Lunes, 30 de marzo de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Mempo Giardinelli
Las recientes notas sobre Finlandia, Estonia y Rusia llamaron la atención sobre los Informes PISA (Programme for International Student Assessment) y su presunta relación con la calidad educativa, tan cuestionada aquí por casi toda la oposición.
El asunto es importante y va más allá del actual presente electoral, en el cual sería interesante, y necesario, que la educación adquiriese relevancia como cuestión fundamental para imaginar una Argentina futura.
Por eso es válido retomar el análisis. Por un lado para desmitificar lugares comunes que se repiten tontamente, como que PISA demuestra que nuestra calidad educativa es pésima. Y por el otro para neutralizar discursos paralizantes y sin propuestas que ofrecen como única medida del supuesto desastre lo que no es más que un testeo cuestionable y de dudosa validez para países como el nuestro.
Conviene explicar entonces qué es ese programa, cuáles son sus objetivos y en qué puede ser útil –o no– para un país como el nuestro.
Ante todo hay que recordar que PISA depende de la OCDE (Organización para el Comercio y el Desarrollo Europeo), que es una asociación de países cuyo objetivo común es determinar perspectivas económicas en función de sus intereses, así como “medir la productividad y los flujos globales del comercio y la inversión”. O sea que no se trata de un programa hecho por una institución educativa, ni su propósito es sugerir o proponer reformas educativas.
Fundada en 1961, con sede en París y llamada “el club de los países ricos”, la OCDE está integrada por unos 30 países que en 2012 representaban el 70 por ciento del mercado planetario y el 80 por ciento del PNB mundial. De América latina sólo son miembros México (desde 1994) y Chile (desde 2010), y están abiertas las puertas para el ingreso de Costa Rica y Colombia. No sobra recordar aquí que desde hace años los gobiernos de estos cuatro países priorizan sus Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos por sobre la integración latinoamericana y que, por ejemplo en Chile, siempre mejor rankeado en los PISA, la educación es un negocio privado.
El Programa PISA realiza pruebas estandarizadas a estudiantes de 15 años de edad, en más de 60 países y en los cinco continentes, y ha logrado que su informe (que se difunde cada tres años) sea considerado como un sistema de comparación “objetivo”. Lo cual no es verdad porque se trata de un análisis que solamente considera la calidad de los sistemas educativos en función de valores cuantitativos, sin tomar en cuenta las múltiples peculiaridades, tradiciones, historias y circunstancias de cada una de las sociedades y culturas que se exponen a ese examen, que en esencia no es más que una especie de competición de niveles de inteligencia.
La mayoría de los temas del examen, que dura algo más de dos horas, se puede responder correctamente sin tener en cuenta las peculiaridades escolares de cada nación. De donde los resultados suelen mostrar más bien las diferencias en los IQ (coeficientes de inteligencia) generales de los países, antes que la eficiencia de sus sistemas educativos. Por eso en los PISA a los países de bajos ingresos y/o con muchos inmigrantes, y/o con minorías sociales o pluriétnicas, inexorablemente les va mal. Y les seguirá yendo mal, lo que hace que seguir exponiéndose a la competencia PISA acabe siendo una forma de flagelación de colonizados.
No son pocos los académicos que opinan que PISA no sirve para valorar la calidad real de la educación de un país porque, de hecho, es una competición trienal que no evalúa el conocimiento general de los estudiantes de cada sociedad, y menos aún la aplicación de saberes en función de los intereses de sus pueblos. Está muy bien evaluar niveles de inteligencia, pero no hay que olvidar que el mundo está lleno de personas con altos IQ pero nula conciencia social. Una honesta intención evaluativa, entonces, en países como el nuestro, forzosamente debería tener en cuenta estos aspectos y no nada más cuantificar coeficientes.
Los cuestionamientos a PISA son de índole diversa: unos apuntan al uso político que se les da a los resultados, que establecen rankings pero no aportan ideas educacionales innovadoras; otros subrayan la falta de matices en la formulación de preguntas que ignoran las tradiciones e historias de países tan diferentes; y otros más apuntan a que la comparación de resultados no sirve para determinar el impacto de las políticas educacionales en sociedades tan distintas, ni mucho menos ayudan a tomar decisiones puesto que los resultados de PISA son manipulados inmediatamente por intereses políticos y económicos, y, claro, por charlatanes.
Parece cada vez más necesario que al menos en nuestra América se inicie un camino hacia evaluaciones propias y de acuerdo a las características y necesidades de nuestros sistemas educativos, y teniendo en cuenta las peculiaridades de los desarrollos relativos de cada nación. Un buen sistema de evaluación es necesario, sin dudas, y perfectamente se podría consensuar uno nuevo con los países hermanos de por lo menos la Unasur. Y no con espíritu competitivo sino integrador de las mejores políticas educacionales de cada país. Lo que desde luego ayudaría a mejorar –ésa evaluación sí– la calidad educativa de la región.
Puede que esto parezca todavía algo utópico, si se recuerda que aquí tiene mucha más prensa una cena que recolecta 150 millones de pesos para un candidato, y tiene mucho más poder el perverso sistema de dirigentes, policías y jueces que dan protección mafiosa a los barrabravas que han echado a perder al fútbol argentino. Pero cuando se escucha a cualquier improvisado perorar sobre la “mala calidad educativa” con tal de pegarle al gobierno K (que más allá de errores es el que más ha hecho por recuperar la educación pública después de dos décadas desastrosas), se impone recordar que el desastre educacional argentino se lo debemos al autoritarismo y la censura de la dictadura primero, y a la Ley Federal de Educación menemista de 1992 después. Ese, que ahora amenaza retornar por vía electoral, es el sistema todavía imperante, abstruso y falsamente federal porque en él disputan intereses 24 ministerios de educación y decenas de organizaciones gremiales.
De ahí que resulte tan curioso el hecho de que, al menos en este país, PISA sigue siendo aceptado como modelo de parangón, no sólo por oportunistas opositores sino también, y sorprendemente, por el gobierno nacional.
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