Lunes, 30 de marzo de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Se acaban de cumplir, esta semana pasada, ciento diez años de la muerte de Jules Verne, un monstruo de la imaginación que, de algún modo, nos fabuló también a nosotros. Acaso valga la pena recordar cómo fue eso. Un tema sobre el que nos gusta volver.
Como todo el mundo sabe, Verne fue el fundador de un subgénero narrativo exitosísimo, la novela de aventuras moderna con base científica y exótica ambientación geográfica –los llamados Voyages extraordinaires–, ya que para tener una aventura, pensando y escribiendo desde Europa, había que viajar, o el hecho mismo de viajar –por la naturaleza novedosa o sorprendente del vehículo– ya constituía una aventura. Para lograr el efecto de asombro deseado, el sedentario de Amiens forzó creativamente los límites del conocimiento de su época –esos cuarenta años que comprenden el último tercio del siglo XIX y el arranque del XX– cuando los descubrimientos geográficos y los inventos y avances tecnológicos eran noticia cotidiana. Verne los convirtió en el motivo principal de atracción de sus historias.
Lo notable es que esas novelas, como su Phileas Fogg –fijado para siempre con la apostura del maravilloso David Niven–, dieron la vuelta al mundo y fueron leídas por los jóvenes –y los que no lo eran– de todas las latitudes. De ese modo, Verne les devolvió a sus lectores la historia y el entorno propios, pasados por su imaginario personal. Es notable eso. Y nos implica. Porque es lo que les sucedió hace cien años y les sucede aún hoy a los ocasionales lectores argentinos con El faro del fin del mundo, el relato por el cual, por obra y magia del novelista francés, este extremo americano se convirtió en domicilio ocasional de la aventura y la Isla de los Estados y su luz encendida en el confín civilizatorio entraron (y salieron) de la gran historia literaria.
El faro del fin del mundo no es una historia en que la invención científica o la novedad tecnológica –el globo, el submarino, la excursión bajo la Tierra o a la Luna– sea el centro de interés, algo habitual en algunas de las más conocidas y mejores novelas de Verne. Aquí, como en las aventuras en los hielos árticos o en las altas cumbres, la aventura surge de la hostil inaccesibilidad del paraje, ajeno a la experiencia del lector por su lejanía, en cruce con el esfuerzo de la avanzada civilizatoria por hacer pie allí, pese a la dificultad extrema. Y es mucho más importante esa idealizada oposición entre el solidario empeño humano y lo natural salvaje –las descripciones de la ominosa costa de la isla y de las tormentas antárticas, aunque de segunda mano, son formidables– que la intriga propiamente novelesca.
En realidad, la trama es un mero pretexto, como en muchos otros Voyages extraordinaires que hicieron fama y fortuna del autor –y sobre todo, de su editor, el rápido Hetzel–, en los que la localización geográfica y la información histórico-científica son previas y más importantes que la invención de un argumento que sólo sirve para ilustrarlas. Por eso, desde ya, El faro del fin del mundo no es una gran novela. Ni siquiera es una novela grande, comparada con las notables y justamente célebres Viaje al centro de la Tierra, La vuelta al mundo en ochenta días o Veinte mil leguas de viaje submarino. Es corta –y estirada, además–, sin mucho ingenio aventurero, con poca o ninguna intriga y ausencia absoluta de personajes con algún interés o complejidad. “Se trata de uno de esos relatos que tardan en arrancar, fruto de la vejez de Verne”, dice su último y mejor biógrafo –un sajón, no un francés–, Herbert Lottman. Lapidario.
Pero la precariedad y las limitaciones del único relato del autor que transcurre totalmente en territorio argentino –también en la excelente Los hijos del Capitán Grant hay episodios que se desarrollan en el sur patagónico, con inundación y salvataje en la copa de un ombú incluidos– tienen sus atenuantes: El faro del fin del mundo es la última novela que el fatigado artesano produjo de su puño y letra, el compromiso final de un fabulador incansable que trabajó hasta el final. Fallecido el 24 de marzo de 1905, cuando comenzaba la primavera boreal, a los 77 años, Verne no llegó a ver esta novela impresa. Primera de la serie de narraciones póstumas, comenzó a publicarse en el Magasin d’éducation dos semanas justas después de sus funerales. Como si no hubiera pasado nada.
El argumento es tan simple como su hermoso y sugestivo título. La historia comienza cuando las autoridades argentinas terminan de construir el faro en el extremo este de la Isla de los Estados y lo dejan funcionando y en custodia de tres solitarios cuidadores –Vázquez, Felipe y Moriz–, que sólo han de ser relevados cuando, tres meses después, regrese el aviso Santa Fe con la nueva dotación. El barco se va y prácticamente de inmediato la reducida guarnición es atacada por piratas cuya existencia no había sido advertida durante los meses de construcción del faro. Los malhechores que, varados en la isla desde hace mucho tiempo, viven y medran de los barcos que naufragan y hacen naufragar, han reunido tesoro y provisiones en una caverna pero sólo buscan, ahora, el medio de abandonar el lugar, huir hacia el Pacífico Sur, a disfrutar al sol de lo que tienen y a acrecentar sus tesoros.
