS › LA INVESTIGACIóN DE FAMILIARES Y VECINOS SOBRE LOS OBREROS DESAPARECIDOS EN EL NORTE DEL CONURBANO
En el llamado Juicio de los Obreros, que se ocupa de los secuestros de 33 trabajadores, se presentaron documentos que muestran la connivencia de los empresarios con el terrorismo de Estado. Fueron rastreados por un equipo integrado por parientes de las víctimas y otras personas.
Por Alejandra Dandan
En San Martín se acerca el final del Juicio de los Obreros, destinado a buscar responsabilidades por los secuestros de 33 trabajadores de algunos grandes centros fabriles de la zona norte del conurbano, como los astilleros Mestrina y Astarsa y las ceramistas Lozadur y Cattaneo. Los secuestrados eran delegados o afiliados a los sindicatos, cercanos a las comisiones internas de las fábricas. El juicio juzga ahora a una parte de los responsables: militares, policías y prefectos. Faltan los responsables civiles: propietarios, directores y personal jerárquico de las empresas con distinto grado de colaboración. Durante el debate se mostraron varios documentos que sugieren esa colaboración. Informes desclasificados de la Embajada de Estados Unidos, archivos de la ex Dipba y también un tramo escalofriante de las actas de reuniones del directorio de Lozadur. Las actas sugieren modos posibles de cómo se articuló esa complicidad, pero impactan porque muestran, como una vieja fotografía, el espanto del patrón ante la envergadura de la organización obrera de la época.
“En la Ciudad de Buenos Aires, a los diez días del mes de septiembre de 1975, reunidos en sesión de directorio en su local social de la calle Bernardo de Yrigoyen 330, 4º piso, los señores directores de Porcelana Lozadur SAyC que firman al pie, bajo la presidencia del doctor Mario Jorge Amoroso Copello y con asistencia de los señores miembros de la comisión de fiscalización que firman también la presente acta, se abre la sesión siendo las 14 horas –escriben–. A continuación toma la palabra el señor presidente y plantea al directorio el problema del ausentismo obrero que supera el 20 por ciento, como así también los continuos conflictos obreros originados artificialmente por el personal perteneciente a la Focra, por lo que será de imperiosa necesidad adoptar medidas, sea cual fuere para evitarlo.”
El hallazgo de estos libros de actas es parte, a su vez, de una segunda trama de este juicio. La historia de un equipo de investigación compuesto por distinto tipo de personas: familiares de los desaparecidos, con sus distintos saberes, pero también un viejo apoderado del sindicato o una vecina, la hija de la dueña de una tienda de pueblo, ubicada a una cuadra de dos hermanas de trabajadoras de Lozadur desaparecidas. Liliana Giovannelli pertenece a ese equipo. Era trabajadora de laboratorios Roche y esposa de Juan Carlos Panizza, Cumpita para sus compañeros, uno de los desaparecidos de Cattaneo, la otra fábrica de cerámicas. Se encontró con estos libros en el juzgado oral de San Martín. Los querellantes los habían mandado pedir al juzgado de quiebras. Cuando estaban ahí, a medida que iba pasando las hojas, Liliana comenzó a tomar notas con lo que tenía a mano. Al llegar a su casa, puso los datos más importantes en un mail destinado a sus compañeros.
El 21 de febrero pasado, Liliana Giovannelli escribió: “En el juzgado oral estaban los libros de actas de la reuniones de directorio de Lozadur desde 1956 en adelante. Revisé a partir de agosto 1973 (toma sindicato), hasta 1978. A partir del ’74 comienzan alusiones al personal en relación con problemas de ausentismo (20 por ciento). En septiembre de 1975 ausentismo y conflictos obreros ‘originados artificialmente por el personal perteneciente a Focra’. En octubre del ’75 hablan del principio de autoridad muy deteriorado en la fábrica y deciden nombrar un gerente general (Ing. Pedro Ernesto Bouche). Cuando presentan el ejercicio del año ’75 atribuyen sus problemas a la política económica y gremial y como ya están en el comienzo del ‘76, dicen: ‘reestablecida la disciplina el rendimiento de la mano de obra ha alcanzado sus niveles normales’. En los meses siguientes las actas son escuetas y casi iguales”.
Hasta octubre de 1977: cuando se producen algunos de los hechos más importantes.
