Jueves, 12 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Mario Goloboff *
Es probable que la leyenda de Penélope se haya elaborado a partir o confluyendo con el desvanecimiento en la sociedad antigua de la tradición matrilineal. Hasta entonces, los reyes se mantenían en el poder todo lo que durara su vida biológica y eran sucedidos por la línea que descendía de la madre, pero, hacia finales del segundo milenio anterior a nuestra era, empezó a convertirse en regla la sucesión patrilineal. El príncipe ya no dejaba la casa paterna y se iba a conquistar a la princesa extranjera y a vivir bajo su techo; por el contrario, la seducía, la secuestraba o la robaba de ahí, y se la llevaba a morar y a vivir consigo a tierras propias.
Para Apolodoro (Epitome, III), la Penélope con la que se casa Odiseo era hija de Icario y de la náyade o ninfa Peribea; había sido arrojada al mar por Nauplio (miembro, sin duda, de los Argonautas), obedeciendo la orden de su padre, pero una bandada de patos con rayas purpúreas la sostuvo a flote, la alimentó y la llevó a la costa. Impresionados por este prodigio, Icario y Peribea se enternecieron, y Arnea o Arnacia, que así se llamaba antes, recibió el nuevo nombre de Penélope, que significaría “pato” (aunque algunas acepciones vacilan con la de “red o máscara en forma de telaraña que cubriría el rostro”). Según Pierre Grimal, doctor de la Sorbonne experto en saberes mitológicos, parece ser que Esparta era, además de tierra de soldados fieros, bien entrenados y casi invencibles, “considerado el país por excelencia de las mujeres virtuosas”. Para continuar con las antiguas costumbres, después de casar a Penélope con Odiseo, Icario suplicó a éste que se quedara en Esparta y, cuando él se negó, siguió el carruaje en que se alejaban los recién casados rogando a Penélope que no se fuera. Odiseo, que hasta entonces había conservado su templanza, se volvió y dijo a Penélope “¡O bien vienes a Itaca por tu libre albedrío, o bien, si prefieres a tu padre, quédate aquí sin mí!”. La única respuesta de Penélope fue bajarse el velo. Icario, comprendiendo que Odiseo tenía derecho a ello, la dejó ir.
Por un largo tiempo permanecieron ritos, como los sacrificios a la diosa Madre, en los cuales no podían participar los hombres, y la transición se pone todavía de manifiesto en el gobierno olímpico: una familia divina de seis dioses y seis diosas, que formaba un Consejo de Dioses al estilo babilónico, encabezado por los soberanos Zeus y Hera. Creo que la leyenda, esa leyenda que se va constituyendo en mito, aquello que consagra sobre todo a partir de Homero es la figura de la diosa o, singularmente, de la reina, como emblema de la espera: la mujer que permanece en la casa del hombre largos años porque siente que, al cabo, llegará su rey; la mujer que aparenta tolerar todo, porque sabe que es el camino para rechazarlo todo y vencerlo todo: la impudicia, la usurpación, el menosprecio.
Pero quizás el esclarecimiento de esta lucha entre las dos tradiciones no resulte tan directo ni tan uniforme; acaso haya sido sólo en Grecia que apareció nítidamente, mientras en Israel el mantenimiento del harén regio del rey David algo debió significar, así como, no mucho después, en Roma, la entronización y funcionamiento del Colegio de Vestales. Lo que no sucede en Grecia, donde no se tomó la precaución de evitar posibles atentados contra la línea matrilineal reuniendo a todas las mujeres de sangre real bajo la dirección de un rey, y donde, para Robert Graves, “la descendencia, la sucesión y la herencia por línea paterna impiden la creación de nuevos mitos; entonces comienza la leyenda histórica y se desvanece a la luz de la historia común”.
Muchas interpretaciones vinieron tras la leyenda, algunas que dieron otro sentido a la espera y hasta a las actitudes y comportamientos de Penélope. Por comenzar la de Ovidio, quien en la primera de las cartas de heroínas, en un libro con poemas elegíacos titulado simplemente Epístolas, y llamado y consagrado por otros como Heroidas, hace escribir a la mujer sus quejas, sus temores y su angustia porque, para la esposa, Troya, que ha caído por la acción de los aqueos, no ha caído en verdad si ella “sigue en la misma condición que cuando Troya estaba todavía en pie y debe sentir la falta del esposo, quien está siempre ausente /.../ y tarda en volver”.
La historia literaria del personaje llega, luego, hasta hoy. Dentro de ella, ocupa un lugar muy alto el monólogo interior pecaminoso y pleno de tortuosa infidelidad de Molly Bloom-Penélope en la novela Ulysses (1922), de James Joyce. Y entre los más actuales todavía, la reescritura de una exquisita poetisa mexicana, lamentablemente fallecida en 2010, Esther Seligson, quien, en su texto Sed de mar da vuelta hacia el revés el modelo y pone sobre la antigua historia, sin recitado feminismo, una mirada que tiene la densidad de lo vivido, de lo aprendido, de lo conquistado (y también de lo perdido) por la especie desde el mundo griego. Telémaco encuentra fragmentos del diario de Penélope en los que ella cuenta su espera, y su decisión de partir antes que reencontrarse con Ulises. Dicho cambio subraya la espera como tema central, pero descentra la aventura del héroe, y pone en su lugar la otra “aventura”, espiritual, de quien quedó en Itaca.
El gran guatemalteco Augusto Monterroso, fundador del relato brevísimo latinoamericano, incorporó alguna vez a su libro La oveja negra y demás fábulas (libro del que Gabriel García Márquez dijo “hay que leer manos arriba. Su peligrosidad se funda en la sabiduría solapada y la belleza mortífera de la falta de seriedad”), una historia titulada “La tela de Penélope, o quién engaña a quién” que no puedo menos que transcribir para placer del lector: “Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas. // Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo. // De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada”.
Y nuestro Antonio Di Benedetto, quizás pensando también en ella, mucho menos humorístico, dedicó su enorme novela Zama (1956) “A las víctimas de la espera”. ¿Qué habrá querido decirnos?
* Escritor, docente universitario.
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