Lunes, 30 de mayo de 2016 | Hoy
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Por Juan Sasturain
Como lo hemos recordado reiteradamente, y sobre todo cuando nos tocó volver a pisar los senderos, poner el culo en el pastito y las patas en las fuentes, durante las fiestas del Bicentenario de la Revolución, hace seis años –bajo otro sol y otro cielo, entre otras cosas–; como lo hemos recordado más de una vez, digo, en la historia argentina, la Plaza de Mayo –o la Plaza, a secas– es el lugar donde ha pasado y sigue pasando mucho, casi todo lo que importa de estos dos siglos de vida independiente con marchas y contramarchas que son siempre hacia y desde la Plaza.
Precisamente hicimos en su momento el inventario de una Patria de Diez Plazas memorables. Pero sin duda que –como diría Groucho– una de ellas no fue esta última, puesta al cuidado del Placero que (mal)supimos conseguir.
Intemperie sintomática, ámbito público jamás negociado ni (aún hoy) privatizable, espacio abierto, la Plaza es el domicilio virtual -imprevisto por las leyes e instituciones formales– no de la llamada opinión pública tan manipulable sino de la voz del Pueblo, que es otra cosa anterior: palabra encarnada, puteada literal, garganta histórica, puño concreto, bombo de percusión genuina, pañuelo de nudo firme.
La gente, yo mismo, todos nosotros hemos ido, vamos y seguiremos yendo a la Plaza a dar y a recibir, a putear o a celebrar, a pedir y a escuchar, a acompañar y a repudiar. Con balcón o sin balcón, mirando hacia el Cabildo con improbables paraguas, mirando hacia la Rosada con calor y en patas; apuntando hacia las laterales, por donde se venían las casacas rojas del Imperio; moviendo la cintura y las caderas contra el prejuicio o saltando desaforados por una camiseta sudada por la Patria que es también futbolera; rondando la Pirámide con oscura obstinación, esperando contra toda desesperanza o mirando para arriba con furia e impotencia, contra toda la violencia homicida que nunca se confunde a la hora de pegar.
Los argentinos y argentinas –sólo ocasionalmente porteñas y porteños, botón de muestra popular– siempre hemos usado y abusado impunemente de la Plaza. Pensada y plantada según el esquema tradicional que la flanquea regularmente, emparedada con y por las instituciones –la Iglesia, el Dinero, el Poder político–, la Plaza es el hueco, el vacío que pide y debe ser llenado por el Pueblo en cuerpo y alma. El aluvión literal de la gente que con camisa o sin ella, con pancartas o sin ellas, con alegría o con furia ha encontrado siempre cauce a la hora de expresarse y hacer historia a su manera.
Las torpezas ejemplares de la semana que pasó con pena y sin gloria –como resultado de un Poder que se supone capaz de sobrevivir esquivando su temible agenda de citas con la Historia– es buena ocasión para volver a hacer una informal biografía memoriosa de la Plaza, un recorrido por sus pisoteados canteros, su barro primigenio, sus fuentes bautismales, su viejo cielo encapotado de otoño triunfal con escarapelas, su triste cielo de invierno rajado de arriba abajo por bombas zumbadoras, sus sucesivos balcones de festejo y de vergüenza. Incluso esta última, aséptica, pretendidamente light, cerrada al vacío.
A partir de estas ideas puede explicarse lo que pasó esta semana. Mal que le pese al ocasional inquilino de la Rosada, la Plaza no es el jardín delantero de su casa, al que puede aspirar a tener libre de intrusos. En el fondo y en el frente, el único intruso es él. Debería saber que, saludablemente transitado por todos los que lo sienten suyo, ese espacio que es la Plaza está hecho y existe para ser llenado. Y que las persistentes pesadillas que últimamente lo acosan son el resultado de que se ha ido a dormir con la Plaza vacía. Y así no se suele descansar, no se tienen buenos sueños.
Es un silogismo redondito: pese al concepto tan difundido –en esta era de la vigilancia alerta y la concentración obsesiva– dormir (y dormirse) sigue queriendo decir y queriendo ser sinónimo de descansar, no de descuidarse. Y para poder descansar durmiendo hay que soñar: hay que soñar mientras se duerme. El que no sueña no descansa. Porque le teme a las pesadillas.
Si algo que tiene que hacer la Patria (que somos todos) es soñar y soñarse. Y en ese sentido, también contra lo que se suele decir, cabe recordar –la historia es maestra al respecto– que se duerme y se sueña mejor con la Plaza llena. No se tienen pesadillas sino sueños. La Patria necesita descansar con / en la Plaza llena. Porque en la historia argentina, la Plaza de Mayo, la plaza soñada –o la Plaza, a secas– es una plaza llena. Sólo el hipócrita Placero parece que puede dormir –sin sueños– con la Plaza vacía.
La Plaza ha sido y es un espacio vivo, saludablemente maltratado por el uso y el abuso de todos lo que lo sienten suyo. Porque lo es. Nada más repartido que lo inapropiable. Desordenémosla, vayamos cada vez a ver qué pasa y qué somos capaces de hacer pasar. Hasta que se repartan mejor otras cosas, siempre nos queda la Plaza, domicilio de la democracia y de la aventura política, como el espacio de emergencia cuando los otros lugares más o menos mediáticos se convierten en no lugares.
La Plaza aplaza a los mentirosos, caga de miedo a los impresentables de pantalla constante, abandona a los traidores, es la pizza segmentada a repartir, el foro desaforado para opinar, la cancha donde se ven los pingos, la tribuna que corea y el arrullo que entona la canción –la más hermosa música– de los confesos y culpables de alboroto popular, enfermos de amor sin barreras ni vallas protectoras.
Y puede ser también la pesadilla de un Placero botón.
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