Viernes, 24 de julio de 2015 | Hoy
Por Eva Giberti
Adoptar a un niño no es lo mismo que adoptar a una niña. Si bien durante los primeros años de vida parecería que se trata de “los chicos” como una universalización de los hijos, a medida que transcurren los años los géneros aportan algunas características propias.
Como una circunstancia no necesaria, pero que atraviesa la historia de las familias adoptantes, con una hija/niña puede instalarse, coyunturalmente, un embarazo de la hija adolescente, no deseado por los padres.
La idea y la fantasía de hija adoptiva embarazada en un futuro –al margen del proyecto parental– existe desde el comienzo de la adopción y aun antes, cuando adoptar es solo necesidad y/o deseo. La relación madre/hijo/varón adquiere características propias, subjetivas de cada vínculo sin que necesariamente se introduzca un embarazo posible como irrupción en la vida de quien fue adoptada.
La relación hija/madre en adopción está marcada, signada (en tanto constituye un signo que la identifica) por el avance imaginario, fantasioso, de la madre de origen que forma parte de los pensamientos, sensaciones e imágenes de la adoptante como caudal consciente o no.
La sospecha, el temor, la fantasía, en relación con un embarazo “antes de tiempo”, en tanto garante de la fecundidad de esa hija adoptiva, forma parte del horizonte familiar cuando se adopta una niña. En oportunidades se alcanza a comentar como temor de la madre adoptiva al incorporar una posición sospechante o sospechadora: “ Y... no sé... quizás resulte que la hija siga los pasos de su madre biológica y quede embarazada cuando no debería... Cuando veo a la nena con tantos chicos alrededor me da miedo...”
Lo cual advierte acerca de las características posibles en la relación madre/hija adoptiva que añade un suspenso en la que tradicionalmente y como fenómeno general fue estudiada como “devastadora” relación entre madres e hijas que Lacan clasificó como “estrago” y que Freud anticipó en uno de sus textos. Como si fuera muy difícil que pudiera existir paz entre ellas, más allá de las exitosas, excelentes relaciones que las lectoras pudiesen reconocer en ese vínculo.
La “devastación” y el “estrago” son conclusiones a las que se accede mediante experiencias psicoanalíticas, pero en el campo de las adopciones, esta relación tiene características que la diferencian de la adopción de niños varones: de allí la necesidad de distinguir, cuando se piensa en adoptar y cuando se trabaja con las familias adoptantes, las múltiples significaciones de la diferencia mujer y varón.
Esta advertencia suele rechazarse en los momentos iniciales de los trámites y en la preparación para adoptar: “Nosotros queremos un hijo... No nos importa si es una nena o un varón, como sea, lo vamos a querer como un hijo...”. Efectivamente, así sucede; pero a los hijos y a las hijas se los ama sin desconocer su género. E incorporar a una hija mujer, que introduce en la familia adoptante la posibilidad de un embarazo temprano, ajena a las expectativas de los padres, implica una relación que tramita la presencia de la madre de origen compartiendo el grupo familiar como figura ausente e ineludible.
Las madres adoptantes suelen afirmar que cuidan a sus hijas/niñas, las advierten mediante una educación sexual cuidadosa, enhorabuena.
En paralelo la hijas adoptivas son quienes elaboran su relación con esa madre adoptiva y la comparan con la de origen, de quien provienen. Y ese diálogo imaginario es –habitualmente– ajeno a los intercambios con la madre adoptante. Forma parte de las posesiones de la adolescente como capital segregado de la familia adoptante, y también de sus derechos personalísimos.
El diálogo imaginario de esa púber o adolescente con quien la engendró posiciona a la madre adoptiva al margen de esas escenas: ella no podría hablar de los embarazos a partir de su experiencia.
Algunas hijas adoptivas adolescentes eligen frases crueles para enfrentar el tema:
“Ella –la adoptiva– es falsa porque no sabe lo que es ser madre, no me tuvo a mí, me crió solamente...” Afirmación en la que se arriesga infiltrar una posible identificación, un “ser como la otra” (la de origen), que fue madre “de veras” porque pudo parirla a ella. Son avatares que se deslizan silenciosamente en las intimidades de madres e hijas, sin intercambiarse verbalmente aunque en alguna oportunidad surge la confidencia adolescente y borda la trama de los amores maternos y filiales.
Estas observaciones, recortadas de entrevistas con familias adoptivas que puedo reconocer como históricas conducen a la necesaria actualización de otros niveles de análisis que durante décadas se presentaron en la consulta y hoy proponen otras realidades.
En la actualidad, las clásicas alternativas entre padres adoptantes e hijos/as se encuentran amarradas a la comprensión y conocimiento de aquello que denominamos género. Cuando, hace algunos años, un padre adoptivo, furioso, me dijo: “Yo no adopté a mi hijo varón para que se me haga homosexual”, incorporaba una variable semejante a la que en otra oportunidad, también a cargo de un padre, se afirmara: “Ahora resulta que a mi hija le gusta más estar con otra mujer en lugar de tener novio... No lo vamos a tolerar...”
Ambas circunstancias –diálogos en consultorio– dejaban al descubierto el asombro indignado de estos padres coincidente con una intolerante visión de los deseos y posibilidades de sus hijos y un reconocimiento de su opción por una hija mujer/mujer y de un varón/varón. No habían adoptado “anormales” sino niños y niñas sujetados a sus posiciones anatómicas y socialmente “ordenadas”.
Es decir, si adopto una niña, tendrá que comportarse como una mujer, lo mismo si adopto un varón. El género en la relación con los hijos adoptivos, si bien se asemeja a lo que podría suceder con quienes no son adoptivos, se diferencia porque en la adopción esa criatura no llegó por “cuenta propia” y como resultado de un engendramiento de la pareja, sino ha sido tercerizada por la ley de adopción, por un juez, a quienes habría que reclamarles por el desorden de sexos que el deseo de los hijos e hijas produciría al avanzar con perspectivas de género que no coinciden con las convenciones “normalizadoras”.
Las perspectivas de género se han introducido en los ámbitos de la adopción con la potencia propia de los derechos humanos y de las diversidades.
A la tradicional complejidad entre la madre adoptante y la hija adolescente, que más tarde será una mujer que quizás pretenda engendrar y que siendo adolescente podría suponer una incógnita para la adoptante, se añade la imperiosa realidad de las diversidades que no necesariamente fueron previstas en los trámites e ilusiones del adoptar.
Adopción y géneros: todavía mucho por comprender entre madres e hijas adoptivas; mucho por aprender en las familias adoptantes cuyos hijos e hijas declaran su autonomía de género.
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