Martes, 4 de agosto de 2015 | Hoy
Por Noé Jitrik
Viene a casa, como habría dicho o escrito Bioy Casares, una mujer apenas conocida de Tununa. No termino de entender qué la ha movido a dar ese paso, pero ahí está, por la tarde, como para tomar el té pero todo parece indicar que su presencia se extenderá, seguramente a cenar, luego a dormir y a desayunar y, con suerte, partirá antes de la comida del día siguiente.
Se sienta en un sillón lo suficientemente amplio como para albergar sus contundentes dimensiones y empieza a hablar. No pregunta nada, no comenta nada acerca de lo que la rodea, no mira los cuadros ni dice nada sobre el jardín y habla, cuenta porque, o ni siquiera por qué, se divorció de un marido, se refiere a su cambio de domicilio y al propósito de construir una casa con un crédito bancario, comenta las dificultades escolares de una hija o algo semejante y muchas más cosas de parecida trascendencia, no replica a tímidas interrupciones sino que las retoma y continúa y todo en tono menor, suave e implacable, no parece importarle que uno u otro nos levantemos y salgamos o atendamos el teléfono u ofrezcamos té o agua o lo que venga con tal de cortar ese flujo que nos invade y nos subordina. Me empiezo a sentir invadido, metido en una prisión psicótica, de qué es emisaria esa verbalidad hueca y prolongada que nos reduce a una pura oreja no deseada y sin sentido.
En uno de esos excursos evoca los gloriosos años de la escuela secundaria y a compañeros que cayeron en las garras de los agentes de la dictadura. La escuela los recuerda en una placa y ella misma se recuerda emigrando, salvando el pellejo apenas. La monotonía del tono despoja de emoción el recuerdo, ese relato tiene la misma densidad que los otros, o sea casi nada, un efecto de dilución emocional que a nosotros, por la contraria, nos deja inciertos y titubeantes, ni siquiera nos permite acomodar a su exilio el nuestro y aunque no sé muy bien cómo evadirme algo se me impone, un pensamiento insidioso empieza a tomar forma de modo que dejo de escuchar, pongo la cara, mis oídos se convierten en caños por donde escapan las voces y espero, sólo espero, que pase el tiempo y pueda pensar en esto que transcurre ante mis ojos y me tiene paralizado.
De ese hilo, que no es narrativo aunque continuado, extraigo un momento, el de la dictadura que le tocó vivir de jovencita, en una escuela en la que desaparecían compañeros. Es una figura que vinculo con la impresión que me causa esa extraña visita: “Esta chica está dañada”, razono, esa soporífera charla no puede ser otra cosa, es raro que alguien inunde a un inocente y pasivo público de esa correntosa manera, la dictadura la dañó. Me parece, entonces, que entre dictadura y daño se puede establecer una relación casi de causa a efecto.
Parece obvio, la dictadura causó daño. Se vio mientras estaba instalada y también mucho después, hasta ahora. No digamos la suspensión de las garantías jurídicas y el sistema represivo clandestino, los encierros, la tortura, los asesinatos masivos, el secuestro de bebés, todo el esquema represivo que no sólo quitaba de circulación a presuntos peligros políticos, guerrilleros y todo eso, sino que suspendía al mismo tiempo la respiración de la sociedad, por empezar de los sectores más conscientes, censurados y autocensurados, y luego penetraba solapadamente en el ánimo de los aún menos conscientes, espectadores de un espectáculo incomprensible aunque aceptado como una cuestión de hecho. Dejemos de lado el silencio y la quema de libros así como la salida del país de columnas de exiliados, cargando con una orfandad pesadamente concreta para los primeros, la lista de males, que se suman a los tradicionales y sistémicos, es interminable, difícil es comprender cómo reparar ese daño que se infligió a la sociedad entera.
Pero también a las personas, tal vez a algunas más que a otras, tal vez de diferente modo y en diferente medida. Ciertas enfermedades, algunos suicidios son modos de daño extremo (los de ex combatientes de las Malvinas son ejemplos exasperados de lo irreparable), pero no sería ajeno a este concepto ese sentimiento de tembladeral en relación con valores así como discursos confusos y decisiones incomprensibles tanto en lo político como en las formas de vida y de los satisfactores culturales y, lo que parece peor todavía, la dificultad en comprender el sentido de pertenencia a una sociedad. ¿No será también un subproducto del daño la sensación que agobia a multitud de jóvenes que descartan de su relación con la vida toda imaginación de futuro y que en muchos casos lleva a la delincuencia sobrecargada con una crueldad que antes el delito no conocía ni precisaba?
