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Venimos de un corte

 Por Juan Sasturain

El sábado a la tarde se dio una curiosa coincidencia. Mientras caminaba para encontrarme y charlar con una nieta de Oscar Conti, Oski, que está haciendo una tesis sobre aspectos de la obra de su glorioso abuelo, me topé, en la zona de Diagonal Norte y Plaza de Mayo, con una fiesta descomunal, el interminable desfile musical de la comunidad boliviana. Se lo nombra y conoce como Desfile por la Integración Cultural Latinoamericana y es una cosa (una joda) muy seria, como debería saber cualquier porteño medianamente informado.

Los números son elocuentes, acordes con el peso específico, cuantitativo y cualitativo de la laburante comunidad: doscientas agrupaciones y quince mil bailarines (sic). Una cosa lindísima, impresionante, de una belleza, vitalidad, colorido y energía envidiables. Y con un envolvente efecto sinfín. Tanto es así, que pasé de ida antes de las cuatro y volví a pasar de regreso cerca de las ocho y la cosa seguía ya en la penumbra de la Plaza, con las bandas percutiendo ritmo como sólo estos dotados de la síncopa saben hacerlo, y las comparsas en olas sucesivas, incesantes muestras de baile y pilcha vistosa en competencia, haciendo temblar el pavimento. Un privilegio tener semejante despliegue tan a mano.

Y en ese momento no dejé de sentir la paradoja flagrante de esos días de fresco festejo, ya que mientras el fin de semana comenzaba con esa poderosa manifestación de orgullo y pertenencia cultural absolutamente vigente, en el horizonte de su cierre –hoy, sin ir más lejos– el feriado se estiraba hasta la ambigua celebración del malhadado Día de la Raza que sigue en rojo en nuestro almanaque desmemoriado.

Y ahí es donde la figura y el arte de Oski –sesgada, ocasionalmente convocados en mi memoria– activaron la sensación de feliz coincidencia. Porque –no sé si coincidiremos– soy de los muchos que creen que la Vera Historia de Indias que editó Fabril en 1958, recopilando muchas de las “traducciones” gráficas que hizo el impune Oscar Conti de los textos e imágenes producidos durante la Conquista, la Colonia y los primeros años de vida independiente de las Provincias Unidas, es una obra maestra absoluta. Y esa serie de láminas de minuciosa caligrafía, un gesto de soberana irreverencia que pone en su lugar, por el absurdo, los despropósitos de una mitología fraguada al calor del choque de culturas que la historiografía blanca y europea describió/enmascaró en términos de Descubrimiento y Conquista de América. Y que los americanos, largamente, compramos hasta no hace demasiado.

Ese libro varias veces reeditado y el cuadro/panel de un metro por setenta centímetros que dibujó y coloreó –y luego Fernando Birri recorrió con su cámara con la voz teutona de Ulrico Schmidel de fondo– para armar el relato del mediometraje La primera fundación de Buenos Aires de 1959, son las dos contribuciones definitivas de Oski a la desmitificación ejemplar de cualquier versión unilateral de ese trágico entrevero cultural.

El interés de Oski por la historia de América e incluso por la cultura precolombina ya se habían manifestado durante su viaje al Cuzco a mediados de los años cuarenta, cuando la vocación artística en su vertiente más académica –la pintura de caballete, la escenografía– se mezclaba con el trabajo gráfico en las revistas de humor popular, de Cascabel a Rico Tipo, solo o con su ladero César Bruto. De aquel viaje primero llevado por el “interés antropológico” y la pura libertad andariega del curioseo cultural, provienen los maravillosos apuntes costumbristas de vida cotidiana, multitudinarias escenas callejeras –el ómnibus repleto, la plaza saturada– en que la observación repentista a la manera del esquemático maestro Steinberg se detiene en los infinitos detalles barrocos/barrosos de una realidad siempre al límite del desborde.

Quiero decir que, de haber estado ahí, este sábado –pongámosle asomado a un balcón del Cabildo o empinado en las gradas– aquel Oski hubiera dado cuenta ejemplar de ese hermoso mundo de gente haciendo lo suyo con la invencible convicción del gesto propio. A cinco siglos del choque devastador, las formas culturales sincréticas del presente –crecidas con la obstinación del pastito entre los adoquines– lucen de maravillosa salud pese al ninguneo podador de la uniformidad cultural mediática.

Me vuelve en estos casos a la memoria, por coincidentes razones y para final, el singular fragmento extraído por Oski –siempre en busca del despropósito– de La Florida del Inca, la imaginativa relación de 1605 con que uno de los primeros grandes escritores latinoamericanos, el mestizo Inca Garcilaso de la Vega, hizo la crónica de la aventura del desaforado Hernando de Soto y sus hombres en la Península de Florida, a mediados del siglo anterior.

Como el Inca Garcilaso, ya radicado en España por entonces, tomó como fuente principal para su relato el testimonio del trajinado extremeño Gonzalo Silvestre, al que había conocido en Cuzco y era veterano de la campaña de Soto en América del Norte, resultó de algún modo inevitable que el informante se abrogara un gran protagonismo en los diferentes momentos de la increíble aventura. Atento a semejante actitud, el ojo infalible de Oscar Conti eligió un episodio ejemplar que ilustra tono, modo y sentido tanto del texto original como de su filosa lectura.

Así, con el título de La famosa cuchillada de Gonzalo Silvestre, Oski transcribe al Inca Garcilaso en su Vera Historia de Indias: “Y de revés, le dio una cuchillada por la cintura que, por la poca o ninguna resistencia de armas y de vestidos que el indio llevaba, ni aun de hueso que por aquella parte del cuerpo tenga, y también por el buen brazo del español, se la partió toda con tanta velocidad y buen cortar de la espada que, después de haber ella pasado, quedó el indio en pie y dijo al español: ‘Quédate en paz’. Y dichas estas palabras, cayó muerto en dos medios”. Y después lo ilustra como sólo él. Crimen y absolución en una sola escena, qué bárbaro.

Está todo ahí.

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