Lozadur y Cattaneo eran dos de las fábricas más grandes en la zona norte. Cattaneo tenía 500 trabajadores; Lozadur, en Villa Adelina, más de mil trabajadores, la mayoría mujeres, como quedó reflejado entre los desaparecidos: cuatro de los siete desaparecidos de este juicio son mujeres. Para 1973, las dos fábricas estaban movilizadas. La futura lista marrón tomó la filial 2 de Villa Adelina del Sindicato de Ceramistas. Había reclamos por mejoras de salarios y mejores condiciones de trabajo. Varios testigos recordaron en el juicio problemas por las altas temperaturas de los hornos; afecciones respiratorias por falta de extractores para absorber polvillo. Deterioros físicos por el acarreo de las zorras, usadas para trasportar cerámica dentro de la fábrica. Con el envío de un veedor y una disposición del Ministerio de Trabajo que ordenó elecciones, ese año ganó un armado clasista de la lista marrón. Y volvió a ganar en 1975. Ese año, junto a los astilleros se impulsaba la Coordinadora Fabril en la zona norte con alta capacidad de movilización y enfrentamiento con la burocracia sindical. Después del golpe, la filial quedó intervenida por el comandante de Gendarmería Máximo Millarck. Ya en 1976 y 1977, bajo el peso de la dictadura, los trabajadores continuaron con distintos tipos de reclamos y actividades de resistencia. En ese contexto, a fines de septiembre de 1977, Millarck convocó a una reunión a los delegados y les pidió que volvieran a las secciones para suspender una de las últimas huelgas. Les dijo lo que muchos testigos repitieron durante el juicio: que si no lo hacían, iban a venir los “bichos verdes”. La huelga continuó. El 18 octubre de 1977 Lozadur simuló un cierre por una quiebra cuyos vaivenes ahora se ven escritos en las hojas del directorio. Quince días después, los “bichos verdes” secuestraron a los trabajadores de sus casas y meses más tarde volvió a abrir la fábrica.
El acta del directorio que sigue a continuación es del 14 de octubre de 1977: cuatro días antes del cierre. “El presidente manifiesta que como es de conocimiento de los señores directores, a comienzos del corriente mes se inició en la fábrica un movimiento gremial de acción directa consistente en la disminución intencionada de la producción a pesar del anuncio, previo al movimiento, de que en el curso del mes de octubre se otorgaría un aumento general de salarios. Dicho movimiento ha producido una disminución de la producción y consiguientemente del despacho y de la facturación, de tal magnitud que amenaza hacer conducir a la empresa (...) a no hacer frente a las obligaciones financieras y o bancarias (...) Tal situación hace simplemente imposible continuar soportando un conflicto gremial sin solución aparente por cuanto los obreros no sólo no informan oficialmente los motivos de su actitud, sino que ni siquiera concurren a las citaciones del Ministerio de Trabajo y se han negado a acatar las instrucciones e intimidaciones de las autoridades competentes y del interventor militar en el organismo sindical para normalizar el trabajo. Actualmente, las autoridades competentes han dispuesto que el conflicto queda sujeto a las normas de la ley 21.400 de seguridad industrial. (N. d. R.: de septiembre de 1976, una estrategia para militarizar a los trabajadores en huelga.) El problema del conjunto planteado exige soluciones drásticas y definitivas ya que, de no lograrse las mismas, la liquidación de la empresa será inevitable con todas sus consecuencias jurídicas, económicas y sociales. Por consiguiente se resuelve, por unanimidad, proceder previa intimidación legal al despido con causa justificada de todo el personal en conflicto, en caso de no normalizarse el trabajo a la cero hora del día 15 de octubre.”
“Conocí a Carlos (Panizza) en noviembre del ’74, estuvimos dos años de novios, los dos trabajábamos, fuimos comprando las cosas para equipar un lugar para vivir, dos meses antes de casarnos alquilamos una casa en Martínez y en febrero del ’77 nos casamos. Carlos iba a seguir abogacía y yo psicología”, explico Liliana Giovannelli durante la audiencia. Carlos esperaba los certificados de estudio de Entre Ríos. Habían comprado un terreno para construir en José C. Paz. “Trabajábamos duro y los dos tratábamos de hacer horas extra. Carlos estaba en Cattaneo con turnos rotativos: una semana de mañana, una de tarde y otra de noche. Así que nos arreglábamos como podíamos para tener más tiempo juntos. Cuando le tocaba de noche, llegaba a casa a eso de las 6.30 o siete de la mañana, desayunábamos y luego yo me iba a trabajar y volvíamos a vernos a las seis de la tarde y hasta 21.30, cuando él volvía a irse a la fábrica. Eramos recién casados, compartíamos lecturas, las cosas que hacíamos y soñábamos. Carlos militaba en el sindicato. Era afiliado del gremio, participaba de las asambleas, hablaba de política, apoyaba las medidas que se tomaban, era un tipo politizado, sin bien no estaba afiliado a un partido.”
Liliana repite en voz alta alguno de esos reclamos: el polvillo, el calor de los hornos, los sueldos bajos y atrasos en las quincenas.
