Martes, 28 de julio de 2015 | Hoy
Por Rodrigo Fresán
UNO Se llevó un viejo libro flamante –Desplumar a un ruiseñor, de Harper Lee– pero ahí, en el reino de la realidad clínica y sin anestesia, es tan difícil leer ficción. Así que, esperando a que revisen su reblandecido disco duro interno, Rodríguez hojea un viejo número (10 de marzo del 2011) del semanario Time. Las revistas van a morir al asilo de consultorios médicos varios. Y allí, como enfermos ancianos, repiten una y otra vez cosas que pasaron hace mucho tiempo. Este caso –el de esta revista– es particularmente triste; porque su nota de portada es del tipo techno. Y, sí, cuatro años es el equivalente de más o menos un siglo en lo que hace a las cuestiones informáticas. Pero aún así lo de Time mantiene el interés de distopías como 1984 o Un mundo feliz que se mantienen por siempre frescas y se ubican sin desentonar en las por y para siempre vigentes paranoias entropistas de Ballard & Dick. El asunto pasa por cómo las compañías saben casi todo acerca de uno a partir de su actividad internética. De lo que se mira y se compra y se mira y no se puede comprar. De lo que ahí se lee y se deja de leer. Ya se sabe: Google no es tan gratis y Facebook (hoy por hoy “las compañías más admiradas del mundo junto a Apple”) nos pide algo a cambio de lo que nos da. Y lo comparten con cerebros y algoritmos de compañías como Alliance Data o EXelate o RapLeaf o Intellidyb o Bizo o Zappos o Spokeo.com. Nombres que son apenas la punta de un iceberg billonario que se dedica a la compra y venta de data que no es suya pero que, aun así, la tienen a disposición del mejor postor y a merced de todos esos hackers que andan flotando por ahí convencidos de ser el Neo de Matrix. Todo esto y mucho más en un país donde, al día de hoy, sigue siendo delito federal el espiar el correo de papel de tu vecino.
DOS Detrás –y arriba y abajo y al costado y adentro– de todo esto late la luz intermitente de un tema mucho más inquietante: la pérdida de nuestra identidad y de nuestra privacidad. Que nunca fue de todo nuestra, es cierto; porque son nuestros seres queridos y odiados quien terminan de darnos forma y sentido. Pero ahora el círculo (y no dejar de leer El círculo, novela de Dave Eggers) es mucho más grande y gente que no conocemos sabe lo que nos gusta, lo que le gusta a nuestros amigos y, por lo tanto, lo que tal vez vaya a gustarnos. El tan deseado iWatch nos da la hora pero, de paso, registra todas nuestras variables corporales y ya están los que se preguntan a dónde va o irá toda esa información. ¿A nuestros jefes? ¿A aseguradoras? ¿A laboratorios medicinales? Y vaya uno a saber si sigue existiendo algo llamado Ghostery. Rodríguez lee en la revista que se trata de una extensión que te permite ver lo que otros ven sobre tu persona. Y de que hay (¿había?) algo conocido como Reputation.com que te permite recuperar tu data (o algo de ella) previo pago de 8,25 dólares al mes. Pero el autor del artículo de Time, Joel Stein, acaba aconsejando que lo más sano es resignarse. Signo de los tiempos. No hay salida una vez que se ha entrado. Y alguien, en esa revista arrugada y amarillándose, apunta y dispara algo terrible: “Hubo un tiempo en que uno era privado sin esfuerzo y público con esfuerzo. Ahora eres público sin esfuerzo y tienes que esforzarte mucho para poder ser privado”. El infierno ya no son los otros. El infierno son los smart-phones de los otros. Sobre la mesa, en la mesita de noche, en la mano que antes se usaba para estrechar otra mano. Y, cerca del final, alguien casi solloza: “Todos deberían poder gozar del derecho a ser olvidados y de estar solos y de descansar en paz”. Pero sin necesidad de morirse. Aunque hasta los muertos siguen vivos en la red y hay sites que te ofrecen actualizar tus perfiles y, cada tanto, enviar un mensajito a tus amigos desde ese Más Allá. Seguro que nada le interesa más a las compañías que aquello que les interesa a los fantasmas.
TRES Afuera, Rodríguez camina por calles plagadas de cámaras que pronto, dicen, ofrecerán el servicio de buscarte y encontrarte y compaginar los mejores momentos de toda tu vida. De nuevo: el fin de la intimidad. ¿Románticas formas de resistencia? Pocas e ingenuas: tomar notas de forma manuscrita (disfrutar del peso vivo de esa libreta Moleskine en el bolsillo a la altura del corazón) y leer en papel y tinta (aunque no deja de reportarse la creciente dificultad de leer de corrido y de concentrarse en cualquier ingenio unplugged como los libros-libros). En cualquier caso, es una pequeña batalla a librar en una guerra que ya se sabe perdida. Todos los especialistas coinciden en que las máquinas se van a meter más y más en nuestras vidas; y que falta cada vez menos para que se metan dentro nuestro.
Mientras ustedes leen esto, en las afueras de New York y en el centro de un bosque milenario, en el Centro de Investigación de la IBM (empresa que, luego de firmar pactos similares con Apple, en el 2014 llegó a un arreglo con Twitter para disponer de y analizar toda la info que se pía por ahí) se desarrolla una súper computadora cuya misión será la de procesar y reordenar toda la data del mundo mediante un sistema cognitivo que le permitirá aprender de sí misma y tomar decisiones por sí sola. El ingenio genial se llama Watson –en honor al fundador y presidente de la empresa Thomas J. Watson– y sus poderes deductivos estarán muy por encima de los de Sherlock Holmes. Y su misión será la de elevar a la información a categoría de recurso natural. Algo a la altura del agua o del petróleo. Los beneficios de semejante sistematización (una suerte de libre y total flujo de conciencia pero con sentido práctico y razonado) serán enormes. Los riesgos son pocos pero definitivos y llevarán a la disyuntiva de seguridad con menos libertad o de libertad con más inseguridad. Ahora, lo que inquieta a estudiosos como Nicholas Carr –autor de Superficiales y Atrapados– es el modo pasivo en que la humanidad se está entregando a esta idea: “En la parte práctica, no se nos permite saber exactamente qué información sobre nosotros está siendo almacenada, compartida o usada para anuncios o para otros propósitos. En términos filosóficos, se está perdiendo un espacio privado en nuestras vidas, no somos tan libres para pensar de un modo distinto. Al estar expuestos, estamos permanentemente componiendo una imagen pública en vez de explorar nuestros pensamientos y sensaciones, lo cual nos hace menos interesantes. Pensamos demasiado en cómo nos ven los demás, nos obsesionamos con ello, y se produce un estrechamiento de nuestra identidad por estar constantemente exhibiéndonos”, advirtió en una entrevista a El País.
Hasta que una radiante mañana todo lo que habremos conseguido a lo largo de nuestra historia estará a disposición de una máquina que cualquier día de estos puede decidir lo que todos ya sospechamos: que el mundo sería un lugar mucho mejor si se eliminaran de su superficie ciertos organismos imperfectos, parasitarios, y destructores de su medio ambiente.
Y Rodríguez –desenchufado aquí hasta septiembre, pero aún así en cortocircuito– se pregunta si Watson tendrá el ojo de color rojo. Un ojo sin párpado que no deja de mirar fijo y que sólo tiene una idea fija.
Esa.
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