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Hammett, meditación alemana

 Por Juan Sasturain

Después de trabajar toda la mañana en el manuscrito de la novela que jamás terminaría, Dashiell Hammett apagó el último cigarrillo en el cenicero repleto y cubrió la vieja Remington como quien le pone la tapa a un ataúd. El sol de una primavera indecisa iluminaba el borde del bosque contiguo y entraba por la ventana de la cabaña en que vivía recluido desde la salida de la cárcel. Acosado por los esbirros de Mc Carthy y las demandas exhaustivas del fisco, el autor de El halcón maltés sobrevivía viviendo de prestado. Tenía que volver a escribir, a publicar, a ganar dinero con la literatura; pero el relato no fluía, la antigua facilidad había desaparecido.

Fue a prepararse café, volvió con el pocillo al sillón frente a la poblada biblioteca, manoteó el fino tomito encuadernado y al rato estaba estirado cuan largo era todavía, la cabeza enteramente blanca en el apoyabrazos, las piernas extendidas y los anteojos en la punta de la fina nariz. Con la radio contándole en voz baja las novedades respecto de la lesión de Di Maggio en el hombro izquierdo, el hombre flaco releía las Cartas a un joven poeta que alguna vez, al principio de todo, cuando se le animaba a los versos, lo habían conmovido hasta condenarlo al insomnio. Ahora sentía que la famosa fórmula de Rilke, “sólo escriba si no puede vivir sin escribir” era la trampa típica de un psicópata acorralado por el Angel de la Muerte. Algo similar le había pasado con el perentorio Zaratustra de Nietszche por la misma época. Hammett siempre había sentido, acaso prejuiciosamente, que los alemanes tenían algo de solemne y concluyente que los hacía insoportables incluso cuando uno coincidiera con ellos.

Tal vez fuera la dureza de la lengua. Le hubiera gustado saber alemán para leer a Marx, a Freud, incluso al amargo Schopenhauer en idioma original. Pero entre la tipografía gótica y el exceso de mayúsculas que resaltaba cualquier trivialidad lo habían inhibido. Era un tema, el de la dureza de la lengua, que tenía siempre pendiente. Sólo había podido comentarlo al pasar con un alemán atípico, el evasivo George Grosz, el feroz dibujante satírico de la época de la República de Weimar que había terminado domesticado, en New York, trabajando en publicidad en el corazón de Madison Avenue, y que era amigo de Ben Hecht.

Ben había conocido a Grosz en Berlín, en su etapa Dadá durante su salvaje juventud a principios de los veinte, y volvieron a encontrarse cuando el pintor emigró a Estados Unidos ante el ascenso de Hitler. En cierta oportunidad, Hecht quiso que Hammett asistiera a la inauguración de una muestra pequeña y casi secreta de su amigo; una docena y media de sombríos dibujos a tinta con los que había ilustrado una serie de notas suyas en que denunciaba los crímenes de los nazis y la persecución de los judíos. En esa época aún nadie hablaba de eso, los norteamericanos miraban la guerra como un espectáculo ajeno y el Partido Nacional Socialista norteamericano hacía mitines en el Madison Square Garden de los que salían sus militantes desfilando con la esvástica en las banderas.

Hammett se había de algún modo decepcionado con Grosz, y probablemente la sensación había sido recíproca. Ambos tenían un pasado por el que todo el mundo los identificaba pero en el que cada vez se reconocían menos; y ambos tenían lo honestidad suficiente como para no alimentar ese equívoco ni asumir un papel que ya no los representaba. Y menos aún victimizarse por eso, o por cualquier otra cosa. Eso los hacía cautos, casi desagradables en su reserva. Grosz acababa por entonces de adoptar la nacionalidad norteamericana y cuando le preguntaban al respecto solía decir que era una declaración pública de escepticismo. Todos se lo festejaban pero nadie lo entendía y él no lo explicaba tampoco. No hablaba de eso, ni de casi nada. Sólo bebía. Demasiado, tanto como el mismo Hammett. Y ese día, cuando le sacó el tema de la lengua alemana, Grosz –que acaso no había entendido la cuestión ni se preocupó porque se notara– estuvo demasiado rápidamente de acuerdo, casi condescendiente, lo que hizo que Hammett se retrajera y se apartara de él. Años después Grosz le había hecho llegar su autobiografía, Un pequeño sí y un gran No, con una dedicatoria afectuosa y distante a la vez. Hammett no había podido ir más allá de la página 50. Lo prefería dibujando.

