Lunes, 25 de mayo de 2015 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Ayer, feliz, sentado en un fardo de pasto comiendo un lomito entre escarapelas en plena Avenida de Mayo, me acordé de Beruti. No de Antonio Luis, el famoso chispero y ladero de French –la dupla más mentada de la semana de la Revolución– sino de su hermano menor, Juan Manuel, el memorioso, que también estuvo en la Plaza y lo contó todo. Lo dejó por escrito en las fabulosas Memorias curiosas, reeditadas por Emecé en el 2001, en la hermosa colección Memoria Argentina, un libro que me reveló / regaló mi amigo Carlos Rodríguez –compañero histórico de este diario–, tan deslumbrado como después yo ante semejante documento.
El prolijo Juan Manuel Beruti, que nació en 1877 cuando esto estaba por ser el Virreinato del Río de la Plata y murió –siempre en Buenos Aires– en 1856, tras la caída de Rosas, comenzó a redactar su Diario a los trece (sic) años, en 1790, retomando –quién sabe por qué– un manuscrito de autor desconocido (“un amigo” dice) iniciado en 1717, que sólo enumeraba escuetamente, año a año, los nombres de los alcaldes, procuradores, gobernadores y luego virreyes que se habían sucedido en Buenos Aires. Una mera lista de funcionarios, digamos.
Gradualmente, el joven Beruti se entusiasmó y fue ampliando el detalle de los sucesos que registraba en su manuscrito, que cobra interés y extensión, para suerte y deleite de la posteridad, desde las invasiones inglesas en adelante. Su testimonio es invalorable, pues fue testigo directo y elocuente del fin de la era colonial, la Revolución de Mayo, las guerras de la Independencia, las luchas civiles y toda la época de Rosas (aunque se ha perdido parte del texto de esa época al esconderlo por temor a las requisas de la Mazorca), hasta la secesión de Buenos Aires. Dejó de escribir en octubre de 1855 y murió pocos meses después. Iba a cumplir ochenta años. Hay un daguerrotipo en que aparece viejo y ceñudo, casi desafiante. No era para menos.
En cuanto a lo que nos interesa en este día, Beruti cuenta los sucesos del 25 de mayo con 33 años, con tono mesurado y convicciones firmes pero poco enfáticas. Hace el elogio de su hermano: “...a la plaza no asistió más pueblo que los convocados para el caso, teniendo éstos un cabeza (sic) que en nombre de ellos, y de todo el pueblo, daba la cara públicamente y en su nombre hablaba; cuyo sujeto era un oficial segundo de las reales cajas de esta capital, Don Antonio Luis Beruti”. Y no mentía ni un poquito acerca del glorioso papel de su hermano mayor, un pesado de verdad.
A continuación, el mesurado Beruti hace también el elogio de las formas: “Verdaderamente, la revolución se hizo con la mayor madurez y arreglo que correspondía, no habiendo corrido ni una sola gota de sangre, extraño en toda conmoción popular, pues por lo general en tumultos de igual naturaleza no deja de haber desgracias, por los bandos y partidos que trae mayormente cuando se trata de voltear los gobiernos e instalar otros; pero la cosa fue dirigida por hombres sabios, y que esto se estaba coordinado algunos meses hacía”. Es lindísimo leer un testimonio elaborado desde tan cerca de los hechos.
Y finalmente, hablando de escarapelas y otras contraseñas –un tema del que nos hemos ocupado alguna vez–, así describe el asunto de la identificación de los patriotas en la plaza, aquella, nuestra famosa mañana: “...y para conocerse, los partidarios se habían puesto una señal que era una cinta blanca que pendía de un ojal de la casaca, señal de la unión que reinaba, y en el sombrero una escarapela encarnada y un ramo de olivo por penachón, que lo uno era paz y lo otro sangre contra alguna oposición que hubiera, a favor del Virrey”.
Ah, la flauta... Lo primero que salta y gana nuestra atención, como hemos señalado con sorpresa en alguna ocasión, es la diferencia entre cintas y escarapelas. La ubicación, el significado y los colores. Las cintas (blancas) funcionan como ocasionales distintivos de reconocimiento grupal; las escarapelas y los penachones, en cambio, son mensajes políticos premeditados. Es lindísimo. Porque sabemos qué es una cinta, pero puede ser mucho más rico saber qué es una escarapela.
En su momento lo averiguamos y, como casi siempre, aparece el latín por debajo: carpere es arrancar, lacerar. Además, según el diccionario, hay un antiguo verbo “escarapelar(se)” –que parece que se usa en portugués– con el significado de reñir con rasguños y arañazos mediante, pelearse dejando huellas, marcas de lucha. Y hoy, en ese mismo sentido, existen las “escaras”, esas heridas persistentes provocadas por frotación prolongada. De ahí que pueda ser ése, en origen, el sentido de la “escarapela” entendida como marca de pelea. Es decir que la escarapela remite a una identidad pagada/ganada con sangre y convertida en emblema.
Por eso, el 25 de mayo de 1810, la cinta identificatoria de los revolucionarios es blanca (nos dice el memorioso Beruti), aunque bien pudo ser de otro color ocasional. Pero la escarapela tiene ese día el obligatorio “color sangre” en claro son de guerra ante lo que viniera –y vaya si vino– del lado de la reacción realista. El penachón hecho con un ramito de olivo es, desde el regreso de la palomita blanca al Arca, símbolo universal de paz, o de tregua al menos. En este caso, duraría muy poco.
Como contamos en su oportunidad, tras las nubes de aquel otoño porteño, el celeste esperaba y no inspiraba a nadie todavía. Recién unos meses después, y a orillas del Paraná, un amigo de estos muchachos, el tapado Belgrano, levantaría míticamente la mirada y se encontraría la bandera hecha –según dicen– y a partir de ella nacería por delegación la escarapela redondita y emblemática, a su imagen y semejanza. Pero es que por entonces ya estábamos en guerra. Ya estábamos escarapelados.
Como hoy, sin ir más lejos.
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