La imagen del daño convoca a la de la reparación. Decisión personal difícil, que exige una relación con el propio erotismo, en un doble sentido; activo por un lado, o sea promotor de alguna acción curativa que todo dañado, y que no niega que lo es, emprende por los medios que su imaginación, o la que está en curso, le brinda; y pasivo por el otro, el recurso a la espera que lo cura todo, en última instancia el olvido o el motor que impulsa la culpa. El primero es lo mejor que se puede hacer aunque a veces no basta, quien siente que el suicidio es su modo de reparar seguramente rechazará otras posibilidades menos radicales de hacerlo; el segundo es peligroso, así como envenenó en su origen puede seguir envenenando incesantemente, con resultados penosamente tristes.
Pero si bien lo que pasa con los individuos puede ser un esquema de lo que pasa en la sociedad el cambio de dimensiones cambia también los alcances del daño y determina los modos de la reparación. Se supone que, concluida la dictadura y recuperada –es una manera de decir– la democracia, fue posible percibir la magnitud del daño aunque no era fácil cuantificarlo ni describirlo en todos sus aspectos como para empezar a repararlo, sobre todo en el sinuoso modo de introducirse en usos y costumbres, actitudes morales e intelectuales. Que se tomó conciencia de la necesidad de reparar en un orden macro me parece evidente: el Juicio a las Juntas, el “Nunca más” y el comienzo de los juicios a los responsables de haberlos ocasionado. Es claro que se volvió atrás y que en la llamada “Justicia” la noción no fue demasiado clara: continuación en gran medida de la que operó durante la dictadura seguramente les costaba a los jueces considerar que habían sido dañados, razón por la cual pensarían que no había nada que reparar. Tal vez en los tiempos que corren, treinta años después, ese juego entre daño y reparación esté resultando más nítido y, por lo tanto, puede ser encarado, al menos por esa vía.
Tampoco se puede dejar de lado, respecto de la noción de daño, las particularidades de su comisión. Cabe, en este punto, diferenciar. Así, jóvenes o adultos o maduros que tomaron las armas no habían ocasionado ningún daño social, no eran financistas, exportadores, mafiosos, narcotraficantes o delincuentes comunes sino, a su manera, justicieros y, en esa posición, secuestraron y hasta mataron ocasionando un daño a quienes, según ellos, lo merecían pero sobre todo, a sí mismos en tanto tuvieron que cargar con acciones que no estaban en su índole ni en su moral: la sanción histórica, o justicia histórica, tiene su ritmo y mientras se produce no es fácil determinar cómo se produce la reparación del daño que uno mismo se infligió. O bien en el discurso se puede determinar el conflicto y percibir si ha cesado o si continúa. Probablemente continúa.
Otra cosa concierne a quienes concibieron y ejecutaron la comisión de un daño de dimensiones sociales, eso que se conoce como “terrorismo de Estado”. No se sabe de ninguno de esos ejecutores –en el más alto, medio y bajo nivel– que haya reconocido el daño ocasionado ni que haya reflexionado sobre sus diferentes aspectos. Ni ellos ni sus cómplices: parece utópico que los grandes diarios hayan asumido esta dimensión del problema y del papel que les cupo. Sometidos a una Justicia más rigurosa y severa algunos han podido llegar a admitir que arrojaron cuerpos al mar o que se apropiaron de niños o se quedaron con algunas propiedades y hasta que torturaron y asesinaron pero difícilmente reconocieron hasta qué punto la empresa en la que estaban, así como muchos otros que ni siquiera llegaron a tales tomas de conciencia, dañó a todo el cuerpo social.
¿Cómo pensar en la reparación? Cuando el Gobierno “reconoce” algo empieza a moverse: alivio cuando se saca de la Galería de Presidentes la fotografía de Videla; o cuando un hijo de desaparecidos es hallado y expresa su felicidad por un saber que le estaba escamoteado; o cuando la Presidenta emplea un lenguaje de fuerte agradecimiento y afectividad para despedir a colaboradores que se van con la sonrisa en los labios porque se les reconoce una labor, no se ignora lo que hicieron mientras que el no reconocer sistemático y retorcido es una de las manifestaciones más profundas del daño introducido en el alma de la sociedad.
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