Durante los años en que frecuentaba Hollywood y ganaba acaso demasiado dinero, había tratado ocasionalmente con otros emigrados alemanes, pero eran gente del mundo del cine, fabuladores inconscientes que no podían dejar de actuar cuando expresaban algo sincero o de contar películas cuando debían narrar cualquier cosa que les sucediera. La profesión era una parte constitutiva de su personalidad y había que lidiar con eso; a veces era divertido, pero en general a Hammett le resultaba abrumador. La mayoría de aquellos personajes se habían ido de Alemania más por incomodidad personal que por convicciones contrariadas; los habían ahuyentado los mordiscos, pero sobre todo los desagradables, antiestéticos ladridos del Führer.

Claro que había excepciones. Una vez, cuando Lillian Hellmann estaba escribiendo Alerta en el Rhin y todavía se aceptaban guiones en que los soviéticos eran los buenos, hubo una reunión antifascista en una mansión con piscina en la que no faltaba nadie y sobraba el alcohol; allí había conocido a un hombre extraño que desentonaba, vestido como un obrero, con gorra de cuero, anteojos redondos y un habano. Sentado en un rincón del inmenso salón y sin hablar con nadie, echaba humo como si fuera su manera de opinar. Era Bertolt Brecht. Lillian, que conocía a todo el mundo y en ese paquete incluía a Kurt Weill, hizo que el compositor los presentara: “Tienen mucho en común”, les aseguró a ambos; y se fue.

Cuando quedaron solos, Brecht, que no hablaba inglés por pudor pero lo entendía y leía fluidamente, sobre todo literatura policial, le dijo trabajosamente que conocía sus novelas y que admiraba en especial Cosecha roja. Incluso que había pensado alguna vez pedirle los derechos para convertir la historia de Poisonville en una sangrienta comedia musical. Hammett no dudó en concedérselos desde ya. El sólo había visto La ópera de dos centavos y Mahagonny pero le dijo, o trató de hacerle entender, que creía que las pocas estrofas de Mack The Knife y Pirate Jenny, sobre todo cantadas por Lotte Lenya, valían por trescientas páginas de La montaña mágica. Brecht había sonreído sin decir palabra. Después habían intercambiado direcciones y teléfonos pero jamás habían vuelto a verse ni comunicarse, ni siquiera cuando ambos habían sido víctimas del acoso del innombrable senador y sus secuaces. A diferencia de Hammett, la defensa de Brecht había sido pragmática, en el borde del cinismo con respuestas que eran verdaderos epigramas.

Pero no era sólo una cuestión de ideología sino de dicción y de estilo. El alemán, sin ser lengua romance, compartía con el latín las desinencias, la flexión de los nombres y sobre todo el orden rígido de la frase, con el verbo al final. Acaso por eso Brecht tenía algo de clásico latino y hacía poco había leído un breve poema suyo sobre Hollywood en una traducción de James Laughlin para New Directions que parecía Marcial, o Chuang Tzu, porque los chinos no le eran tampoco ajenos. El poema decía: Cada mañana para ganarme el pan / voy al mercado donde se compran mentiras. / Lleno de esperanzas / me pongo en la fila de los vendedores. Lo había escrito seguramente en la época en que lo conoció. Ahora Brecht había vuelto a Alemania para quedarse finalmente del lado soviético de Berlín. Supuso que seguramente tampoco la iba a tener fácil con los inquisidores del otro lado.

Nada era fácil. Y más si uno estaba cansado. Y un hombre cansado, pensaba Hammett, lo que debía hacer, honestamente, era descansar. Y no engañarse y engañar a los demás tratando de remedar las viejas fórmulas exitosas en las que acaso ya no creía. Con ese último pensamiento se cubrió la cara con el ejemplar de Rilke y cerró los ojos.

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