El 27 de octubre de 1977 horneó una torta de naranja. Desayunaron y Carlos se fue a la fábrica. Ese día el Ejército montó un enorme operativo durante el que se llevaron a tres trabajadores, entre ellos a él. A la tarde, como no volvía, Liliana llamó dos veces a la fábrica.
“Quiero destacar aquí que también en esto se ve la complicidad de la empresa –dijo en el juicio–, porque ante un hecho de semejante magnitud, con un operativo como el que se hizo dentro de la fábrica, con despliegue de Falcons, camionetas, donde introdujeron a los obreros dentro de la fábrica, que duró horas y comprendió dos turnos laborales, que comenzó durante la madrugada con personal de turno noche y continuó durante la mañana, ¿cómo la oficina de personal iba a desconocer lo que había pasado o estaba pasando?”.
Una vez al mes, durante años, Liliana pedía permiso en su trabajo, a veces se lo daban, a veces no, para viajar a la Capital. Iba al Ministerio del Interior a preguntar si había novedades de Carlos. Cuando salía, antes de volver, pasaba por Corrientes y Callao, donde funcionó la sede de Familiares. Siguió trabajando en Roche porque quería conservar la casa alquilada. Creía que Carlos iba a volver, después de todo, todos le decían que se lo habían llevado por averiguación de antecedentes. “Con el resto de los familiares de la fábrica, nunca nada”, dice. “Yo no trabajaba en la fábrica, así que no sabía dónde vivían. En algún momento intenté armar una pareja, pero no pude, porque esta historia nunca se cierra.”
Con el acceso a Internet algo cambió. Cada tanto, googleaba el nombre de Carlos. Encontró el documento desclasificado del Departamento de Estado de Estados Unidos que días atrás se presentó en el juicio. Pero no sabía qué hacer con todo eso, dice, “porque es más, yo tampoco sabía que podía querellar. Yo esperaba que alguien de la Justicia me llamara. Hoy entendí eso, que sí puedo empujar y no esperar a que me llamen, como que cambió mi historia, empecé a meterme más”.
Una noche de 2009, frente a la televisión, miraba por Canal Encuentro un programa de los archivos de la ex Dipba de la Comisión Provincial por la Memoria. Había un obrero, que ella imaginó de Astarsa, entrando a los archivos, no se le veía la cara, pero buscaba entre los archivos. “Nunca se me ocurrió pedir informes ahí.” Y justo en ese momento sonó el teléfono: era Adriana Taboada, de la Comisión de la Verdad, Memoria y Justicia de la Zona Norte.
“Yo creo que esto es un tema fundamentalmente de poder y de la transformación de las prácticas”, dice Adriana Taboada. “La mayor parte de la gente, cuando tiene un problema legal, busca un abogado, le transfiere la información y el abogado se ocupa de ver cómo resuelve el problema, entonces el que hace es el abogado y uno espera, y tiene un rol pasivo. ¿Qué nos enseñan estas causas de derechos humanos? A mantener un rol activo durante todo el proceso. Hay momentos en los que el abogado tiene un rol específico, pero después hay todo un universo de cosas para hacer: desde la investigación de todo, no solamente contactar a un familiar o a un compañero, sino recorrer los barrios, buscar testigos, buscar los libros, documentación. Además de declarar o acompañarnos. No delegamos la causa, la causa es nuestra, y es la posibilidad de trabajar colectivamente: se puede enfrentar o resolver esto colectivamente, se genera una práctica: nos juntamos, nos organizamos, pensamos juntos. Es fundamental pensar que el terrorismo de Estado pegó en la fragmentación social y que lo que nosotros hacemos todo el tiempo es volver a tejer donde hay un agujero.”
Adriana tiene cuatro primos desaparecidos, es psicóloga. En algún momento llegó a sus manos un listado de familiares. Llamó a Liliana, y en paralelo le contaron que había un grupo de docentes reconstruyendo las historias de dos hermanas, Dominga y Felicidad Abadía Crespo, dos trabajadoras de Lozadur, en el marco del Programa Jóvenes y Memoria.
“El día que nosotras vamos a la casa de Adriana, estaban Pablo Llonto y Liliana (Giovannelli) y todos nos conocimos ese día: fue impactante porque Liliana nunca jamás había sabido nada de Carlos. Nunca nada. A todo esto, la profesora de historia de nuestro equipo había ido a la ex Dipba y encontrado cosas relacionadas con el gremialismo, el movimiento obrero, ceramistas.”