Comandados por el perverso Kongre, que tiene a Carcante por lugarteniente, los piratas matan a Felipe y a Moriz; pero el combativo Vázquez escapa, armado y con provisiones, al interior de la isla. Los malvados apagan el faro, que servía de única alerta a los navegantes, y se dedican a reparar una nave que han capturado y que deben poner en condiciones de navegar en mar abierto, antes de que se cumplan los tres meses y los sorprenda el regreso del aviso Santa Fe con al comandante Lafayate al mando.
Toda la intriga –levísima– consiste en una serie de rotundas casualidades que permiten, sucesivamente, que Vázquez descubra la caverna donde los piratas guardaban tesoros y víveres, que la tormenta descomunal entorpezca las tareas y no permita acelerar los trabajos y la huida de Kongre y los suyos, que haya un naufragio de un barco norteamericano durante la terrible tempestad, y que Vázquez salve al decidido John Davis. Finalmente, juntos y como improvisados comandos, el argentino y el yanqui –que incluso salva un cañoncito y pólvora de su propio barco– impedirán la huida de los piratas hasta el momento en que llegue, guiado por el faro que Vázquez consigue volver a encender, el providencial aviso Santa Fe. La imagen de la luz encendida heroicamente para facilitar el tránsito y la conquista de las tinieblas es una transparente alegoría del Progreso, para servir al cual las naciones (y los hombres) no existen, se disuelven en el bien común de la Humanidad. Eso es todo.
En diferente registro, poco menos de treinta años después, otro francés más sensible y menos creyente en esos valores por entonces derruidos por la Primera Guerra y la injusticia generalizada; un francés que sí frecuentó esas latitudes y padeció la hostilidad de los elementos, hará en Vuelo nocturno otro elogio más íntimo de la secreta solidaridad entre hombres abocados a un servicio colectivo. Antoine de Saint-Exupéry hace del Fin del Mundo el escenario en que sus sufridos aviadores –como los fareros, los Vázquez de Verne– encuentran un sentido de la vida en la lucha contra los elementos, unidos por una causa, una tarea común.
Pero es estimulante pensar qué habrían hecho por ejemplo Joseph Conrad o Jack London –otros hombres, otros excepcionales narradores de la aventura que comienzan a crecer cuando Verne decae– con ese universo multiforme del Fin del Mundo. Habrían iluminado (valga la referencia) otras zonas. El polaco que escribió en inglés, cuando ponía a sus antihéroes occidentales aislados en cualquier confín colonial –el sudeste de Asia, el corazón de Africa–, solía ser muchos menos optimista y más crudo que Verne. Puede leerse la patética historia del dúo de Una avanzada del progreso para contraponerla a la versión y visión vernianas. Un personaje como el increíble Luis Piedrabuena habría sido carne de relato conradiano.
Y del salvaje London, ni hablar. El autor de The call of the wild probablemente no habría soslayado otra fecunda cantera para el relato que debido al corte quirúrgico realizado por Verne –desolar aún más la isla, convertirla en la Nada con un faro– desaparece mágicamente del escenario: la cárcel, que es la exacta contraparte del sentido atribuido al faro. Las crónicas que al respecto escribe Roberto J. Payró para La Nación y que reuniría después en La Australia argentina dan un indicio de la riqueza narrativa y la potencialidad dramática de ese universo siniestro, la movible cárcel que pasa del mismo emplazamiento del faro, en San Juan, primero a Bahía Cook y después, en 1902, a Ushuaia, con el episodio de la sangrienta fuga y cacería de presos, el ulterior juicio y las ejecuciones. Así, la Isla como avanzada del progreso es foco de luz; pero también, y a la vez, cuarto del fondo, lugar de depósito de lo impresentable.
Visto en perspectiva y con todas las salvedades, el relato de Verne tiene, pese a sus limitaciones literarias, la equívoca virtud de haber fijado el escenario extremo del continente como espacio aventurable, que es una manera nada despreciable de existir. Es debido a El faro del fin del mundo que este maravilloso espacio y aquellas insólitas circunstancias se han incorporado para siempre al imaginario universal. Y con otro signo diferente del que arrastraban tradicionalmente. Hasta entonces, aventurarse en las inmensidades heladas del Sur –ese mapa inundado que da pavor– había sido para la literatura del siglo romántico una oscura pesadilla demoníaca: en Coleridge y La rima del viejo marinero; en el Moby Dick de Melville y sobre todo en La Aventura de Arthur Gordon Pym de Poe, no hay luz sino abismos. Verne puso el lugar en la historia, lo sacó del mito a su modo habitual. Y no es casual que hayan sido otros franceses, hace pocas décadas, quienes se empeñaran en restaurar el faro, la luz original tanto después. Y ahí está ahora. Fue una manera de hacer que existiera aquello que habían leído, hacer que fuera cierta la historia con que Verne, el Mago, los había persuadido.
Ese misterioso don de los buenos relatos que les permite competir con la Historia –y a menudo imponerse a ella– es lo que define el interés, la necesidad y el valor siempre renovados de la literatura.
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