Viernes, 25 de marzo de 2016 | Hoy
Por Washington Uranga
Recordar el pasado de manera tal que resulte un aprendizaje positivo para el presente y de cara al futuro requiere de una pedagogía de la memoria. Es decir, de una presentación de los acontecimientos históricos de modo tal que la evocación se transforme en una herramienta dinamizadora del presente, apoyada en valores y proyectada hacia la ampliación de derechos en el futuro. Para quienes fueron protagonistas del pasado volver sobre las heridas y recordar el dolor, tiene que tener el propósito fundamental de reconfigurar el futuro. Para los jóvenes es la manera de apoyar en las columnas de la historia la construcción del mismo futuro.
No sirve, en cambio, solo la memoria vindicativa limitada a la crítica de los hechos históricos y a la censura de los mismos. Es una parte necesaria, pero solo una parte de la memoria. Porque quien no haya protagonizado, de la manera que fuera, los acontecimientos que se rememoran no puede tener una dimensión exacta de los mismos, ni siquiera de las aberraciones a las que se hace referencia. Aún con las diferencias que existen entre los distintos relatos, aquellos hechos se miran hoy desde otro contexto en el que reinan valores opuestos que lograron consolidarse en la sociedad y que ahora son asumidos como naturales en la vida ciudadana. Cuando así ocurre, cuando hasta los derechos son obvios, se pierde el sentido del valor de los mismos. Sólo la falta o la carencia ayuda a dimensionar la importancia de lo que antes se tuvo. Quienes hoy viven en democracia difícilmente pueden captar en toda su amplitud la experiencia del autoritarismo, la represión, la violencia y el avasallamiento de los derechos.
Sirva esta reflexión también a propósito de la conmemoración de los 40 años del golpe de Estado que dio inicio a la dictadura cívico-militar que asoló a la Argentina entre 1976 y 1983.
Rescatar y profundizar en la memoria (en realidad debería decirse “memorias”, en plural, porque no existe una memoria única) es un hecho político cultural, porque permite articular distintos capítulos de la misma historia con el propósito de integrarlos. Pero ese proceso requiere una habilidad dialéctica que habilite la comprensión de todo, recordando el pasado desde la perspectiva del presente y con mirada de futuro, a través del eje articulador de los derechos y los valores.
Cuarenta años después resulta difícil transmitir a las nuevas generaciones la gravedad de las atrocidades que encerró la dictadura cívico militar apenas con las denuncias y los recuerdos aislados. Es necesario profundizar en los hechos desde ejes interpretativos que tengan anclaje en el presente, en la vida cotidiana de los jóvenes de hoy. De otro modo es imposible hasta percibir los riesgos que entraña el relajamiento de la vigilancia democrática que debe advertir sobre eventuales derechos vulnerados. Aunque hoy los métodos y las circunstancias sean diferentes, aunque la brutalidad no tenga rostros castrenses y las agresiones no consistan en la violencia física inmediata. Lo importante, lo central, la clave de lectura para una pedagogía de la memoria en democracia, debería ser la defensa constante de los derechos adquiridos y la ampliación de los mismos.
Es imprescindible reconstruir los procesos históricoculturales para convertirlos en pilar del sentido y de los valores colectivos. En esta tarea son vitales el sistema educativo, la cultura en todas sus manifestaciones y el sistema de medios de comunicación.
Las generaciones jóvenes solo podrán apropiarse de la memoria convirtiéndola en incentivo de sus propias prácticas, cuando puedan sentir que aquellos recuerdos pasan por su cuerpo, es decir, que tienen una significación práctica y activa, en su cotidianidad actual. Los derechos, la defensa de la vigencia plena de los mismos, es el “conector” entre pasado y presente y una plataforma para pensar el futuro a cuarenta años del inicio de uno de los períodos más sangrientos y vergonzosos de la historia argentina.
Esta es la manera también de cargar de sentido al “Nunca más”, para que no se convierta apenas en un slogan o en una bandera que se deshilacha con el paso del tiempo y la desaparición paulatina de los protagonistas directos de aquella etapa histórica. Política y culturalmente el “Nunca más” tiene que convertirse en tarea permanente de reafirmación de los derechos fundamentales de las personas y apuntar críticamente a cualquier pretensión, por la vía que sea, de dar pasos atrás en la vigencia integral de los derechos humanos. Especialmente en el momento en que Argentina y también otros países latinoamericanos enfrentan el riesgo de transitar por el camino de democracias restringidas, no en lo formal, pero sí en cuanto a la amplitud de los derechos que están dispuestos a reconocer quienes han sido legítimamente elegidos para gobernar.
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