Ana Bringas vivía a una cuadra de Dominga y Felicidad. Eran hijas de una familia de inmigrantes españoles, perseguida por el franquismo. Dominga, la mayor, tenía 27 años, cocinaba, tejía. Ana era cinco años más chica. Su madre había puesto una tienda con todo lo necesario para un pueblo que recién empieza a formarse. La tienda se llamaba Feria Americana. “Las chicas eran divinas, las dos preciosas”, dice Ana, a tantos años de allí. “Y los Abadía eran gente que, aun con lo que les pasó, ni siquiera les escuchabas una subida de tono: a lo sumo, el padre decía: ¡Estos desgraciados, robaron hasta bebés! Esto era lo máximo. La madre (Baltasara) fue la primera querellante de esta causa.”
Hace años, cuando murió el padre de las chicas, Baltasara se volvió a España con unos sobrinos. Le dejó al casa a otra vecina que guardó muchas de las fotos y documentos de la familia. Ana golpeó la puerta de esa casa cuando era docente del Instituto Superior de Formación Docente de San Miguel. Con dos compañeras (una socióloga, María Conte, y una historiadora, Mónica Parada) llegaron a la vieja casa a reconstruir la historia.
“Yo era chica cuando desaparecieron las chicas, y me acuerdo de que Lanusse estaba esa noche en el barrio porque tenía una casa en Del Viso. Le dijo a la familia que sabía lo que estaba pasando, que no lo compartía, pero que no podía hacer nada. Nosotros nos fuimos embalando con el tema y en marzo de 2008 hicimos una instalación en la Universidad de Tres de Febrero con vajillas de cerámicas de ellas, pero también de Lozadur, porque empezamos a buscar y nos dimos cuenta de que en muchas de las casas había cosas de Lozadur. La fábrica era tan grande y tan importante, tenía tanta importancia para Sudamérica, que todas comprobamos que en nuestras casas teníamos algo.”
La instalación se llamó “Mis vecinas Dominga y Felicidad”. Al comienzo contaba lo que entendían que pasaba: era una historia en círculo sobre una familia de inmigrantes perseguidos por el franquismo que volvían a ser perseguidos acá. “Lo relacionábamos con la fábrica porque sabíamos que había otros desaparecidos, pero no teníamos más que un nombre y nada más.”
En 2009, un año después, se produjo el contacto con la Comisión.
Liliana Giovannelli agarró el listado de la Conadep y encontró el nombre de Jorge Ozeldin, otro de-saparecido de Cattaneo. Hablaron con una cuñada; ella pasó un teléfono de Mar del Plata; un hermano dio una foto de Ozeldin. Encontraron la foto en Facebook, pero se dieron cuenta de que no era de Ozeldin sino de Omar, su hijo. Omar hoy participa de los juicios.
Ana Bringas fue tres veces a la casa donde había vivido Pablo Villanueva, uno de los desaparecidos de Lozadur. Fue hasta que le abrieron puerta. En la casa todavía vivían las tres familias de entonces. “Di con un hermano, Juan Villanueva, me dijo que vinieron los militares. Me interné a hablar con él, fui sola para que no se asustara, y este hombre me dijo que sí, que iba a declarar. Después volvimos con mi amiga la socióloga, pero esta vez nos dijo que no y la mujer me echó: no quería que se hablara más del tema. Me fui y volví una tercera vez con María. Estuvimos paradas en la puerta de la casa. Nos quedamos ahí. Y bueno, al final salió la mujer y nos dijo que a lo mejor su cuñada nos podía ayudar. Resulta que su cuñada había trabajado en Lozadur.”
Ramón Villanueva, uno de los habitantes de esa casa y tío de Pablo, había trabajado en Lozadur. Lo mismo que su esposa, Rosa Samaniego. Los dos declararon en el juicio.
En 2010 colocaron baldosas en Cattaneo y en el antiguo frente de Lozadur que ahora es el comienzo de un parque municipal. Dora Ludueña, la esposa de Pablo, se acercó al acto. “Muchos familiares se acercaron a ese momento. Hicimos todo un trabajo de territorio en el barrio, puerta a puerta –dice ahora Liliana–. En Cattaneo los secuestros habían sido dentro de la fábrica y pensamos que los vecinos que aún vivían en la zona podían darnos datos acerca del operativo. Y luego con el objetivo de atraer la atención de ex trabajadores decidimos poner la primera baldosa señalando el lugar de donde fueron llevados los obreros e hicimos entre todos las baldosas de Lozadur. Las confeccionamos al aire libre en donde estaba el predio de la fábrica. Fue muy importante porque en esa hechura se juntaron varias generaciones de los familiares y se acercaron muchos ex trabajadores que vivían en la zona.”
Dora Ludueña también fue trabajadora de Lozadur. Y logró declarar durante una de las últimas audiencias. También lo hizo Marisa Villanueva, la hija de ambos.
“Yo creo que el rompecabezas se termina de armar en el momento del juicio –dice Ana–. Ahí terminás de ver todo lo que pasó. Y es impresionante.” x
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